Mostrando entradas con la etiqueta Modernidad. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Modernidad. Mostrar todas las entradas

martes, 13 de noviembre de 2007

Una Breve Historia de la idea del Progreso


Artículos de Metapolítica


Alain de Benoist

La idea de progreso aparece como una de las bases teoricas de la modernidad. Hasta hace poco se le consideraba, no sin razón, como la verdadera "religión de la civilización occidental". Históricamente, esta idea se formulo en torno a 1680, en el marco de la discusión que oponia a los antiguos y los modernos, en la que participaron Terrasson, Perrault, el abate de Saint-Pierre et Fontenelle. Se enrriquese a continuación por iniciativa de una segunda generación, que incluye principalmente a Turgot, Condorcet y Louis Sébastien Mercier. Los teóricos del progreso se dividen sobre cual es la dirección del progreso, el ritmo y la naturaleza de los cambios que le acompañan, y eventualmente a quienes consideran sus protagonistas principales. Pero, todos se adhieren, sin embargo, a tres ideas-clave:
1) un concepto lineal del tiempo y la idea de que la historia tiene un sentido, orientado hacia el futuro
2) la idea de la unidad fundamental de la humanidad, como un todo destinado a evolucionar en la misma dirección.
3) la idea que el mundo puede y debe ser transformado, lo que implica que el hombre se afirma como amo soberano de la naturaleza.
Estas tres ideas proceden del cristianismo. A partir del siglo XVII, el desarrollo de las ciencias y la técnica implica la reformulación de estas ideas en una óptica secularizada. A diferencia, en los Antiguos Griegos, solamente lo eterno es real. El ser auténtico es inmutable: el movimiento circular que garantiza el eterno retorno de lo mismo en una serie de ciclos sucesivos es la expresión más perfecta de lo divino. Si hay pendientes, progreso y decadencia, es dentro de un ciclo que no puede sino ser sucedido por otro (teoría de la sucesión de las edades en Hésiodo, del retorno de la edad de oro en Virgilio). Por otra parte, la determinación principal viene del pasado, no del futuro: el término ar devuelve sobre todo al origen (antiguo) como autoridad (arch, monarca).
Con la biblia, la historia se convierte en un fenómeno objetivable, una dinámica de progreso que espera, en una perspectiva mesiánica, la llegada de un mundo mejor. El génesis asigna al hombre la misión "de dominar la tierra". La temporalidad es el vector por medio del cual el mundo debe diriguirse progresivamente a lo mejor. De golpe, el acontecimiento se vuelve salvador: Dios se revela históricamente. El tiempo, por otro lado, se orienta hacia el futuro, y va de la creación a la Parusía, del jardín del Eden al Juicio Final. La edad de oro no esta en el pasado, sino al final de los tiempos: la historia terminará, y terminará bien, al menos para los elegidos de Dios. Esta temporalidad lineal excluye todo eterno retorno del pasado, toda concepción cíclica de la historia, toda imagen de la alternancia de las edades y los ciclos. Desde Adán y Eva, la historia se desarrolla según una necesidad opuesta a toda eternidad, avanza con la antigua Alianza y, en el cristianismo, culmina en una encarnación que no podra repetirse. San Agustin será el primero en tomar esta concepción filosofica de la historia universal que englobará a toda la humanidad, la cual debe progresar de edad en edad hacia algo mejor.
La teoría del progreso seculariza esta concepción lineal de la historia, de ahí derivan todos los historicismos modernos. La diferencia principal es que la armonia en el más allá es sustituida por la esperanza en un futuro mejor en la tierra, y que la felicidad terrenal sustituye a la salvación. En el cristianismo, el progreso sigue siendo, en efecto, mas escatologico que histórico en sentido literal. El hombre debe pretender lograr su salvación en la tierra pero para luego pasar al otro mundo. No tiene, por otra parte, ningun control sobre el plan divino. Por último, el cristianismo condena el deseo insaciable y considera, como el estoicismo, que la sabiduría moral reside más en la limitación que en la multiplicación de los deseos. Sólo la corriente milenarista, que se inspirá en el Apocalipsis, quiere anticipar el Juicio Final y acelerar la llegada del Reino de los Cielos en la tierra. La secularización de la visión de Agustin, inspirará la posteridad espiritual de Joachim de Flora. Para llegar a su formulación moderna, la teoría del progreso necesitaba pues de elementos suplementarios. Éstos aparecen a partir del Renacimiento, y se evidencian a partir del siglo XVII.
El desarrollo de las ciencias técnicas, añadido al descubrimiento del Nuevo Mundo, alimenta entonces un nuevo optimismo en tanto que parecia abrirse una nueva era de cambios y mejoras infinitas. Francis Bacon, que es el primero en utilizar la palabra "progreso" en un sentido temporal, y no espacial, afirma que el papel del hombre es controlar la naturaleza conociendo sus leyes. Descartes propone igualmente a los hombres volverse a amos y dueños de la naturaleza. La naturaleza, escrita "en lengua matemática" para Galileo, se vuelve entonces muda e inanimada. El cosmos no es ya portador de sentido por sí mismo. Ahora no es mas que un ente mecánico, que es necesario desmontar para conocerlo e instrumentalizarlo. El mundo se vuelve un puro objeto propiedad del hombre. El hombre prueba la convicción que, gracias a la razón, no puede confiar mas que en sí mismo.
El cosmos de los antiguos cede así su lugar a un nuevo mundo, geométrico, homogéneo e infinito, controlado por las leyes de la causa y el efecto. El modelo de comprensión que se aplica es un modelo mecánico, más concretamente el del reloj. El propio tiempo se vuelve homogéneo, mensurable: es el "tiempo de los comerciantes", que sustituye al "tiempo de los campesinos". La mentalidad técnica surge de este nuevo espíritu científico. La técnica tiene por objeto principal, acumular utilidades, es decir, de ayudar a producir cosas útiles. Hay una convergencia evidente entre este optimismo científico y las aspiraciones de una clase burguesa que trata de imponerse en los mercados nacionales cuya creación se realizó al mismo tiempo que la de los reinos territoriales. La mentalidad burguesa tiende a solo dar por válidos, o incluso por reales, las únicas cantidades calculables, es decir, los valores reales. Georges Sorel verá más tarde en la teoría del progreso una "doctrina burguesa".

