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martes, 1 de marzo de 2011

Cara y Sello de los Partidos Políticos


Artículos de Metapolítica Retomo la publicación del blog y lo hago con un texto de un colega y amigo chileno cientista político y realista schmittiano para más señas

Por Luis R. Oro Tapia
E-Mail: luis_oro29@hotmail.com
www.caip.cl


En la actualidad nos resulta difícil imaginar el quehacer público sin la presencia gravitante de los partidos políticos. Pero ni su existencia ni su rol han sido siempre aceptados y menos aún considerado como algo obvio. Solamente en los últimos doscientos años se ha afianzado la idea de partido político; no obstante, cada cierto tiempo sus prácticas son declaradas como nocivas para el orden político y su existencia suscita antipatías e incluso hostilidad. Tal rechazo está más allá del eje izquierda derecha. Así, por ejemplo, Carl Schmitt (1888-1985) y Hannah Arendt (1906-1975), a pesar de que ocupaban posiciones diametralmente opuestas en el espectro ideológico, coinciden en fustigar la idea de partido político; en efecto, ambos son hostiles a los partidos, aunque por diversas razones. Pero dicha reticencia no es nueva. De hecho, la idea de partido ha sido aceptada tardíamente tanto por la teoría política como por el derecho público.
La reflexión sistemática sobre los partidos políticos data solamente de mediados del siglo XIX. Pero ello no implica en modo alguno que con anterioridad a la referida centuria no se haya escrito y discutido sobre el particular. De hecho, en el siglo XVIII hubo filósofos y políticos de oficio que abordaron el tema de manera tangencial y, exceptuando a Edmund Burke, no siempre de manera benevolente.
La idea de partido en principio era incompatible con la idea de concordia y también con la noción de Bien Común. Es más, el partido era concebido como la negación de ambos conceptos. Para superar el aludido antagonismo era menester establecer una distinción entre las nociones de facción y partido. Tarea difícil, puesto que ambos vocablos denotaban prácticamente lo mismo. Así por ejemplo, un político inglés del siglo de las luces afirmó que "los partidos son un mal político y las facciones son el peor de todos los males políticos". No obstante, es en la aludida centuria cuando facción y partido comienzan, progresivamente, a perfilarse como entidades diferentes. Uno de los precursores de tal distingo fue Bolingbroke. Este político inglés, en 1733, establecía la siguiente distinción: los partidos dividen al pueblo en función de ciertos principios; en cambio, las facciones se constituyen a partir de intereses exclusivamente personales. Dicho de otro modo: el eje en torno al cual se articulan los partidos son las ideas o los valores como diríamos en lenguaje contemporáneo. Éstos contribuyen a otorgarle cierto matiz de “idealismo”; es decir, de desinterés personal y, por añadidura, de “altruismo”. Tal distinción contribuyó a evacuar de manera parcial del vocablo partido las connotaciones negativas que la tradición le había atribuido. Inversamente, los móviles que constituyen a las facciones son los intereses exclusivamente personales, en cuanto éstos remiten a fines egoístas, los que naturalmente —en esta lógica de razonamiento— están en oposición a los fines comunitarios que persiguen los partidos.
Pero la distinción entre ambas entidades no logró disipar el temor a los partidos, puesto que continuó persistiendo la creencia que los partidos surgían cuando la comunidad política estaba dividida, porque había perdido la concordia y su unidad estaba erosionada o colapsada. Desde esta perspectiva los partidos surgen cuando la sociedad está partida y su existencia constituye un síntoma inequívoco de que en ella impera la discordia.
El concepto de partido va a ser configurado con cierta nitidez por Edmund Burke en 1770. Burke lo define como "un cuerpo de hombres unidos para promover, mediante una labor conjunta, el interés nacional sobre la base de algún principio particular acerca del cual todos están de acuerdo". En tal concepción, a mi juicio, se deben destacar dos ideas. Primera, la expresión "interés nacional". Ésta denota que el partido persigue el Bien Común, en el sentido que desea el beneficio del todo y no de una de sus partes. Mas si existen diferentes maneras de concebir el interés nacional es plausible suponer que existirán tantas concepciones de éste como partidos existen. Si ello ocurre así en la práctica, precisa Burke, se debe a que los hombres "que piensan libremente pensarán en determinadas circunstancias de manera diferente". Segunda idea: la expresión "principio particular" denota que el partido se debe articular en torno a puntos de vista e ideales que estén orientados a potenciar los intereses de la colectividad. Por otra parte, en lo que respecta a las facciones las concibe como entidades que se caracterizan por la incesante lucha mezquina, cuyo principal propósito es "obtener puestos y emolumentos". En consecuencia, "la consecución de prebendas es el objetivo característico de los facciosos".
No obstante la radicalidad del contraste entre partido y facción, es imperativo enfatizar dos ideas. Primera, las facciones son concebidas como entidades corruptas que tienen por objetivo profitar de las instituciones del Estado. Segunda, los móviles egoístas y mezquinos de los facciosos van en perjuicio del interés público.
En lo que a la vida política práctica concierne es pertinente recordar que tanto las facciones como los partidos no fueron aceptados durante todo el siglo XVIII, ni siquiera durante el torbellino de la Revolución Francesa. Al respecto es ilustrativo el juicio de Robespierre, uno de los próceres más conspicuos de la Revolución, al señalar que siempre que "advertía ambición, intriga, astucia y maquiavelismo, reconocía a una facción, y que correspondía a la naturaleza de todas las facciones sacrificar el interés general". Otro protagonista de la Revolución, Saint-Just, afirmaba que "todo partido es criminal, por eso toda facción es criminal; toda facción trata de socavar la soberanía del pueblo". Más aún, sostuvo que "al dividir al pueblo, las facciones sustituyen la libertad por la furia del partidismo". Nótese que los revolucionarios franceses, por una parte, no aceptaban la idea de partido y, por otra, todavía no establecen la distinción entre facción y partido que el "conservador" Burke había delineado veinte años antes en Inglaterra.
Los partidos comenzaron a ser aceptados tanto en la teoría como en la práctica a mediados del siglo XIX. Su aceptación en medida no menor está asociada al ascenso de la cosmovisión liberal. La doctrina liberal propicia la tolerancia y el pluralismo, lo que por ende implica la aceptación del otro en cuanto es diferente. De hecho, los partidos fueron aceptados al comprenderse que la diversidad y el disentimiento no necesariamente generaban la discordia en la comunidad política. Dicho de otro modo, se comprendió que la existencia de partidos no suscitaba por sí misma el desorden político.
La diversidad de partidos, que es expresión de la pluralidad de opiniones e intereses, no implica en modo alguno la negación de la unidad. Porque la diversidad supone la existencia de un fondo común que incluye y trasciende la especificidad de las partes. La diversidad sería algo así como la especie y la unidad el género. Tal argumento fue clave, porque contribuyó a disipar el temor a la discordia, la fragmentación y el caos.
En consecuencia, el pluralismo acepta y patrocina el disenso, pero solamente en la medida que supone un consenso en lo sustancial. Consenso que, en el campo, político implica necesariamente el acatamiento unánime de las reglas del juego. Al respecto son ilustrativas las palabras de Lord Balfour cuando afirma que "la maquinaria política inglesa presupone un pueblo tan unido en lo fundamental que puede permitirse reñir sin problemas".
La coexistencia del consenso y del disenso es posible cuando existe acuerdo sobre las normas que regulan la contienda política. La aceptación de las reglas del juego suscita en el comportamiento de los antagonistas ciertas autolimitaciones que permiten que la pugna entre ellos se manifieste como conflicto pautado y no como una pugna virulenta o una confrontación violenta. Si no existiera tal consenso, como señala F. G. Bailey, "la política dejaría de ser competencia y se transformaría en lucha".
En suma, para que una asociación política pueda subsistir se requiere de un consenso normativo mínimo. Por cierto, es indispensable que exista un núcleo de valores aceptado unánimemente, de tal manera que éstos constituyan un punto de referencia obligado que opere como pivote, como un faro orientador, en los incesantes vaivenes que suscita la competencia electoral, especialmente cuando los partidos persiguen fines que son divergentes y antagónicos.
Pero el funcionamiento de los partidos políticos en la realidad dista de los argumentos normativos anteriormente expuestos. Desde el punto de vista fáctico los partidos son, primordialmente, agrupaciones de interesados cuyo reclutamiento es formalmente libre, en cuanto nadie está obligado a ingresar a ellos, y tienen por principal propósito acceder al Estado para patrocinar o proteger desde él sus intereses.
En efecto, es el interés el que lleva a los individuos a formar partidos o a ingresar en ellos con la finalidad práctica de llevar a cabo sus objetivos, sean éstos de la índole que sean. La finalidad primordial de tales agrupaciones es conquistar el poder político supremo, es decir, los puestos de conducción política del Estado. Y en el supuesto que no ganen las elecciones tienen la expectativa de influir sobre él.
Ello implica que los partidos políticos independientemente del éxito que tengan en los comicios mantienen invariable su objetivo práctico inmediato, que es instalar a sus líderes en las instancias productoras de decisiones públicas, para que desde ellas gestionen los intereses de sus asociados. Así, la finalidad de tales grupos es proporcionar poder a los líderes del partido, para que ellos puedan otorgar a sus miembros activos determinadas probabilidades de éxito en la consecución de sus fines individuales. Tal práctica es antiquísima. De hecho, Tucídides de Atenas, en el siglo quinto antes de Cristo, constataba que “los jefes de los partidos, en las distintas ciudades, recurriendo a la seducción de las bellas palabras, se granjean beneficios para sí mismos so pretexto de que estar sirviendo al interés público”.
Los partidos, para tener éxito en la consecución de sufragios, prometen dar satisfacción a ciertas necesidades del electorado. Pero en la práctica, cuando los partidos acceden al poder político, proceden a beneficiar preferentemente a sus respectivas clientelas, otorgándoles, por ejemplo, cargos en el aparato público. Pero ello debe hacerse con decoro para que la política no pierda su encanto; por tal motivo el partido nunca debe presentar sus intereses de manera desnuda, es decir, como intereses propiamente tales. Por el contrario, éstos deben ir recubiertos por la retórica del Bien Común, con consignas y frases que sean moralmente irreprochables y también, por supuesto, invocando valores sublimes. En época de elecciones tales estrategias tienen por finalidad ganar simpatizantes, captar adherentes y sufragios para que los electores contribuyan con su voto a que el partido logre uno de sus objetivos primordiales: acceder temporalmente a la titularidad del poder político.
Los intereses que realmente importan al partido son los de sus dirigentes y militantes más influyentes. Los intereses del electorado sólo tienen cabida cuando el marketing político del partido no ha sido exitoso y ello lo pone en riesgo de perder las elecciones. Más claro aún, los partidos no atienden los intereses del electorado porque tengan una especial deferencia y consideración por los ciudadanos, sino porque estos últimos controlan un medio (el sufragio) que es indispensable para que el partido logre su fin que es acceder al poder político supremo.
Desde este punto de vista se puede afirmar que los partidos visualizan a los electores como un medio para alcanzar un fin. Y para alcanzar tal fin los partidos se ven en la necesidad de halagar interesadamente a los votantes con el propósito de obtener de parte de ellos el sufragio que les permitirá ganar las elecciones y así hacerse con el poder político o, por lo menos, influir sobre él. En suma, entre electores y partidos existe una relación de medios y fines. Los electores al darse cuenta de ello toman distancia de los partidos y se suscita así la apatía, el desencanto y el desprestigio no de la política, sino que de los partidos.
Si la política es una lucha por el poder ¿en qué espacios tiene lugar esa contienda? La lucha político-partidista tiene por escenarios dos planos diferentes: uno horizontal y otro vertical. El primero concierne a la lucha entre partidos y tiene como espacio propio al eje izquierda derecha. El segundo, o sea el vertical, tiene como escenario el interior de cada uno de los partidos, por tanto, se trata de una pugna entre camaradas. Éstos compiten por acceder a la cúpula del partido. ¿De qué manera se reparte el poder al interior de un partido? Cada partido está constituido por una elite que tiene en sus manos las funciones directivas. Ella fija el rumbo de la colectividad y selecciona los candidatos que se van a presentar a las elecciones. En torno a ella giran los notables del partido que tienen un rol menos protagónico, pero influyente. Por último están los militantes que son quienes hacen operativas las políticas que diseña la cúpula partidista.
Así, no sería del todo aventurado afirmar que en épocas propensas a los discursos ideológicos la política partidista es, básicamente, un conflicto de intereses que se disfraza como lucha de principios y en otras suele consistir en el manejo encubiertos de los intereses públicos en beneficio privado.