Se sabrá más siempre, por lo tanto todo irá mejor siempre
En el siglo XVIII, los economistas clásicos (Adam Smith, Bernard Mandeville, David Hume), promueven, por su parte el deseo insaciable: las necesidades del hombre, a su modo de ver; pueden ser aumentadas siempre. Está, pues, en la naturaleza del hombre querer siempre más y actuar en consecuencia, pretendiendo permanentemente maximizar sus intereses. Junto al optimismo predominante, esta argumentación tiende a relativizar o borrar en los espíritus la doctrina del pecado original, que imponia limitaciones. Con una particular insistencia, se destaca el carácter acumulable del conocimiento científico. La conclusión que se extrae es el carácter necesario del progreso: se sabrá más siempre, por lo tanto todo irá mejor siempre. Dado que "se compuso un buen espíritu de todos los que nos han precedido", se deduce la constante superioridad de los modernos: "somos enanos sobre hombros de gigantes", frase de Bernard de Clairvaux, recogida por Fontenelle. Los antiguos ya no tienen mas ninguna autoridad. La tradición, al contrario, es percivida como un obstáculo al avance de la razón. La comparación del presente y el pasado, siempre dando la ventaja al primero permite al mismo tiempo revelar hacia donde se dirigue el futuro. El movimiento comparativo se vuelve así profético: el progreso, considerado en primer lugar como el resultado de la evolución, se instaura como el principio de esa evolución.
Otra idea, ya formulada por San Agustin, es la de una humanidad concebida como un organismo unitario, que habría dejado progresivamente la infancia "de las primeras edades" para entrar en la "edad adulta". Turgot habla así del género humano, que desde su origen (...) parece a los ojos del filósofo un conjunto inmenso que tiene, como cada individuo, su infancia y sus progresos. El mecanismo cede aquí su lugar a la metáfora organicista, pero se trata de un organicismo paradójico, puesto que se no se preve ni el envejecimiento ni la muerte. Esta idea de un organismo colectivo que mejora perpetuamente dará nacimiento a la idea contemporánea del desarrollo como crecimiento indefinido. En el siglo XVII, se consolida un determinado menosprecio hacia la infancia, que se realiza al mismo tiempo que el menosprecio hacia los orígenes y los inicios, siempre observados como inferiores. El concepto de progreso implica además la idolatría del novum: toda novedad es mejor a priori por el hecho de que es nueva. Esta sed de lo nuevo, sistemáticamente considerado como sinónimo de mejor, va rápidamente a convertirse en una de las obsesiones de la modernidad. En el arte, desembocará en el concepto de "vanguardia" (que tiene también sus contrapartidas en la política).
La teoría del progreso posee en adelante todos sus componentes. Turgot, en 1750, luego Condorcet, lo expresan en forma de una convicción: la masa total del género humano se dirigue siempre a una perfección mayor. La historia de la humanidad se percibe así como definitivamente unitaria. Lo que se conserva del cristianismo, es la idea de una perfección futura de toda la humanidad y la certeza que la humanidad se dirige hacia un unico proposito final. Lo que se abandona, es el papel la Providencia en esta progresión, que es sustituida por el poder de la razón humana. El universalismo se basa en adelante en una razón "una y universal en cada uno" que supera todos los contextos, rechazando todas las particularidades.
La irresistible marcha del progreso
En paralelo, considera al hombre, no sólo como un ser de deseos y necesidades insasiables, sino también como un ser indefinidamente perfectible. Una nueva antropología le considera en realidad como una tabla rasa, una hoja virgen que puede ser llenada, o le asigna una "naturaleza" abstracta universal, enteramente disociada de su existencia concreta y sus diferencias. La diversidad humana, individual o colectiva, es observada como contingente, irrelevante e indefinidamente transformable por la educación y el "medio". El concepto de artificio se vuelve central y sinónimo de la cultura refinada. Se cree ahora que el hombre para realizar su humanidad debe oponerse a una naturaleza, de la que debe liberarse "para civilizarse"; la humanidad debe entonces liberarse de todo lo que podría obstaculizar la irresistible marcha del progreso: los prejuicios, las supersticiones, el peso del pasado, las tradiciones. Lo que lleva, indirectamente, a la justificación del terror: si la humanidad tiene el progreso como unico proposito, cualquiera suponga un obstáculo al progreso puede justificablemente ser reprimido; cualquiera se oponga al progreso de la humanidad puede justificablemente ser expulsado de la humanidad y señalado como "enemigo del género humano" (de ahí la dificultad de reconciliar las dos afirmaciones kantianas de la igualdad en dignidad de los hombres y del progreso de la humanidad).
Esta actitud de rechazo de la naturaleza y del pasado frecuentemente es representada como sinónimo de una liberación de todo determinismo. Realmente, la determinación en el pasado es sustituida por la determinación por el futuro: es el "sentido de la historia". El optimismo inherente a la teoría del progreso se extiende rápidamente a todos los ámbitos, a la sociedad y al hombre. Se supone que el reino de la razón desembocara en una sociedad a la vez transparente y pacifica. Supuesto ventajoso para todas las partes, el "suave comercio" (Montesquieu) debe substituir por medio del intercambio al conflicto, cuyas causas "irracionales" seran eliminadas progresivamente. El abate de Saint Pierre enuncia así un "proyecto de paz perpetua" que Rousseau criticará duramente.
Condorcet propone mejorar racionalmente la lengua y la ortografía. La propia moral debe presentar los caracteres de una ciencia. La educación tiene por objeto enseñar a los niños a deshacerse de los "prejuicios", fuente de todos los males sociales, y a hacer uso de su sola razón. La marcha de la humanidad hacia la felicidad se interpreta así como sinonimo del bien moral. Para los hombres de las Luces, dado que el hombre actuará en el futuro de manera cada vez "más ilustrada", la razón se perfeccionara y la humanidad devendra en moralmente mejor. El progreso, lejos no afectar más que al marco exterior de la existencia, va pues a transformar al propio hombre. Un progreso adquirido en un ámbito se reflejará necesariamente en todos los otros. El progreso material implica el progreso moral.
A nivel político, la teoría del progreso se asocia muy rápidamente a un animus antipolitico. El caracter asignado al Estado por los teóricos del progreso es, sin embargo, ambiguo. Por un lado, el Estado reduce la autonomía de la economía, observada como la esfera de la "libertad" y de la acción racional por excelencia: William Godwin dice que los Gobiernos crean por naturaleza obstáculos a la propensión natural del hombre a comerciar. Del otro, permite al hombre, en la tradición contractualista inaugurada por Hobbes, escapar a las dificultades consustanciales al anarquico "estado de naturaleza". El Estado puede pues ser la vez obstáculo y motor del progreso.
La idea más corriente es que la propia política debe volverse racional. La acción política debe dejar de ser un arte, controlado por el principio de prudencia, para volverse una ciencia, controlada por el principio de la razón. A imagen del universo, la sociedad puede ser observada como un ente mecánico, cuyos individuos son los engranajes. Debe, pues, ser administrada racionalmente, según principios tan regulares que los que se observan en la física. El soberano debe ser el mecánico encargado de hacer evolucionar la "física social" hacia "la mayor utilidad pública". Esta concepción inspirará la tecnocracia y la concepción administrativa y gestora de la política que se encontrará en un Saint Simon o en un Auguste Comte.

¿En qué desemboca el progreso?
Una pregunta especialmente importante consiste en saber si el progreso es indefinido o si desemboca en una etapa última o final que sería o una novedad absoluta, o la restitución "más perfecta" de un estado previo u original: la síntesis hégéliana, la sociedad sin clases que nos regresaria al comunismo primitivo (Marx), el fin de la historia (Fukuyama), etc Se presenta al mismo tiempo, la interrogante sobre si el objetivo final, en caso de que tuviera uno, quizá pueda conocido por adelantado. ¿En qué desemboca el progreso, siempre que desemboque en otra cosa diferente a sí mismo?
Aquí, los liberales tienden a creer en un progreso indefinido, en una mejora sin fin de la condición humana, mientras que los socialistas le asignan más bien un final feliz determinado. Esta segunda actitud hace converger al progresismo y al utopismo: el cambio perpetuo desemboca en el estado estacionario, el movimiento de la historia anticipa por medio del progreso su final. La primera actitud no es, no obstante, más realista. Por una parte, si el hombre esta en marcha hacia la perfección, aquella, en tanto que es perfecta, deberá un día dejar de perfeccionarse. Lo que otra parte, implica, que si no hay objetivo reconocible del progreso, ¿cómo se puede aún hablar de progreso, puesto que solamente el reconocimiento de un objetivo dado permite afirmar que un nuevo estado representa, respecto a este objetivo, un progreso con relación al estado previo?
Otra pregunta igualmente importante es ésta: ¿El progreso es una fuerza incontrolada que se produce por sí misma, o los hombres deben intervenir para acelerarla o suprimir lo que la ha obstaculizado? ¿El progreso es, por otra parte, regular y continuo, o implica saltos cualitativos bruscos y rupturas? ¿Se puede acelerar el progreso interviniendo en su curso o ¿Se corre el riesgo, así, de retrasar su realización? Aquí, los liberales, creyentes en la "mano invisible" y del "laisser-faire", se separan de los socialistas, más voluntaristas, si no, revolucionarios. Es en el siglo XIX que la teoría del progreso conoce en Occidente su apogeo. Se reformula, no obstante, en un entorno diferente, caracterizado por la modernización industrial, el positivismo cientifista, el evolucionismo y la aparición de las grandes teorías historicistas.
Se hace hincapié, entonces, en la ciencia más que en la razón en sentido filosófico del término. La esperanza se generaliza en una organización "científica" de la humanidad y de un control por la ciencia de todos los fenómenos sociales. Es el tema sobre el cual vuelven de nuevo incansablemente Fourier, con Fhalanstère, Saint Simon, con sus principios tecnócratas, Auguste Comte, con su Catecismo positivista y su "religión del progreso".