martes, 13 de enero de 2009

Entre Nomos y Anomos


Artículos de Metapolítica


Aprovechando que se han cumplido ya mas de ocho años de la publicación de mi primer libro "Pensando Peligrosamente..." y a modo de recordar a mi maestro Fernando Fuenzalida quien se encuentra delicado de salud, cuelgo ahora el texto que Fernando escribio para publicarlo en mi trabajo. Nótese también las referencias al recientemente fallecido Samuel Huntington.


ENTRE EL NOMOS Y EL ANOMOS
Introducción al libro de Eduardo Hernando, Pensando Peligrosamente: el Pensamiento reaccionario y los dilemas de la democracia deliberativa.
por Fernando Fuenzalida Vollmar


6. kai nun to katecon oidate, eis to apokaluqhnai auton en tw autou kairow.7. to gar musthrion hdh energeitai ths anomias monon o katecon arti ews ek mesou genhtai .
Ts.2: II,6-7


Tres paradigmas históricos, a cual más pesimista, dominan el atribulado horizonte de este fin de milenio y de siglo, el "más sangriento de toda la historia cristiana", al decir de Juan Pablo II.
El primero (1992) el neohegeliano del yanqui nipón Francis Fukuyama, funcionario de la Oficina de Planificación Política del Departamento de Estado Americano y analista de la Rand Corporation. El segundo (1993) el de uno de los nuevos superhombres de Harvard, Samuel P. Huntington, americano también, Director del John M. Olin Institute for Strategic Studies, el mismo que patrocinó a Fukuyama, y ex-director del ya más que polémico Council of Foreign Relations. En éste se persigue las huellas de Spengler. El tercero (1992), menos difundido hasta ahora, el de un filósofo casi ignorado fuera de los círculos más selectos de Europa: el griego Panajotis Kondylis, quien ya desde 1984 se había hecho valer entre los grandes pensadores de hoy por causa de su ensayo sobre Poder y Decisión (Macht und Entscheiund). Kondylis es profesor en Heidelberg y discípulo de Conze. Se suele citar, entre otros, a Nietzsche, Karl Marx y Carl Schmitt como los inspiradores de Panajotis Kondylis.
En poco menos de ocho años la tesis de Fukuyama ha sido proclamada ya urbi et orbi. El argumento central deriva sus rumbos entre Hegel y Nietszche y se aplica a la consumación de la historia desde la doble caída del soviet y el muro: el ingreso a una era en que la victoria de la democracia liberal y el capitalismo se hacen ya irreversibles. Paradójicamente la victoria que anuncia no es la del oscurantismo y el conservatismo social que asociara el marxismo al capitalismo burgués. Sino la de la Revolución Burguesa en Sí Misma ---la americana y francesa--- paralizada hasta hoy, en sus logros,. por la resistencia de fuerzas arcaizantes, mitificadoras y utópicas que representara el marxismo. Ante el desconcierto de las viejas izquierdas, en el neoliberalismo revolución y reacción invierten de este modo sus signos. Los conflictos que el mundo pudiera seguir contemplando en los años futuros no serán ya otra cosa que insignificantes querellas entre fuerzas que encarnan antiguos valores, en fase de descomposición, y la fuerza progresista del liberalismo, la democracia representativa y el mercado imparables que --desde los Estados Unidos de América-- encarnan la posthistoria sin fin de un mundo unicultural y monohegemónico al que el mismo Fukuyama reconoce, por fin, como un "futuro que no tiene futuro" y que se pierde en el tedio de ideales vacíos y pragmatismo hedonístico.
En el horizonte ideológico brumoso y teutónico en que buscan moverse los tres paradigmas, el modelo de Huntington perfila más bien un Ragnarok o Batalla Final. Los actores principales en el mundo que nace serán --- nos anuncia--- no ya las superpotencias como antes sino los estados centrales de las ocho civilizaciones que juzga primarias: la euro-norteamericana, la europeo-oriental o eslava, la islámica, la confuciana, la budista, la japonesa, la latinoamericana y la africana. Se comportan --sostiene-- como gigantescas "placas tectónicas" que inevitablemente chocaran entre sí, dando lugar a una serie interminable de convulsiones y guerras que modelarán el siglo que nace. Entre tanto, los pueblos con cultura común se están acercando. Los países de culturas plurales se desintegran o enfrentan desgarradoras tensiones. En este nuevo mundo, la política local termina centrada en el conflicto de lo étnico; la política mundial en el de lo civilizatorio a más grandes escalas.
Panajotis Kondylis, más esencialmente germano --tal vez justo a causa de su origen helénico-- se esfuerza por trascender de la bruma teutónica a la luz hiperbórea. Más que Fukuyama y que Huntington, sale al encuentro de pensadores insignes de nuestra tradición filosófica que ejercen influencia notable sobre el pensamiento de Schmitt. Como con la juventud hegeliana a Cieszkowski, le preocupa, ante todo, la relación entre la teoría y la praxis, el divorcio entre la existencia y el texto y entre las lógicas, frecuentemente antagónicas que éstos imponen. La polisemia, universalmente confusa, contradictoria y en el fondo vacía, que revela el examen empírico de nociones comunes como libertad, democracia, liberalismo o libre mercado y que manda y comanda los conflictos de la era ¿es accidental o inherente a la condición del lenguaje en los tiempos modernos? ¿no es acaso ---hace eco a Schmitt-- inherente a la misma palabra --particularmente en el campo político-- el sentido polémico?. Kondylis evade sistemáticamente la trampa que las abstracciones imponen, refugiandose en el hombre concreto colocado en una situación histórica dada. "Sólo hay existencias humanas colocadas en situaciones concretas, que actúan y reaccionan específicamente en cada ocasión; una de esas acciones y reacciones específicas consiste, según la terminología habitual, en concebir ideas o apropiarse de ellas. Ahora bien, las ideas no intervienen inmediatamente, sino que son sólo las existencias humanas las que van a actuar, en nombre de esas ideas, en el interior de sociedades organizadas. Igualmente, las combinaciones de ideas son la obra de existencias humanas que se fundan sobre su propia relación con otras existencias. En fin, las ideas no son ni vencedoras ni vencidas: su victoria o su derrota representan simbólicamente el dominio o la sumisión de ciertas existencias humanas", sostiene. "El pensamiento y el lenguaje cuentan entre los instrumentos de la afirmación de sí mismo". "Seguramente, es posible morir por `la' verdad -pero solamente por la nuestra, es decir, la que coincide con nuestra propia identidad". La lógica del combate o --más bien la relación amigo-enemigo como piensa Carl Schmitt define una relación ontológica que trasciende a la ideología y al texto.
Lo que cuenta, por eso, en último término, en la era que empieza, no debiera buscarse en la lógica del discurso triunfante --mera imagen lingüística en el plano virtual--- sino en la de su relación con la praxis de la que la separa y enfrenta una brecha creciente. El antagonismo y la incoherencia crecientes entre idealización y existencia, entre el lenguaje moral y la acción de la fuerza. Sobre la base de estas incongruencias Kondylis avisora un escenario distinto en el que las fuerzas en juego son más bien las que representan a "pequeños y grandes". Una lucha orientada de un lado a imponer un esquema uniforme, abstracto y formal en el orden global sobre una negación de las existencias y diferencias humanas concretas y reales; y del otro a afirmar el derecho de las pequeñas naciones a sus propias demandas de libertad y democracia o derechos humanos en los términos propios que sus identidades derivan. Y es que como lo advierte en forma temprana el ultramontano De Maistre quien sostuvo no haber conocido nunca hombres sino simplemente alemanes, griegos, persas o franceses: "…une constitution qui est faite pour toutes les nations, n´est faite pour aucune: cést une pure abstraction, une oeuvre scolastique fait pour exercer l´esprit d´après une hypothése idéale, et qu´il faut adresser à l´homme, dans les espaces imaginaires oú il habite". El racionalismo instrumental del mundo técnico, la racionalidad utilitarista del Estado de derecho, el individualismo atomista y la impersonalización de los vínculos humanos que ésto trae consigo configuran el peor enemigo de la paz en los tiempos futuros y serán ---según lo percibe Kondylis--- factores cruciales en una reemergencia masiva de nacionalismos e identidades históricas.
A pesar de las diferencias de sus enfoques y aproximaciones específicas los tres paradigmas con los que he elegido en estas páginas presentar el horizonte filosófico que abre el milenio concuerdan en la identificación de una fuerza corrosiva que socava desde sus raices mismas todos los futuros previsibles. Es la fuerza ---o antifuerza--- de la anomia o descomposición moral que afecta las bases de la nueva sociedad desde el momento mismo en que nace.
"A Fukuyama le preocupa el egoísmo y el excesivo individualismo de las sociedades liberales, su implacable erosión de todas las formas de comunidad y de moral social. Para funcionar debidamente, las sociedades liberales dependen de tradiciones culturales no liberales o preliberales, especialmente las que se basan en la religión. Y son precisamente estas tradiciones las que el liberalismo socava. Si todo el mundo se está volviendo liberal, todo el mundo también se está volviendo amoral" comenta Krishan Khumar. "Los liberales lockeanos como… Jefferson o Franklin…no vacilaron en afirmar que la libertad requería la creencia en Dios. El contrato social entre individuos con intereses propios racionales, en otras palabras, no se sostenía por sí mismo sino que necesitaba una creencia suplementaria en castigos y premios divinos". "La decadencia ha ocurrido no a pesar de los principios liberales, sino a causa de ellos…no será posible ningún fortalecimiento de la vida comunitaria a menos que los individuos… acepten la vuelta a ciertas formas históricas de la intolerancia" citaba a Fukuyama yo, de mi parte, unos años atrás
Y ahí donde Fukuyama deja abierta esa puerta de la intolerancia a cuya apertura se hará cada vez más favorable en sus escritos y libros posteriores, Samuel Huntington se impone el abrirla desde una perspectiva distinta. Gobiernos y pueblos de todo el mundo se enfrentan hoy a una crisis de identidad ---sostiene--- que resuelven redefiniéndola en términos culturales. Como resultado de este proceso, la política mundial está siendo reconfigurada a lo largo de líneas culturales. La esencia de los conflictos actuales en el mundo ---dice-- es de naturaleza cultural y los puntos de fricción son aquellos donde distintas civilizaciones entran en contacto. La imagen apropiada ---insiste--- sería la de las placas tectónicas que, al chocar, unas se superponen, otras se hunden, pero, en todo caso, producen graves perturbaciones. Samuel Huntington, frasea esta geología ficticia de tal modo que termina convirtiendola en un instrumento de homogenización o arrasamiento universal de las diversidades culturales en su esencia ---fundamentalmente religiosa--- bajo el argumento inexorable de que ni la realización del estado de democracia universal ni la del mercado abierto globalizado que considera inseparables del espíritu de la civilización euro-norteamericana podría realizarse sino bajo la cobertura de un solo liderazgo en lo politico y la imposición de un único sistema de creencias, de valores y conductas ---es decir de religión--- que garantizara en lo esencial la uniformidad de la cultura planetaria.