La idea de progreso sirve de legitimación a la colonización
Los términos de "progreso" y de "civilización" tienden al mismo tiempo a convertirse en sinónimos. La idea de progreso sirve de legitimación a la colonización, cuyo objetivo ahora es difundir por todas partes del mundo los beneficios de la "civilización".
El propio concepto de progreso se reformula a la luz del evolucionismo darwiniano, dado que reinterpretó la evolución de lo viviente como progreso (en particular, en Herbert Spencer, que define el progreso como evolución de lo simple a lo complejo, de lo homogéneo a lo heterogéneo). Las condiciones del progreso se transforman entonces sensiblemente. El mécanicismo de las Luces se combina en adelante con el organicismo biológico, en tanto que su pacifismo cede el lugar a la apología de la "lucha por la vida". El progreso resulta, en adelante, de la selección de los "más aptos" (los "mejores"), en una visión competitiva generalizada. Esta reinterpretación consolida el imperialismo occidental: la civilización tecnica del Occidente es considerada como la "más evolucionada", y en consecuencia la mejor.
Es, entonces, la fama máxima del evolucionismo social que, también, le debe mucho a la idea de progreso. La historia de la humanidad se divide en "fases" sucesivas, que señalan las distintas etapas de su "progreso". La dispersión de las distintas culturas en el espacio transpuesto en el tiempo: las sociedades "primitivas" devolverían a los occidentales el recuerdo de su propio pasado (son "antepasados contemporáneos"), mientras que el Occidente les presentaría lo que seria su futuro. Condorcet ya hacía pasar a la humanidad por diez etapas sucesivas. Hegel, Auguste Comte, Karl Marx, Freud, etc proponen esquemas similares, yendo de la "creencia supersticiosa" a la "ciencia", de la "mentalidad primitiva" (mágica o teológica) a la mentalidad "civilizada" y al reino universal de la razón.

"Se generaliza la esperanza en una organización" científica "de la humanidad y de un control por la ciencia de todos los fenómenos sociales."
Conjugada con el positivismo cientifista, que afecta en primer lugar la antropología y alimenta la ilusión que se pueden medir las culturas en valor absoluto, esta teoría da nacimiento al racismo o supremacismo, que percibe las civilizaciones tradicionales, o como definitivamente inferiores, o como temporalmente en retraso (la "misión civilizadora" de las potencias coloniales consiste en hacerles superar ese retraso), y postula que existe un criterio universal, un paradigma que permite jerarquizar las culturas y los pueblos según cuan cercanas esten al ideal del progreso. El racismo aparece así directamente vinculado al universalismo del progreso, en tanto que cubre un etnocentrismo inconsciente o encubierto.

El final de los "día siguiente que cantan"
No se discutirá aquí, la crítica de la idea de progreso, que comienza con Rousseau, ni las innumerables teorías de la decadencia que pudieron oponersele. Se tendrá en cuenta solamente que estas últimas representan a menudo (pero no siempre), el doble negativo, el reflejo de la teoría del progreso. La idea de un movimiento necesario de la historia se conserva, pero en una perspectiva invertida: la historia se interpreta, no como progresión constante, sino como una inevitable regresión (específica o generalizada). En realidad, el concepto de decadencia parece tan poco objetivable como el de progreso.
Desde hace veinte años al menos, las obras sobre las desilusiones del progreso se multiplican. Algunos autores llegan hasta decir que la idea de progreso ya no es mas que una "idea muerta" (William Pfaff). La realidad es seguramente más moderada. La teoría del progreso esta hoy seriamente debilitada, pero aún sobrevive bajo distintas formas.