"Uno de los rasgos más definitorios de la Modernidad es el odio a la diversidad cultural. Para la Modernidad sólo puede existir una Cultura, la suya propia. La Modernidad es etnocida por definición y sustancia. Hoy los Estados Unidos se están lanzando a una lucha titánica para eliminar y destruir las grandes culturas que aún subsisten en nuestro planeta. Como nuevos jacobinos a escala planetaria, su objetivo -ya formalmente declarado y asumido- no es otro que el de extirpar de la superficie del planeta todo vestigio de diversidad cultural", según un reciente comentario a propósito del horizonte que Huntington propone.
"El fracaso de los grandes dogmas de la democracia de masas puede conducir no sólo a un largo y salvaje desorden, sino también a un orden brutal donde la política, reducida a la distribución de bienes, impondría por la fuerza una severa disciplina con el fin, precisamente, de realizar esta tarea. Podría entonces conservarse el ideal de la igualdad y seguir interpretándolo en el sentido democrático y material, pero no se podrá hacer lo mismo con las actitudes hedonistas que están en la base del consumo de masas en las democracias occidentales...", sostiene Kondylis por su parte.. "la manera en que la sociedad mundial afronte el problema de la anomia influirá considerablemente sobre la estructura del orden mundial futuro y sobre el carácter de las próximas guerras". Sugiere en otro lugar que la combinación de democracia de masas y ética universalista podría conducir a una biologización de lo político -una reducción de la política a la simple lucha por la supervivencia. Del pensamiento de Kondylis se deriva una conclusión que era de esperar. Las preocupaciones de Huntington y de Fukuyama no pasan de ser la manifestación de un ansia frustrada de control que se niega a sí misma en su propio principio: ahí donde la autoridad temporal ---que por su propia naturaleza es de orden externo y que arraiga en el dominio de las fuerzas materiales--- y la autoridad moral ---que por su propia naturaleza es de orden interno y de raiz espiritual--- han sido extrañadas del logos, del telos y el nomos que constituyen su principio de armonía en el orden humano, se extiende inevitablemente en la tierra la oscuridad de Saurón y Mordor estableciendo el dominio de Anomos y el Imperio de Anomia.
El problema de la anomia no es, por cierto, una preocupación exclusiva de la escuela sociológica positivista de Durkheim sino que se encuentra entretejido de manera inextricable no solo en la discusión metapolítica de pensadores como Schmitt (¿cómo hablar del nomos sin ocuparse de la anomia?), en las teopolíticas de los ultramontanos como De Maistre, Chateaubriand, De Bonald, Donoso y otros más y, por supuesto en las puramente teológicas de quienes se han ocupado de la escatología o doctrina apocalíptica sobre cuyo tema han llegado ahora a coincidir los pensadores seculares de fin de milenio. En el otro extremo de la durkheimiana discusión sobre los indicadores estadísticos de descomposición social y las tasas de suicidio se encuentra, más allá de las fronteras entre la latinidad y la ortodoxia una larga tradición de exégesis de los textos paulinos de Tesalonisences y las profecías de Daniel que ha sido compartida en occidente por grandes pensadores como Isaac Newton y en el oriente por filósofos como Nikolai Danilevsky, Vladimir Soloviev y sus seguidores actuales. Es esta una tradición teopolítica a la que De Maistre no fue ajeno sin duda y con la que con seguridad debió familiarizarse durante las largas noches blancas en las que transcurrieron las veladas de su exilio de San Petersburgo. Su más expresión más explícita está contenida en el texto paulino que sirve de epígrafe a estas páginas y que en libre y moderna traducción puede leerse en éstos términos: "Vosotros sabeís qué es el [ katejón] que impide que se muestre [el apocalipsis de] la secreta anomia… y si es retirado eso que le retiene [el katéjon] el anomos se mostrará abiertamente". Presentando mis excusas a traductores más hábiles, destaco que las palabras griegas anomia, katejón y anomos, son las que nuestras biblias suelen traducir como "iniquidad", "obstáculo, impedimento o sello" y "hombre de iniquidad" o "anticristo". Me limitaré aquí a reproducir el comentario de Alexander Dughin, uno de los más destacados pensadores geopolíticos en la Rusia Postrevolucionaria: "on the teological and soteriologic function of the Emperor, based on the 2nd message of Saint Apostle Paul to Ptessalonicians, in which the question was about the “holding one”, “catejón", the “holding one” is identified by the orthodox Christian exegetes with the Orthodox Christian Emperor and the Orthodox Christian Empire. Catholicism from the beginning - i.e. right after the defection from the united Church - took another model instead of the symphonic (caesarian-papist) one , in which the authority of Roman Pope spread also onto the spheres, which were strictly referred to Basileus's competence in the symphonic scheme. Catholicism broke the providential harmony between the temporal and spiritual dominions, and, according to the Christian doctrine, fell into heresy".
Resulta iluminado, con ésto, el núcleo profundamente escatológico que se oculta tras las formas filosóficas, ideológicas, políticas y aun jurídicas que se muestran en la más o menos agitada superficie de esta discusión sobre el telos de la evolución y del progreso que se prolonga ya por lo menos dos siglos en las sociedades de origen latino y helénico; y que, desde una armazón teológica encubierta por la jerga cientista de las disciplinas sociales de la postrevolución francesa, articula aspectos tan varios de nuestro pensamiento moderno como los que atañen al ultramontanismo, al socialismo utópico, al sinarquismo de Saint Yves, al positivismo sansimoniano y al de Comte, al hegelianismo y a la juventud hegeliana, a los mesianismos politicos de Towianski y de Mickievicz, a los utopìsmos evangélicos y protestantes del siglo XIX, a la ortodoxia paneslávica, al marxismo, al bolchevismo, al nazismo con su aspiración joaquimita y last but not least a las nuevas ideologías seculares de fin del milenio y a los omnipresentes delirios del New Age. Los nuevos caminos que se abren a la investigación de estos últimos doscientos años perturbados ahora ya no por el fantasma del comunismo sino por el de la anomia encuentran sus primeros exploradores hoy día en las investigaciones de Elinor Schaffer, Laurence Dickey. Krishan Kumar, Christopher Norris, Frank Kermode, Edward W. Said y otros muchos más. Sus precursores en Löwith y en Blumenberg. Sostuvo el primero: "La irreligión del progreso sigue siendo una especie de religión que se deriva de la fe cristiana en una meta [telos] futura y en la que se sustituye un eschatón definido y trascendente por uno indefinido e inmanente".
Pero, una vez establecido, consolidado y confirmado el Reino de Anomia y de Anomos, ésto es el de la "iniquidad", "in-equidad" o "injusticia", aquel en el que las libertades devienen abstracciones y la vida cuotidiana termina por la fuerza y el dinero sometida a una coacción férrea y tiránica, donde los privilegios no se someten más a la medida del deber ni los deberes se acompañan de los derechos respectivos, donde los lazos naturales que vinculan los hombres en una humanidad compartida quedan todos disueltos y el individuo -aislado en tal forma-- es sometido al desamparo total, donde la rectitud de la moral y la eficacia de la fuerza se mantienen en una contradicción insoluble en la que se desgarran las almas…¿a qué es a lo que deberemos llamar reaccionario?. Eduardo Hernando Nieto, en este libro, nos provée un intento de respuesta: "es ésto finalmente --dice-- lo que representa el pensamiento verdaderamente reaccionario, una Reacción franca ante una acción que convierte esta realidad en un virtual choque entre una cosmovisión ideológica (revolución) y una tradición metapolítica (catolicismo)". Una cosmovisión ideológica ---ésto es, el mero producto de una doxa, una opinión especulativa que aspira a hacerse autónoma frente a la Razón que por necesidad la trasciende. Y una tradición metapolítica, ésto es anclada en un principio trascendente, ese Logos que ya la Ilustración nos dió por perdido y que resplandece por Sí en las tinieblas como eterno garante de unidad y armonía entre espíritu y carne.
Llegados al momento preciso al que Nietszche ---cien años atrás--- hablando de historia,.describió como "la línea de la nada", la fuerza misma de las cosas impone la inversión de valores que se hallan ya en su totalidad trastocados en este patético fin de una civilización que ha perdido su norte. Si, como Fukuyama pretende, en el neoliberalismo revolución y reacción invierten sus signos, la Reacción se hace entonces Revolución finalmente. Se muestra inquebrantable, por fin, como una vocación cada vez más consciente por la restauración del sello, el katéjon en el que se constituye la armonía de espíritu y carne, de la razón moral y la fuerza, de derecho y deber, de colectividad e individuo y en el que se hace nuestra humanidad, en su plenitud, epifánica. Una inversión del hegelianismo epigonal y decadente de Fukuyama y Huntington como la que ya anticipaba Cieszkowski, anticipandose también a Karl Marx al reclamar el retorno de la teoría a la praxis y la rehabilitación de la materia y la carne en la justicia social y económica y como aquella en la que señalaron caminos de encuentro entre trabajo y espíritu, pensadores de la talla de Ernst Jünger y Ernst Niekisch.
Nos conduzca, en la espera, el optimismo de Schmitt: "El nuevo nomos de nuestro planeta crece irresistiblemente. Muchos no ven ahí mas que muerte y destrucción. Algunos creen vivir el fin del mundo. En realidad, lo que estamos viviendo es el fin de una relación hecha ya antigua. El viejo nomos entra en decadencia y con él todo un sistema de medidas, de conceptos y hábitos adquiridos. Pero lo que viene no tiene por qué ser pura desmesura, ni una nada enemiga de todo nomos. Pueden emerger justas medidas y pueden tomar forma proporciones razonables, incluso en medio del combate cruel entre las antiguas y las nuevas fuerzas. También aquí existen dioses que gobiernan. Inmensa es su grandeza". El hombre, semejanza e imagen de los dioses --anuncia--- volverá a ser la medida de todas las cosas.
Referencias:
Blumenberg, Hans: The Legitimacy of the Modern Age, Cambridge, Mass.1985
Bull, Malcolm: Para que los extremos se toquen, en Bull, Malcolm, La Teoría del Apocalipsis...
Caballero, Carlos: De Fukuyama a Huntington o la legitimación del etnocidio, Textos para la Disidencia, Tabularium, Inet 1999
Chizhevsky, Dimitri: Russische Geistgesichte, Hamburgo 1959
Cieskowski, August: Prolegomena to Historiosophie en L. Stepelevich ed. The Young Hegelians. New York Liebich 1983
Cieskowski, August: Selected Writings. New York, Liebich 1979
Danilevsky, Nikolai Yakovlevith: Russland und Europa-Rossiya i Europa (1869)
De Maistre, Joseph: Considérations sur la France. Lyon 1850
Dickey, laurence: El industrialismo sansimoniano como fin de la historia, en Bull, Malcolm, La Teoría del Apocalipsis...
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lunes, 1 de septiembre de 2008

La Crítica Conservadora de la Democracia Liberal y el llamado "Derecho Penal del Enemigo": en torno a una tesis peligrosa


Artículos de Metapolítica: El presente artículo ha sido escrito por mi amigo y colega Luis Manuel Sánchez, destacado académico arequipeño y que viene concluyendo sus estudios de doctorado en la Universidad Nacional de Australia. El presente artículo aparecerá proximamente en la Revista de Derecho de la Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa (UNSA). Le agradezco a Manuel el permitirme colgar su texto y ya pronto estaré respondiendo sus críticas. (EHN)


Por Luis Manuel Sánchez Fernández


Contenidos
1. El Pensamiento Conservador
2. La Política Schmittiana
3. Excepción y Decisión
4. Excepción y Realidad
5. ¿Derecho Penal de Cuál Enemigo?
6. De las Reales Urgencias Democráticas

En un sentido, los atentados el 11 de setiembre del año 2001 en la ciudad de Nueva York, son comparables a la caída del muro de Berlín, en particular para los Estados Unidos. En 1989 Norteamérica pudo celebrar la caída del socialismo ruso, definido por entonces, como ‘enemigo estratégico’ de la democracia. El 2001, el ‘enemigo’ parece reaparecer, esta vez bajo la forma del terrorismo, asociado de corriente por la administración norteamericana a lo que llama el “fundamentalismo” islámico.
La reaparición del “enemigo” político parece dar actualidad al problema de la “excepción”, un tema diríase algo olvidado en la teoría política y constitucional. Este aspecto ha sido oportunamente advertido por Eduardo Hernando Nieto, en recientes artículos[1]. El profesor de la Católica piensa que la “guerra contra el terror” decretada por la segunda administración de Bush (hijo), podría hacer meritoria, en la actual coyuntura, una vuelta al decisionismo político Schmittiano, o la re-discusión de nociones como las de Emergencia Constitucional (Watkins 1939) ‘dictadura constitucional’ (Clinton Rossiter 1948), en conexión con el llamado ‘derecho penal del enemigo’ sugerido en los años ochenta por Günter Jakobs.
No es que E.H.Nieto considere que las acciones emprendidas por el gobierno norteamericano correspondan con propiedad a la utilización de estas nociones[2]; sin embargo, su artículo trasluce una cierta preferencia por la idea de la excepción misma. Al igual que Schmitt, el profesor sugiere que el discurso jurídico liberal no tiene una respuesta a los problemas de la emergencia, y auspicia mayores posibilidades a la tesis “realista” schmittiana, de la cual dice “pretende ser aun un enfoque jurídico… y que bajo ningún punto de vista se trata de implantar un modelo exclusivamente decisionista” (Hernando Nieto 2007).
Volveremos más adelante para enjuiciar si la tesis “realista”, seguida en su momento por políticos como Hans Morgentau o Henry Kissinger, y heredada por académicos como Leo Strauss o Samuel Huntington, puede considerarse jurídica. Anotemos ahora que, en la línea de razonamiento que expone Nieto – una línea que, en otro lado, el profesor ha advertido por sí mismo como “peligrosa”[3]-, la llamada ‘democracia liberal’, a la sazón el régimen favorito en la mayoría de estados del mundo, resulta centralmente cuestionada. La democracia liberal -para nuestro caso con una importante definición social- no logra ofrecer una respuesta satisfactoria a las demandas de estabilidad y seguridad de los Estados. Esta constituye, podría decirse, la objeción básica a las democracias existentes desde el lado conservador.
La crítica conservadora no es, por supuesto, la única que sufren las democracias actuales. Hay otros cuestionamientos que gozan incluso de mayor atractivo en los países del capitalismo desarrollado. Entre ellas las que se originan en la línea de pensamiento Habermasiana o en las ideas de Rawls, a favor de una democracia deliberativa en la que trabajan, con diferentes matices Cohen (1989), Gutmann and Thompson (1996), Benhabib (1996), Dryzek 2000), entre otros numerosos autores. También son singulares, y quizás más idóneas para nuestros países, las críticas de las corrientes feministas (I.M.Young 1990, A. Philips 1993), comunitaristas (Sandel 1984), republicanas (McIntiye 1987), marxistas (McPherson 1973), y en particular la crítica de la teoría política ambiental en la que trabajan varios autores (Gorz 1980, Bookchin 1982, Eckersley 1992, Dryzek y Schlosberg 1998).
La razón para prestar atención en este artículo a la crítica conservadora - en diálogo con algunas ideas del profesor E.H.Nieto en torno a los temas de la excepcionalidad y el “derecho penal del enemigo”- reside en el relativo atractivo que estas posiciones tienen entre las élites políticas e intelectuales de la sociedad norteamericana, cuya influencia en nuestros países no puede desdeñarse.
1. El Pensamiento Conservador
El conservadurismo como filosofía política no es de por sí censurable. Por lo menos depende de lo que se quiera conservar. Conservadores razonables podrían pensar, por ejemplo, que es más adecuado mantener los estilos de vida de vida en las localidades tradicionales porque deterioran menos el ambiente, en lugar de embarcar a las comunidades en proyectos de cambio de consecuencias de por sí inmanejables en términos ecológicos[4]. En este sentido, una postura conservadora no queda desacreditada eo ipso, excepto por las consecuencias privilegiantes, o la falta de imparcialidad ética, que pueda implicar. Esto último es lo que la crítica conservadora de la democracia liberal no puede acreditar. Su punto de vista se exhibe radicalmente parcializado, lo que lo hace esencialmente vulnerable a una crítica racional, como se argumenta en lo que sigue.
El recelo de las mentalidades conservadoras con las conquistas democráticas es tan antiguo como las democracias mismas. Se podría remitir hasta Platón e incluso Aristóteles, quiénes, a juzgar por las traducciones de sus textos, desconfiaban de la democracia porque esta favorecía el caos, o la entendían como una forma de gobierno degenerada. Más tarde, durante las épocas revolucionarias clásicas del periodo moderno, en Norteamérica y Francia, conservadores destacados como de Maistre y Burke deprecaban de la democracia por considerarla el gobierno de la gente no apta, o por implicar la posibilidad de la llamada ‘dictadura de la mayoría’ (Tocqueville 1835-1840).
En tiempos más recientes la democracia, a la manera griega, fue declarada virtualmente imposible por pensadores proclamados ‘realistas’, quienes la describen como un gobierno de élites (Mosca 1896, Michels 1927) o el mecanismo periódico para escoger entre candidatos especializados en hacer política (Schumpeter 1942). Aun antes de Schumpeter, Weber (1922) no dejó de advertir los problemas de burocratización que acompañaban a la democracia, abogando por un “cesarismo presidencial” que antecede al “cesarismo carismático” de Schmitt. Dahl por su parte, en los años cincuenta (1956), llegó a pensar que la democracia no podía ser más que un gobierno de varias minorías, amenazada ocasionalmente por la multitud.
Un hecho cierto es que las democracias realmente existentes no se alejan mucho de las descripciones ofrecidas por Weber, Schumpeter o Dahl. Ellas son la expresión acentuada de un representativismo exacerbado que ha colocado la política en manos de una ‘clase política’ minoritaria. Contra este modelo de democracia, descrita en la cultura europeo-anglosajona como ‘democracia liberal’, distante de una democracia de tipo helénico, es que el pensamiento conservador dirige sus lanzas. Pero su crítica no está dirigida contra las bases de su inautenticidad democrática, sino contra la ‘inestabilidad’, ‘indecisión’, ‘inseguridad’ e ‘impredecibilidad’ que esta generaría. Su cuestionamiento corre más o menos en la misma dirección de Platón y Aristóteles, sólo que el modelo de democracia criticado no es el antiguo sino el moderno. La preocupación mayor de los conservadores es la ‘ingobernabilidad’ de las democracias, un tema que se amplifica en la jerga autorizada más reciente de los teóricos de la casa blanca.
El pensamiento conservador no ha tenido regularmente mucho atractivo en la academia, aunque nunca ha desaparecido. En cambio, su presencia en los espacios de la política ha sido generalmente más notoria. Por ejemplo, en los años setenta en un conocido informe presentado a la denominada Comisión Tricontinental conformada por “ciudadanos destacados” (léase políticos e influyentes hombres de negocio) de Europa Occidental, Japón y Norteamérica, tres autores reconocidamente conservadores, Michel Crozier, Samuel Huntington y Joji Watanuki[5], caracterizaban como los mayores problemas de los gobiernos democráticos, la “anomia” y las “disfunciones” de las democracias, los excesos de expectativas y de movilización de las masas que “sobrecargan” a los gobiernos y el “fraccionamiento” de los intereses. Todo esto reduciría las posibilidades de actuación de los Estados y pondría en riesgo la “gobernabilidad”.
Como pocas veces, las conclusiones de estos autores no fueron directo a los anaqueles, sino que han servido de orientación, en los años siguientes, a las políticas internas y externas en especial durante los gobiernos de Reagan y Bush (padre). Desde entonces el pensamiento neo-conservador se instala oficialmente en la Casa Blanca, consolidado con las sub-siguientes administraciones de Bush (hijo), luego de Clinton. Neo-conservadores notorios han vuelto a ocupar los espacios de influencia de la política norteamericana, entre los más influyentes, Irving e William Kristol, Abraham Shulsky, David Cheney, Donal Rumsfeld, Paul Wolfowitz. A ellos se asocia el endurecimiento de la política norteamericana en temas como la ratificación del Protocolo de Kyoto, la política anti-migrantes, la guerra contra el terror, la ocupación de Irak y Afganistán, etc. La sectarización de la política norteamericana en estos y otros temas ha sido tan acentuada, contra los reclamos de la mayoría de naciones, que cada día son más los críticos que caracterizan la actitud norteamericana como propiamente imperial[6].
Las ideas de dos filósofos de la política europeos han sido particularmente útiles en la re-elaboración del discurso (neo) conservador: Carl Schmitt y Leo Strauss[7]. El segundo propiamente un seguidor de las ideas del primero desde sus años de estudiante en Alemania, autor de las Notas al El Concepto de lo Político, interesado como aquél en revivir la teoría Hobbesiana del estado colocando en el centro la “obediencia” hacia el poder[8]. Una mayoría de autores está de acuerdo en que las ideas Strauss rondan las prácticas de la casa blanca desde los tiempos de Reagan, aunque algunos autores discuten el peso de tal influencia[9].
La crítica de Schmitt se dirige contra el liberalismo democrático, porque este niega “lo político” pero ha fallado en eliminar lo político de la faz de la tierra[10]. “Lo político” sería una dimensión ineludible, anterior al Estado, por lo tanto se trata de abogar por su recuperación. Pero lo ‘político’ viene a ser una categoría no definida “exhaustivamente” por Schmitt[11]. En verdad, en el lenguaje de Schmitt se presenta como una categoría de la voluntad, antes que del razonamiento, expuesto en forma más bien algo esotérica. Algunos podrían entenderla como una invitación a la ‘lucha’[12] permanente entre ‘amigos’ y ‘enemigos’, o la recuperación del principio de obediencia consagrado por el Leviatán: Protego ergo obligo. O Quizás es simplemente el fundamento para restablecer el miedo como fuente de ‘lo político’. Acerca de este último ha escrito Strauss “…el miedo a la muerte, el miedo a la muerte por violencia, es [para Hobbes] la fuente de todos los derechos, la base primaria de los derechos naturales”[13]. Tanto en Strauss, como en Schmitt, hay un interés primigenio común en acudir al ‘realismo’ de Hobbes, como al de Macchiavello, influencias que resultan pivotales en la elaboración del discurso político de ambos autores.
Schmitt resulta atractivo para la visión conservadora, porque cuestiona la incertidumbre que el parlamentarismo ocasionalmente genera. Critica la pérdida de identidad de la política, en condiciones de un estado laico, que ha perdido toda ordenación religiosa, y la posible reducción de la política a una tecnología formal[14]. Schmitt equipara la democracia liberal con reglas constitucionales abstractas y procedimientos aparentemente formales para administrar el derecho, a la manera de Kelsen contra quién dirige varios de sus ataques. Reclama el momento de la decisión, el momento de la excepción jurídica, que a su juicio es el que funda el derecho. A favor de ello alega encontrar razones en su Teología Política (1934).
Strauss, por su lado, enfatiza el momento de la pérdida de sustantividad de la política que bajo el liberalismo se habría instalado. Una de las preocupaciones mayores de su obra es rescatar la moralidad de la política tras las huellas de la herencia platónica. Sin embargo, no se trataría, en rigor, de la búsqueda de una moralidad objetiva sino de una que debería ser entendida en función del poder. “En otras palabras, aquellos que están en el poder definirán lo correcto y lo bueno como lo crean apropiado”[15].
Es evidente que, por ambos camino, el discurso de la filosofía política se inclina a favorecer las condiciones para el ejercicio irrestricto del poder, personificado en el gobernante, en desmedro de las condiciones del derecho normalmente asociadas a las reglas constitucionales de las democracias. Desde este punto de vista, aunque puede pensarse ambas como una clase de teoría política, resulta discutible que puedan ser asumidas como teorías jurídicas. Volvemos sobre esto en lo que sigue.
2. La Política Schmittiana
Desde su Catolicismo Romano y Forma Política (1923), Schmitt expone la tesis, de raigambre Hobesiana, que será luego motivo de El Concepto de lo Político (1927), según la cual política es la elaboración de significado a través de la distinción de ‘amigos’ y ‘enemigos’. A juicio de McCormick, Schmitt “toma demasiado literalmente la afirmación de Weber de que la política envuelve la subjetiva elección personal entre Dios y el Demonio”[16].
Es posible que para el contexto de Schmitt, en la Europa de los años 30, tuviese cierto sentido imaginar la política a la manera del estado natural hobesiano, como la lucha entre el ‘bien’ y el ‘mal’. Sin embargo, una variable de contexto política es insuficiente para fundar una definición de lo político. La historia tampoco descarta escenarios descriptivos en donde la política alcanza condiciones para ser practicada no como la oposición bien-mal, sino como la resistencia pacífica (Gandhi), la desobediencia civil (Luther King), la aceptación de la diferencia (Philips, Benhabib), o el diálogo (Naciones Unidas)[17].