Más no es sinonimo de mejor
Los totalitarismos del siglo XX y las dos Guerras Mundiales han reducido el optimismo de los dos siglos anteriores. Las desilusiones sobre las cuales se rompieron muchas esperanzas revolucionarias suscitaron la idea de que la sociedad actual, pese a lo desesperada y privada de sentido que pueda ser, es a pesar de todo la única posible: la vida social se vive cada vez más bajo el horizonte de la fatalidad. El futuro, que parece en adelante imprevisible, inspira más pesimismo que esperanza. La agravación de la crisis parece más probable que los "día siguiente que cantan".
La idea de un progreso universal sigue en vigencia. Se cree más que el progreso material vuelve al hombre mejor, o que los progresos registrados en un ámbito se reflejan automáticamente en otros. El propio progreso material aparece como ambivalente. Se admite que junto a las ventajas que confiere, tiene también un coste. Se observa que la urbanización salvaje multiplicó las patologías sociales, y que la modernización industrial se tradujo en una degradación sin precedentes del marco natural de vida. La destrucción masiva del medio ambiente dio nacimiento a los movimientos ecologistas, que estuvieron entre los primeros en denunciar las "ilusiones del progreso". El desarrollo del tecnociencia, finalmente, plantea con fuerza la cuestión de las finalidades. El desarrollo de las ciencias ya no se percibe como una contribución siempre positiva a la felicidad de la humanidad: el propio conocimiento, como se le ve en el debate sobre las biotecnologías, se considera como portador de amenazas. En estratos sociales cada vez más extensos, se comienza a comprender que más no es sinónimo de mejor. Se distingue entre tener y ser, entre la felicidad material y la felicidad tout court.
Algunos temas del progreso permanecen sin embargo predominantes, solo con carácter simbólico. La clase política sigue llamando a la unión de las "fuerzas de progreso" contra los "hombres del pasado" y el "obscurantismo mediaval" (o las "costumbres de otra epoca"). En el discurso público, la palabra "progreso" conserva globalmente una resonancia o una carga positiva.
La orientación hacia el futuro sigue siendo dominante. Aunque se admite que este futuro esta cargado de incertidumbres amenazantes, se sigue pensando que, lógicamente, las cosas deberían mejorar globalmente en el futuro. Retransmitido por el desarrollo de las tecnologías de punta y el ordenamiento mediatico, el culto de la novedad sigue siendo más fuerte que nunca. Se sigue también creyendo que el hombre es "más libre" cuanto mas se separe de sus pertenencias orgánicas o de las tradiciones heredadas del pasado. El individualismo que reina, combinado con un etnocentrismo occidental legitimado, en adelante, por la ideología de los derechos humanos, se traduce en la destructuración de la familia, la disolución del vínculo social y el descrédito de las sociedades tradicionales, donde los individuos siguen siendo solidarios a su comunidad de pertenencia.
Pero sobre todo, la teoría del progreso sigue estando ampliamente presente en su versión productivista. Alimenta la idea de que un crecimiento economico indefinido es a la vez normal y deseable, y que un mejor futuro pasa necesariamente por el aumento constante del volumen de bienes producidos y por la universalización de los intercambios. Esta idea inspira hoy la ideología del "desarrollo", que es dominante en las sociedades del Tercer mundo (económicamente) retrasadas con relación al Occidente, y que hace al modelo occidental de producción y consumo el unico destino necesario posible para toda la humanidad. Esta ideología del desarrollo fue formulada perfectamente por Walt Rostow, que enumeraba en 1960 las "etapas" que deben recorrer todas las sociedades del planeta para acceder al universo del consumo y del capitalismo comercial. Como lo mostraron distintos autores (Serge Latouche, Gilbert Rist, etc), la teoría del desarrollo no es más que una creencia. Mientras no se abandone esta creencia, no se habrá terminado con la ideología del progreso.