Por otro lado, incluso asumiendo que la política fuese en todos los casos la confrontación entre el ‘bien’ y el ‘mal’ – como en los tiempos bíblicos- de ahí no se sigue de inmediato una filosofía práctica orientada al aniquilamiento irreflexivo del adversario, ni a una utilización exclusiva de los métodos de guerra, ni a una política fundada regularmente en la excepción. El momento de la deliberación Habermasiana, incluso en esa perspectiva, no quedaría de por sí eliminado. Siempre será necesario apelar a algún tipo de argumentación aunque sea para decidir –razonablemente- si algo es el ‘bien o el ‘mal’, o, por supuesto, el tipo de sanción que el “mal” podría merecer. A menos que se asuma que quien asume el poder está desde ya discrecionalmente autorizado a decidir por sí mismo cuándo y a quiénes colocar la etiqueta de “enemigos”.
Este problema revela una de las carencias epistemológicas claves – o supuestos dogmáticos, leído desde la perspectiva ideológica- en la exposición de Schmitt. Las decisiones serían para contener el mal, pero ¿debemos asumir que el bien y el mal vienen epistemológicamente definidos de antemano, quizás en algún lugar secreto de la ‘teología política’? Si no es así, quién es el que está autorizado para definir el ‘bien’ y el ‘mal’?[18] Por otro lado, ¿sobre qué base se puede decidir si quién está en el poder tiene el derecho de usas las armas, y para defender cuáles intereses? La respuesta Schmittiana sería posiblemente que tales atributos están otorgados por definición en manos del dictador, porque dictator est qui dictat. Y Soberano “... es aquél que decide en la excepción”[19]. El soberano “decide si hay una extrema emergencia así como qué debe hacerse para eliminarla”[20].
Strauss por su lado, quizás argüiría que están autorizados para perseguir el mal aquellos que están “del lado de Dios”, como en la famosa guerra del Peloponeso descrita por Tucydides, en donde el pensamiento conservador parece encontrar el motivo para celebrar el triunfo de los Dioses de Esparta sobre la democracia de Atenas[21].
“De acuerdo con la formulación de Schmitt –Dice McCormick- en todos los casos de emergencia, parecería necesario recurrir a una institución unitaria que tenga monopolio en las decisiones, de tal modo que ninguna confusión ni conflicto surja”[22] Característico de este argumento es su trabajo El Guardíán de la Constitución (1931) en el cual su defensa del liderazgo carismático absoluto termina de definirse. La soberanía estaría personificada en el Reischspräsident, a partir de lo cual el camino para la defensa del Tercer Reich está allanado. Hacia 1934 Schmitt autoría el artículo “El Führer Protege el Derecho” en donde se muestra más explícito en condenar las amenazas paramilitares al poder de Hitler que en condolerse por el asesinato de civiles durante la llamada “noche de los cuchillos largos” (30 de junio de 1934)[23].
E.H Nieto entiende que la decisión de Schmitt de adherir al Führer es prueba de la convicción Hobbesiana de aquél: sumisión “a cambio de seguridad’. Sin embargo, la versión de Bendersky es que la devoción al régimen hitleriano se mantuvo por Schmitt a pesar de ser desplazado de la condición de principal Jurista del Reich, incluso cuando su vida se vio circunstancialmente amenazada por los servidores del régimen[24].
McCormick ha hecho notar también que la adhesión a la “soberanía del dictador”, constituye un punto de abandono por Schmitt de la postura sostenida en un trabajo temprano de 1921, Die Diktatur, en donde Schmitt se refiere a la dictadura romana como una institución de emergencia para preservar la República en tiempos de aguda crisis[25]. Allí también critica el uso de la dictadura como medio tecnológico así como la perpetuación de la misma por el naciente comunismo ruso[26]. Sin embargo, en Teología Política la dictadura se convierte en la excepción permanente. Schmitt introduce la idea de dictadura ‘soberana’, la cual es postulada como el poder de suspender y cambiar en forma perpetua el orden político en nombre de un inaccesible “pueblo” y “una noción escatológica de la historia”[27].
Este paso significa también que Schmitt asume una postura romántica, existencialista o ‘estética’ de la política que antes, en Catolicismo Romano, había criticado. La voluntad es colocada en el centro de la política. Schmitt renuncia a la separación de poderes porque esta paraliza al estado y oscurece quién es el soberano[28]. A esas alturas, ha escrito McCormick, Schmitt fabrica “en el lenguaje del anticristo el mito cuasi-Nietzcheano de la élite europea forjando sentido a través del combate político-cultural contra la Rusia soviética”[29].
Schmitt tiene seguramente razón cuando mantiene que el Estado que no puede declarar la excepción no es Estado, pero sólo bajos ciertos supuesto -como en el caso suyo de naturaleza teológica, y por lo tanto inmune a la crítica de los hombres- puede suponerse que se trata de una excepción en su pureza de “dictadura soberana”, exceptuada de todo control democrático o de todo control racional. Por consecuencia, lo que se obtiene, en estricto, de la emotiva posición de Schmitt no es una teoría de la excepción sino un puro decisionismo político. La excepción carece de la posibilidad de algún control racional. Esto ocurre porque la política schmittiana no afirma ningún tipo de valores, sino el criterio del gobernante, y por lo tanto propiamente confirma la política como la expresión de los intereses, jerarquías y condiciones de poder instaladas en el Estado[30]. En definitiva conduce a la afirmación de la voluntad autoritaria como la que sobrevino con el Tercer Reich, eventualmente el tipo de “estado excepcional” que tendría que ser tomado como el modelo de soberanía que su teoría se mostraba interesado en defender.
Existe una preocupación ‘realista’ en Schmitt pero su teoría no puede evitar sucumbir ante sus creencias ideológicas que se revelan no sólo en el rol normativo que asigna a la voluntad pura, sino en las varias mutaciones teóricas que se descubren en su obra. El estudio de John McCormick, que aquí venimos citando, es relevante en esa dirección. A diferencia de lecturas apologéticas (pocas por lo demás) y de las numerosas lecturas críticas, McCormick revisa a Schmitt en los propios términos de su teoría, y descubre su paso de crítico de la tecnología moderna y del romanticismo, a abogado de la tecnología dictatorial y del existencialismo del líder. Más adelante, de enemigo del pluralismo intenta pasar como una suerte de liberal interesado en la defensa del individuo, la reciprocidad y el debido proceso, después de la guerra[31].
Esto no significa, por supuesto que el modelo de política defendido por Schmitt sea por completo inexistente. Al contrario, es posible que ese tipo de política sea denominador común en varias proclamadas democracias actuales. Sin embargo, ello no abona lo suficiente como para coronarla en “el concepto de la política” ni para asumirla como un postulado normativo deseable.
Schmitt, como Strauss, se ocupan indudablemente de problemas relevantes de la política, entre ellos de las insatisfacciones de la democracia parlamentaria, con la posibilidad de que el conflicto no pueda ser eliminado a través de la mediación de los representantes. Sin embargo del reconocimiento del conflicto, y la posibilidad del mal, así como de las limitaciones de la democracia liberal, no se deduce que la soberanía debería rendirse a manos de una figura autoritaria, encargada de decidir por sí misma lo bueno y lo malo, y de asumir el rumbo de la política por su cuenta. Desde ese punto de vista, se puede intentar creer que tanto a Schmitt como a Strauss, no les interesaba la guerra sino el orden[32], pero la tecnología política que proponen lleva implícita la posibilidad de la guerra y el derramamiento de sangre permanente. La historia de la Alemania de los años 30 y de la Norteamérica de los días que corren puede servir de prueba.
3. Excepción y Decisión
La manera en que Schmitt vincula la excepción con el milagro teológico[33] es sin duda iluminante. Sin embargo, podríamos concordar en que fundar una teoría de la excepción a través de las metáforas bíblicas puede ser un ejercicio inagotable. La principal dificultad, sin duda, es que en las posibilidades bíblicas epistemológicamente cabe de todo: el conocimiento y la ignorancia, el bien y el mal, el castigo y el perdón, el heroísmo y el sacrificio, la esclavitud y la libertad, la guerra y la paz. Resultará por ello virtualmente imposible encontrar una justificación estable para algo, con independencia de una convicción de fé que no puede cuestionarse en la vida, pero resulta inestable para una fundamentación teórica.
Sin embargo, no es la única forma en que puede fundamentarse una teoría de la excepción. En contra de Schmitt, no hay razones para pensar que la excepción sea incompatible con la política liberal democrático, incluso dentro de las reglas constitucionales que Schmitt podría haber considerado ‘tecnologías formales’. McCormick recuerda que la crítica schmittiana al liberalismo de Locke es ilegítima, en tanto en el constitucionalismo del autor inglés hay una noción relacionada con el actuar por encima o contra el derecho en tiempos de ocurrencias impredecibles[34]. Es cierto que la definición de los tres poderes de Gobierno, en Montesquieu, parece estar motivada en la intención de de-discrecionar la política, una aspiración compartida por ciertas versiones de positivismo legalista que parecen creer posible la exclusión de la voluntad de las decisiones jurídicas en el momento judicial. Sin embargo la evolución del constitucionalismo liberal y social, así como el positivismo más razonable, prueban que las corrientes liberal democráticas no son incompatibles, per se, con el desarrollo de una teoría y una práctica de la excepción (lo que no significa, por supuesto, que las soluciones que ofrecen sean en todos los casos las más deseables).
Desde cierto punto de vista, se puede entender incluso que el liberalismo democrático tiene a la excepción en el centro, como el principal problema a resolver para lograr la estabilidad política, dado que la ‘excepción’ ha sido precisamente la fuente de mayor incertidumbre política en particular a lo largo de los siglos XIX y XX. En tal sentido se puede pensar que su ‘tecnología’ está dirigida justamente a controlar la excepción, aunque no pueda eliminarla.
Es sabido que Kelsen se refiere a un problema semejante en torno a la indeterminación de las normas judicial en su teoría dinámica de las normas (Kelsen 1960). Kelsen no elimina un posible momento de discreción judicial en la interpretación de las normas del orden jurídico; más aún cree que en ciertos límites de indeterminación el intérprete es libre para decidir la solución al caso[35]. En tiempos más recientes, las corrientes de la argumentación racional, que responden al debate entre creación e interpretación jurídica, tampoco proponen eliminar el momento de la decisión de la racionalidad jurídica judicial (sin hablar de la racionalidad legislativa en donde, por supuesto, la discrecionalidad es incluso mayor). Su exigencia central será, yendo más allá de las explicaciones de Kelsen y Hart, que cada decisión –aun cuando no pueda probarse como la respuesta correcta para el caso- deba ir respaldada en adecuadas razones de justificación (Atienza 1992).
En general, la idea de que el Liberalismo democrático escamotea el problema de la decisión quizás puede ser cierta para un liberalismo pensado en negativo, en el que se le pide al estado el máximo de indecisión posible (Nozick 1974); pero no puede decirse lo mismo del liberalismo de Locke o del de Jhon S. Mill o de T.H, Green, por ejemplo. En especial en las teorías de estos dos últimos autores se le concede al Estado un incremento de decisiones que se hallan en la base del llamado Estado del Bienestar (Welfare State).
Es cierto que la teoría de Kelsen, en tanto de-sustancia el derecho y lo hace descansar en una norma puramente hipótetica –sumado al relativismo valorativo del que finalmente el distinguido jurista no pudo librarse- puede generar un efecto angustiante, por la dificultad de encontrar un fundamento sustantivo confiable al cual apelar en especial en situaciones de emergencia, o “casos difíciles”, como diría Hart. Sin embargo, el efecto de la teoría kelseniana, en esas condiciones sería el de colocar el derecho como herramienta de cualquier decisionismo[36], y por lo tanto no tendría que haber sido blanco de los ataques de Schmitt. Parecería más bien, como indica McCormick, que la crítica de Schmitt al tecnicismo positivista abstracto, que en el fondo alberga la posibilidad de un voluntarismo abstracto[37], es sólo una estrategia para dar paso a una nueva forma de dominación centrada en aquel momento, en el líder carismático no bolchevique.[38]
Por lo demás, el excepcionalismo, existe en la mayoría de democracias constitucionales, bajo características cercanas a un modelo de dictadura ‘comisarial’, en el sentido romano, dentro de la Constitución y limitada por los derechos reconocidos. Con pocas excepciones, en las Constituciones Liberales y Sociales, existen instituciones de excepción autorizadas ex ante, como en las figuras de los estados de excepción, legislación delegada, decretos de urgencia, declaratoria de guerra, desobediencia civil y derecho de insurgencia.. También son reguladas ex post bajo las teorías que intentan fundamentar la vigencia constitucional de los ‘decretos-leyes’ que provienen de regímenes de facto o los mecanismos de responsabilidad política (Accountability).
En tal sentido es válido concluir con McCormick que la crítica de Schmitt a la excepción “no revela nada, excepto quizás que los liberales de los siglos XVIII y XIX fueron políticamente ingenuos acerca de las emergencias constitucionales; y quizás que las constituciones y sus autores no son omniscientes”[39]. Tampoco, el problema de la excepción puede ser entendido como superior al de la Constitución, aspecto que fue ya observado por Kelsen, en su respuesta a Schmitt, por reducir la Constitución a los poderes de emergencia del artículo 48 de la Constitución de Weimar.
4. Excepción y realidad
Uno no puede dejar de estar de acuerdo con el reclamo “realista” de gobernar, y por consecuencia administrar el derecho, teniendo en cuentas las circunstancias reales. Pero para el realismo conservador la única realidad existente parecer ser la del hombre malo Hobessiano; y la única política ‘realista’ aquella que favorece a la voluntad autoritaria. La cuestión reside, por supuesto, en las varias realidades que se debe tener en cuenta.
El realismo conservador apela a las fórmulas de excepción, en los tiempos actuales, para hacer frente a la amenaza del terrorismo. Sin embargo, más allá de las dimensiones reales o contingentes del terrorismo, esta no es, por supuesto la única ‘realidad’ que amenaza a las sociedades del mundo, ni tampoco la única a la que las democracias están obligadas a dar una respuesta efectiva. Algún tipo de respuesta realista, posiblemente también excepcional, tendría que darse, en otros casos, a los problemas de la suba acelerada de los precios del petróleo, la seguridad alimentaria gravemente amenazada por el agotamiento del petróleo, los migrantes expulsados de los países del norte, los desplazados por las guerras, la gravedad apocalíptica del cambio climático, la extinción acelerada de especies, la ocupación de Guantánamo o los propios sucesos de la ocupación de Irak. Todos ellos son urgencias actuales de la sociedad global