geovisit();

miércoles, 26 de septiembre de 2007

A propósito de la visita del presidente Ahmadineyad a USA: Yankees! el pueblo elegido por la modernidad


Artículos de Metapolítica


Por José Javier Esparza

No es raro que, en la historia de los pueblos, una nación se considere a sí misma privilegiada, elegida, sujeto de un destino manifiesto donde se alían la Providencia divina y el poder material. Pero una sola nación ha creído desde su origen en esa elección divinia: sólo una sociedad se ha creído, unánimemente y con buena conciencia, superior al resto de la humanidad; sólo un pueblo ha nacido exclusivamente para redimir a los hombres: esa sociedad es la de los Estados Unidos de América. Su suprema victoria: conseguir que, incluso los pueblos que su poder ha sometido, los consideren, realmente, un Pueblo Elegido.
Rasgos de un rostro omnipresente
"América se constituyó para salir de la historia", escribe Octavio Paz. Es esta perspectiva de ruptura la que permite comprender la esencia de los Estados Unidos. Thomas Molnar considera los Estados Unidos como un "post-Occidente" (1). Para Raymond Abellio Norteamérica es "El extremo occidente de Occidente, el lugar donde Occidente va a morir". América significa una fuga, una huída hacia adelante (hacia el oeste) del espíritu aterrorizado de la modernidad occidental. Ya en 1929, Paul Morand escribía: "Comenzamos hoy a percibir —y el psicoanálisis no ha sido ajeno a este descubrimiento— que si un continente entero es de tal modo víctima de la velocidad, es porque él mismo huye y porque busca, más que el dinero, la velocidad en sí, como medio de no pensar y evitar un cierto número de dolorosos problemas inconscientes y complejos ocultos. Delito de huída. A veces he tenido allá esa impresión, no de una civilización en marcha hacia el progreso, sino en huída ante sus espectros" (2).
¿Cuáles son esos espectros? ¿Cuándo nacen esos "dolorosos problemas" que enfrentan a los Estados Unidos con la tragedia de huir siempre? Esa huída es la de la modernidad. Y su origen, el momento mismo del nacimiento del mundo norteamericano; un nacimiento que lleva ya en sí el germen de un destino fugitivo.
El destino manifiesto de los Padres Peregrinos
John Adams, uno de los padres de la nación norteamericana, escribió que "La revolución se efectuó antes de que comenzara. Estaba, en 1620, en la mente y en el corazón del pueblo". En efecto, los norteamericanos asumen desde el día del desembarco del Mayflower los valores fundamentales que presidirán su desarrollo histórico. Hans-Jürgen Nigra y Robert de Herté sintetizan esos pilares teóricos en tres puntos centrales: "Primero, que América, nueva Tierra Prometida, es la prefiguración de la cosmópolis, de la República universal futura, y que la misión de los americanos consiste en dar ejemplo, es decir, intentar exportar el modelo universal del Bien democrático; segundo, que todos los hombres son iguales, y que todos (eventualmente con la ayuda de Dios) pueden llegar a todo; por último, que toda autoridad es algo nefasto y odioso en sí y que las instituciones que deben recurrir a ella (gobierno, ejército, etc.) no son sino males necesarios, cuyas prerrogativas hay que limitar" (3).
Estos ideales se encarnan, por otra parte, en unas comunidades humanas predispuestas a la expansión y la conquista: los descontentos y los vencidos del turbulento siglo XVII británico. No sólo había puritanos en la América inicial; Virginia se pobló con Caballeros y Maryland con católicos. Pero pronto los puritanos y los cuáqueros tomarían la iniciativa. Exagerando todas las ideas calvinistas de la predestinación, la salvación por la fe y la inspiración integral de la Biblia, forman comunidades teocráticas regidas por un senado de ancianos y ministros del Señor, que obedecían las inspiraciones que escuchaban