Los problemas de la excepcionalidad se plantean, entonces, no sólo para las democracias como la norte-americana que se siente amenazada por presuntos fundamentalismos religiosos externos; sino también para la comunidad global, y por supuesto también para los países en donde las democracias no logran dar respuestas satisfactorias al conjunto de problemas referidos, además del hambre, la pobreza, la violencia interna o la depredación de los recursos naturales.
Se puede decir entonces que, cuando la crítica conservadora de la democracia se despreocupa de los problemas de la injusticia global y de las sociedades empobrecidas, y se afirma como un decisionismo a favor de las políticas de guerra de un Estado, en ese punto deja de ser neutral. Su conservadurismo deja de ser inocente y adquiere un matiz característicamente sectario, cuando no reaccionario, dirigido a aumentar los atributos del poder puro, por lo demás del Estado más poderoso del mundo. Las ideas de derechos de las personas y de las comunidades quedan en suspenso, al tiempo que la soberanía como derecho de los Estados menores se reduce drásticamente. La crítica neo-conservadora de la democracia no persigue entonces la profundización de la democracia sino su radical supresión.
Por otro lado, en el punto en que la teoría de la excepción se convierte en instrumento de legitimación del poder político arbitrario, deja de ser imparcial y por lo tanto deja de ser una teoría jurídica. Un derecho razonable necesita promover las condiciones de imparcialidad para todos los miembros de la comunidad política, so pena de dejar de ser tal.
5. ¿Derecho Penal de Cuál Enemigo?
Las reflexiones del profesor E.H. Nieto sugieren una línea de fundamentación común que llevaría desde la idea del ‘milagro teológico’ a través de los conceptos de ‘decisión’, ‘excepción’, ‘dictadura constitucional’ y ‘derecho penal del enemigo’ a los cuales alude en su artículo citado. Es cierto que estas expresiones hacen referencia a problemas que podrían pensarse similares en la filosofía política y jurídica, pero quizás el paso de uno a otro concepto no es inevitable. Por ejemplo, antes ya sugerimos que pasar del ‘milagro bíblico’ a la ‘excepción’ puede tener un efecto metafórico, pero no resulta una base sólida para justificar la excepción.
Por otro lado, el problema de la decisión se presenta en el nivel político, pero también – como ya vimos- en el nivel judicial, constitucional y legislativo; y en estos tres últimos casos no se puede pensar que una teoría de la decisión - en sentido diferente a la de Schmitt- esté necesariamente reñida con un modelo liberal-democrático, o incluso positivista, de Estado. Lo mismo ocurre con el concepto de “excepción” que puede ser trabajado en el marco de la teoría democrático-liberal sin ser urgidos de buscar una teoría que suspenda el derecho y dé paso a la pura voluntad. En cambio el concepto de ‘dictadura constitucional’, podría ser auto-contradictorio en la medida en que, por definición una Constitución supone algún tipo de control de poderes (Aragón 1987), y por lo tanto la imposibilidad de una ‘dictadura’ en sentido propio. Cualquier excepción en el marco de una Constitución y de la teoría democrática, necesita de todos modos estar sujeta a algún tipo de control anterior o posterior.
En cualquier caso, en el contexto de una teoría – y no de una práctica pura- la ‘excepción’ sólo puede ser admisible frente a la primacía de una regularidad, de un orden, o de una norma, puesto que si no hubiera orden tampoco habría ‘excepción’. El orden tendría que ser además necesariamente algún tipo de orden democrático, puesto que si el orden de referencia fuese la dictadura permanente, la excepción será imposible, no podría ser permitida so pena de dejar de ser tal. Desde allí, tampoco hay forma de pasar al concepto de ‘derecho penal del enemigo’. El primer concepto compromete una excepción en ciertas reglas del ordenamiento vigente; el segundo parece implicar un cuestionamiento a la idea misma de derecho en tanto orden universal: ya no sería tanto una ‘excepción’ cuanto otro ‘orden’, en condiciones de una sociedad construida para los ‘amigos’, con exclusión de los ‘enemigos’.
A nuestro juicio este viene a ser el efecto inevitable de la distinción radical entre amigo-enemigo. La política Schmittiana necesita ontologizar esta distinción, esencializar el bien y el mal, para poder justificar luego el paso a la dictadura y la aplicación de reglas distintas para quienes son nominados como enemigos del Estado. A su turno un “derecho penal del enemigo” necesita asumir que el enemigo es un grupo social externo y predefinido, y por lo tanto indigno de ser tratado bajo las reglas de un derecho penal universal. De este modo se reintroducen la sospecha y la peligrosidad como categorías penales, y queda abierta la posibilidad de no reconocer derechos al enemigo y tener “la clase de elite política que promueve la práctica de la tortura en prisiones secretas en el exterior y la suspensión de derechos constitucionales en el interior”[40]. La única justificación para un tal derecho tendría que ser el straussiano argumento de que las sociedades que están del lado de Dios no pueden sobrevivir si no se defienden de sus enemigos internos.
Schmitt, por supuesto, no ofrece un criterio para la distinción ‘amigo-enemigo’, si bien asume que esta es una distinción inevitable en política, En tal sentido, como diría Pasquino, el enemigo de Schmitt es ontológico, hay que asumir que existe; pero no es epistemológico, porque no hay forma de conocerlo en la medida en que, como asumía Hobbes, cada quién es dueño de sus miedos, cada quién define su enemigo, y eso desemboca en la guerra de todos[41]. Eso justifica la sumisión al gobernante quién desde entonces es el dueño de la voluntad política. Por tanto, debe entenderse que quienes tienen el derecho de establecer la diferencia amigo-enemigo son inevitablemente los gobernantes del Estado.
Este podría verse como un criterio extremadamente narcisista, basado en la negación de las posibilidades del otro de responder a los juegos de etiquetamiento estableciendo su propia diferencia. Si los sucesos de las torres gemelas autorizan a establecer un “derecho penal del enemigo”, ¿cómo deberían reaccionar países agredidos como Afganistán o Irak? ¿Tendrían el mismo derecho países como Corea del Norte, Cuba, China u otros países con regímenes diferentes, a establecer su propio “derecho penal del enemigo”? ¿Cómo sería posible, en esas condiciones, la comunicación racional entre las sociedades globales? ¿Quién sería el ‘verdadero enemigo’ en esas condiciones? En ese escenario lo evidente es que no tendríamos siquiera el mundo Hobessiano al que originariamente aspiraban Schmitt y Strauss, en el que los estados podrían ofrecer una cierta paz y seguridad a sus ciudadanos a cambio de su obediencia, sino todo lo contrario: un estado de guerra permanente contra todos los declarados enemigos por cada Estado. O por todos aquellos que estén dispuestos a extender los juegos de la criminalización política a la manera inspirada por los Estados Unidos.
Las explicaciones de Jakobs tampoco escapan a esta crítica. Jakobs introduce la noción de ‘derecho penal del enemigo’ ya en los años ochenta inicialmente para distinguir, en caso excepcional, el ‘derecho penal del ciudadano’ y el de los ‘enemigos’. Sin embargo el derecho penal del enemigo estaría formado por “aquellos tipos penales que anticipan la punibilidad a actos que sólo tienen el carácter de preparatorios de hechos futuros”[42]. Es decir se trataría de aumentar la actuación preventiva del sistema penal, pero el derecho del “enemigo” estaría desde ya incluido en los tipos del código penal, especialmente en aquellos delitos usualmente llamados de peligrosidad. Por tanto, se trataría de dos tendencias que se traslapan en un solo contexto jurídico[43]. No obstante, en trabajos posteriores Jakobs parece pensar que la separación de ambos derechos es posible, para evitar que se entremezclen, lo que presuntamente le daría ventaja al estado para declarar al enemigo[44].
A diferencia del derecho penal democrático que es ante todo un derecho de acto (aunque marginalmente de autor, sobretodo en el momento del juicio de culpabilidad), el derecho del enemigo sería esencialmente un derecho de autor desde la propia configuración del tipo, dirigido a la eliminación preventiva de fuentes consideradas peligrosas. Además estaría dirigido no tanto contra individuos, sino principalmente contra grupos definidos como peligrosos. Es claro entonces que estamos ante un ‘derecho’ que pierde cualidades garantistas básicas en el trato a los individuos. La noción de ‘derecho penal del enemigo’, si se piensa como un derecho excluido de las garantías del derecho penal ordinario, no puede probar la condición de imparcialidad y el respeto a la igualdad jurídica. Abre enseguida la posibilidad de que los Estados puedan manipular arbitrariamente el derecho de acuerdo con la calificación política que estos hagan de sus ‘enemigos’. Camina entonces a convertirse en una metáfora encubridora del ejercicio de poder puro. Es difícil pensar que Jakobs esté dispuesto a utilizar la noción que propone de una manera tan brusca y arbitraria, por fuera de las razones jurídicas y del sistema de lenguaje en el que se ha construido la noción de derecho.
Por otro lado, la propuesta de Jakobs reduce las posibilidades de distinguir entre el delincuente y el enemigo político. Si el “derecho penal del enemigo” se aplica contra “enemigos” que no han causado en el momento daño alguno – por fuera de los casos de tentativa, actos preparatorios u omisión de deberes, desde ya considerados en los códigos- la única posibilidad de justificación es argüir que se ha decidido reducir sus derechos en razón a las opiniones, pensamientos, creencias o ideologías que profesen. Pero esto por supuesto no es una justificación. El Derecho penal del enemigo se volvería entonces peligrosamente instrumental a la voluntad de etiquetamiento del poder político, económico y militar, con la alta posibilidad de conducir a las democracias liberales hacia prácticas represivas semejantes a las conocidas durante la primera mitad del siglo pasado. Sin duda el punto de partida de la persecución nazi fue la definición de los ‘enemigos’ del estado, así como las deplorables purgas del estalinismo tuvieron en su base la definición de los ‘enemigos’ del poder soviético[45].
6. De las reales urgencias democráticas
Si trasladamos las preocupaciones de Schmitt al contexto actual quizás podríamos convencernos con mejores argumentos de la impertinencia de acudir al rescate de sus teorías. El problema actual parecer ser más bien el reverso: el abuso de los poderes de emergencia. Pasa lo que, según McCormick, le pasó también a Schmitt, quién enfiló contra el ‘formalismo abstracto’ de las reglas, en el mismo momento en que el derecho era eclipsado por el autoritarismo. Lo mismo puede estar ocurriendo ahora. Se intentar revivir las teorías del autoritarismo en el mismo momento en el que autoritarismo campea en varios frentes de las democracias globales. Piénsese en Afganistán, en Irak, las políticas anti-migrantes, las amenazas contra Irán y Corea del Norte, las prisiones de Guantánamo. En verdad, no parece haber necesidad de una teoría de la soberanía autoritaria en esas condiciones.
Con independencia de que la teoría decisionista pueda tener acogida, o no, la crítica conservadora parecería estar reclamando un decisionismo aún mayor para un Estado que de hecho recurre permanentemente a la excepción, en particular en política internacional, y lo ha hecho durante repetidas circunstancias de la historia. Se sabe de la negativa de los Estados Unidos a suscribir o ratificar importantes Acuerdos Internacionales como el Protocolo de Kyoto, La Convención del Mar, la Convención sobre Diversidad Biológica, etc. Sin hablar de las numerosas resoluciones de Naciones Unidas que no acata, y por supuesto de las decisiones de intervención abiertas, o encubiertas, que practica por su cuenta, en todos estos años[46].
Desde la perspectiva de los gobiernos en nuestros países, las actuaciones de excepción tampoco son escasas. Parecería una ironía insistir en políticas de excepción cuando el país acaba de salir de otra excepción dictatorial como la del infausto gobierno de Fujimori, para quién el estado constitucional no significó ninguna ‘formalidad’ limitante, ni por supuesto el sistema de derechos. En cierto sentido se podría decir, incluso, que los gobiernos democráticos manejan de corriente el país por el método de la ‘excepción’, si se piensa, por ejemplo en la frecuente abdicación del parlamento a su deber de legislar, bajo la figura de la delegación de facultades legislativas a favor del ejecutivo (de la que han hecho extensivo uso los sucesivos gobiernos de Belaúnde, Alan García, Fujimori y de nuevo ahora García). Estados de emergencia se convierten a menudo en permanentes en importantes zonas del país; o se declara de ordinario la ilegalidad de las protestas sociales; o se autoriza el ingreso frecuente de tropas extranjeras o se aprueba la intervención de las fuerzas armadas para casos que no son precisamente los considerados en la Constitución y las leyes.
Surge entonces la duda si el discurso Schmittiano es todavía necesario y necesita ser reavivado, o es que en la práctica el decisionismo existe y consume por exceso a las democracias representativas contemporáneas. La pregunta fundamental es si el problema más apremiante para las democracias del mundo es el de favorecer una teoría de la excepción aun más discrecional que la incluida en los textos constitucionales, o si por el contrario lo que hace falta son mecanismos de control más eficaces sea para evitar la actuación arbitraria de los gobiernos y de la llamada “clase política”. O para motivarlos a actuar con efectividad frente a problemas tan urgentes y tan graves como los de la extrema pobreza o la amenaza apocalíptica del calentamiento global, por ejemplo.
En respuesta a los atentados del 11 de Setiembre, y al amparo de teorías como las de Schmitt y Strauss, Norteamérica reclama los más amplios poderes de excepción para combatir el terrorismo en el mundo. Hay sin embargo, hechos cruciales que necesitan tomarse en cuenta antes de dar una rápida aprobación a esa demanda. Las varias evidencias que se van acumulando – en particular numerosos videos no oficiales- muestran que las torres – así como el edificio 7 no impactado por avión alguno- sufrieron un proceso de co-demolición interna controlada, motivo por el cual se desplomaron en cuestión de segundos. Acerca de esto ni el Gobierno de Bush ni la Comisión Investigadora formada para el caso, han alcanzado todavía explicaciones coherentes[47]? ¿Debemos creer realmente que el problema de las democracias actuales es el de la ‘excepción’, o más bien el control democrático efectivo del comportamiento de los Gobiernos?

[1] H.H. Nieto, Derecho y Emergencia. En Revista El Derecho. Edición 308. Año XCII. Colegio de Abogados de Arequipa. Diciembre del 2007. También Derecho Penal del Enemigo. http://eduardohernandonieto.blogspot.com/2008/01/derecho-penal-del-enemigo.html (24.08.08)
[2] En el final, su consejo será “que no resulta adecuado insertar las acciones de la administración Bush dentro de los márgenes del “derecho de emergencia” propuesto por Schmitt, Rossiter y Jakobs”,
[3] Véase, E.H. Nieto. Pensando Peligrosamente: El Pensamiento Reaccionario y los Dilemas de la Democracia Deliberativa. Fondo Editorial de la Universidad Católica del Perú. Lima. 200
[4] El conservadurismo puede tener también tener otra dimensión razonable, en contraste con la defensa de una democracia puramente procedural: la necesidad de afirmarse en alguna sustancia que permita orientar los fines de la vida, aunque con frecuencia es proclive a pensar esa sustancia de modo dogmático, o a exigir su imposición por métodos dictatoriales.
[5] M. Crozier, S.P Huntington, J. Watanuki. 1975. The Crisis of Democracy. Report on Governavility of Democracies. New York University Press.
[6] Véase, Bacevich A.J. American Empire: The Realities and Consequences of U.S. Diplomacy, Harvard University Press, 2002. Hall Tony y Hall Anthony, The American Empire and the Fourth World: The Bowl With One Spoon, McGill-Queen's University Press,2003. Howard Zinn, Paul Buhle, Mike Konopacki. A People's History of American Empire. Metropolitan Books, 2008. Perkins. John, The Secret History of the American Empire, First Plume Printing, 2008. Griffin D.R and Scott Peter Dale, 9/11 and American Empire (Volume I) Intellectuals Speak Out. Interlink Publishing. Ferguson, N. 2005, Colossus: The Rise and Fall of the American Empire, Penguin Books, London, Ferguson, N. 2006.
[7] E.H. Nieto es posiblemente el mejor conocedor nacional de las obras tanto de Carl Schmit como de Leo Strauss. Nuestra erudición por supuesto no da para tanto. En cambio trataremos de asumir la crítica al pensamiento conservador con algunas ideas de la historia y de la teoría política.
[8] John McCormick, Carl Schmitt’s Critique of Liberalism. Against Politics as Technology. Cambridge University Press. 1997. p. 20.
[9] Por ejemplo, Zucker Michael and Catherine. 2006. The Truth About Leo Strauss. The University of Chicago Press.
[10] Strauss, citado por Schmitt op. Cit. P. 84.
[11] Strauss, citado por Schmitt op. Cit. pp. 85- 87.
[12] Rossi en J. Dotti y J. Pinto, Carl Schmitt, Su Época y su Pensamiento. Eudeba. Argentina 2002: 66
[13] Strauss, citado por McCormick, op. Cit, p. 259
[14] Véase, MacCormick, op. Cit.
[15] Véase, Shadia Drury. Leo Strauss and the American Imperial Project, en Revista Political Theory. Volume 35 Number 1 February 2007 62-67.
[16] McCormick op. Cit,
[17] Algunos autores podrían encontrar cierta similitud entre la definición de Schmitt y las ideas de Marx, quién describía la política como “lucha de clases”. Pero Marx es consciente de estar ubicado en una política histórica, sujeta a condiciones históricas, lejos de entender esta como una lucha eterna y encasillada entre el ‘bien’ y el ‘mal’. Su definición de la política es histórica, lejos por supuesto de ser teológica.
[18] Quizás, como diría Cristo, quién es el que está autorizado a tirar la primera piedra?
[19] C. Schmitt. Political Theology: Four Chapters on The Concept of Sovereignity. Translated by George Schwab. Camdrige Massachussets: MIT Press. 1985. P. 5
[20] Idem. p. 7
[21] Drury loc. Cit. P. 65. O como en la célebre advertencia de Bush a elegir entre ‘América’ o el ‘eje del mal”, después del desenlace de las torres gemelas.
[22] McCormick op. Cit. P. 137
[23] McCormick 1997: 266-267
[24] Véase, Joseph Bendersky. Carl Schmitt Theorist for the Reich. Princeton University Press, 1983. Pp. 263-264.
[25] McCormick op. Cit. P. 121
[26] Este sentido lo emparenta, en aquel momento, con el de Machiavelo, quien en algunos lados entiende que la dictadura no es tiranía, ni dominación absoluta sino un medio para proteger la constitución republicana
[27] McCormick op. Cit. P. 133
[28] McCormick, op. Cit., p. 137.
[29] Idem p. 117.
[30] La diferencia con Marx, no puede subestimarse. Para Marx la política es expresión de intereses económicos pero no en un sentido conceptual, sino en el contexto de la sociedad burguesa. Por lo demás, bajo ese concepto, Marx se mueve en un plano fundamentalmente descriptivo, a diferencia de Schmitt cuya orientación es fundamentalmente normativa.
[31] Véase C. Schmitt. Plight of European Jurisprudence, Lecture. 1944.

[32] Fernández Vega, en Dotti y Pinto. Op.cit. p. 43.
[33] Véase. C. Schmitt. Political Theology. Four Chapters on the Concept of Sovereignty. Translated by George Schwab. Cambridg. [1985]1934. P. 37.
[34] McCormick, Op. Cit, p. 149.
[35] Por esa razón algunos han llegado también a recusar a Kelsen de ‘decisionista’, aunque en su caso se trataría claramente de un decisionismo restringido en el contexto del Derecho. Por lo demás el “decisionismo” de Kelsen resulta fuertemente contrabalanceado por su defensa de la libertad y de la democracia, así como por su convicción de la posición inviolable que tiene la Constitución como norma suprema.
[36] Que el positivismo (no sólo el de Kelsen, sino el de Hart) desvinculado de una teoría de la democracia constitucional, y de una teoría sustantiva del derecho, puede convertirse fácilmente en un instrumento decisionista, particularmente de las dictaduras, antes que de las democracias, es algo que puede verificarse con frecuencia en la historia latinoamericana.
[37] “el positivismo legal, a través de su famosa separación de derecho y norma, es apto para aceptar que cualquier cosa que sea legislada con base en las elecciones es necesariamente correcto”. McCormick, op. Cit. Pp. 216-217.
[38] McCormick op. Cit. P. 207.
[39] McCormick, op. Cit, p.153
[40] S. Drury, loc. Cit. P. 65.
[41] C. Pasquale, citado por McCormick, op. Cit. p. 254.
[42] C. Víquez. Derecho Penal del Enemigo, ¿Una Quimera Dogmática o un Modelo Orientado al Futuro?, Política Criminal, No. 3, 2007, p. 2.
[43] Idem. p. 5
[44] G. Jakobs en G. Jakobs y Manuel Cancio Meliá, Manual de Derecho Penal del Enemigo, Madrid, Civitas, 2003, p. 56.
[45] Es interesante observar, por otro lado, que cuando los sistemas “decisionistas” – como los que surgieron de las revoluciones socialistas, buscaron afirmarse sobre la base de un derecho de “clase”, “dictadura transitoria”, o excepción política contra sus enemigos políticos, las democracias capitalistas dirigieron contra ellos los argumentos de la universalidad de los derechos humanos, el estado de derecho, la defensa de la libertad, y otros. En cambio cuando ahora las democracias occidentales son asediados por presuntos enemigos externos, reclaman la posibilidad de una definición política del enemigo y de un derecho punitivo especial dirigido contra ellos. Schmitt mismo defendía al decisionismo del Reich pero combatía el decisionismo soviético.
[46] Algunas de las intervenciones arbitrarias de USA que podrían citarse son: China (1945), Grecia (1947), Filipinas (1945), Corea del Sur (1945), Albania (1949) Irán (1953), Guatemala (1953), Indonesia (1957), Viet Nam (1950), Camboya (1955), Congo/Zaire (1960), República Dominicana (1963), Indonesia ( 1965), Chile (1973), Nicaragua (1978), Granada (1979), Libia (1989), Panamá (1989), Irak (1990), Afganistán (1979), Haití (1987), Yugoslavia (1999), Irak (2003), entre las más visibles. En su artículo citado, Eduardo Hernando Nieto refiere también que, por ejemplo “un Presidente como Franklin D. Roosevelt…justamente llevó a la práctica el modelo de la excepción”.
[47] En contraste con la teoría oficial de la conspiración externa sobre los atentados, puede verse, David Ray Griffin. 2008. New Pearl Harbor Revisited. Interlink Publishing. David Ray Griffin .9/11 Commission Report: missions and Distortions. A Critique of the Kean-Zelikow Report. Olive Branch Press. , Sut Jhally and Jeremy Earp. Hijacking Catastrophe 9/11, Fear and the Selling of American Empire. Olive Branch Press. Philip Shenon. The Commission: The Uncensored History of the 9/11 Investigation. 2008. Hachete Book USA.