directamente de Dios. William Penn funda Filadelfia como "Ciudad del Amor Fraterno"; Brigham Young empeña su vida en instituir la "Ciudad de Dios" sobre el Gran Lago Salado. Como escribe Elise Marienstrass, "Los peregrinos que abordan Plymouth y los puritanos que colonizan la bahía de Massachussetts tienen una meta precisa que porta en sí la agresión: creaar la Nueva Jerusalén en el corazón del desierto, y para ello, cazar al demonio bajo todos sus disfraces, incluído cuando se encarna en la persona de los indios.Cuando, entre 1633 y 1634, una terrible epidemia de viruela acabe con miles de indios "massachussets", los puritanos, nuevo pueblo elegido, darán gracias a Dios por enviar ese golpe contra sus enemigos" (4).
George Washington afirma: "Los Estados Unidos son una nueva Jerusalén, designada por la Providencia para ser el teatro donde el hombre debe alcanzar su verdadera falla, donde la ciencia, la libertad, la felicidad y la gloria deben extenderse en paz" (5). Thomas Jefferson dirá que "Los Estados Unidos son una nación universal que persigue ideales universalmente válidos" (6). John Adams los definirá como "una república pura y virtuosa cuyo destino es gobernar el globo e introducir la perfección del hombre" (7).
"Gobernar el globo"; "Universalmente válidos"; "extenderse en paz". El pacto entre los norteamericanos y su Dios pronto se materializa en lo político. Ya en este siglo, el historiador norteamericano George Brancoft afirma: "La redacción de la Constitución de los Estados Unidos fue el hecho más jubiloso de la historia política de la humanidad".
De Israel a la Utopía
Tamaño "hecho jubiloso" es la concreción de algo que había nacido en Europa: la transformación de la esperanza religiosa en utopía sociopolítica, es decir, la secularización. Octavio Paz ha explicado bien este proceso: "Libertad e igualdad fueron valores subversivos; pero lo fueron porque antes habían sido valores religiosos. Libertad e igualdad eran dimensiones de la vida ultramundana; eran dones de Dios y aparecían misteriosamente como expresiones de la voluntad divina. Sin en la tragedia griega la libertad de los héroes es una dimensión del Destino, en la teología calvinista está ligada a la predestinación. Así, la revolución religiosa de la Reforma anticipó la revolución política de la democracia" (8). Pero si en Europa la secularización hubo de luchar contra una estructura social fuertemente teñida de catolicismo y de esencia política, en Nueva Inglaterra encontró el terreno despejado. Paradójicamente, por no existir allí lo político, la secularización que portaban los puritanos norteamericanos arraigó pronto en un terreno inexplorado: el de la utopía como realidad política y social posible. "Los EEUU —escribe Jean Baudrillard— son la utopía realizada... Una utopía encarnada, una sociedad que, con un candor que se puede considerar insoportable, se instituye sobre la idea de que representa la realización de todo lo que los demás han soñado —justicia, abundancia, derecho, riqueza, libertad—; lo sabe, cree en ello y, finalmente, los demás también lo creen" (9).
Los EEUU se constituyen pues, en palabras de Francesco Alberoni, como nación utópica (10). Las comunidades utópicas (cuáqueros, memnonitas, shakers, etc.) que pueblan Nueva Inglaterra rompen con Europa y huyen de ella para crear, desde cero y con la ayuda de la Providencia, un terreno apto para la consecución de los planes divinos en la vida humana. Unos planes que son los de todas las utopías de la cultura occidental: la igualdad, la libertad, la muerte de la autoridad, el imperio de la moral...
Es curioso, pero esta "escena fundacional" de los EEUU reproduce, como ha explicado Geoffrey Gorer, la escena mitológica imaginada por Freud para describir el nacimiento de la civilización: "Los hijos se unen para matar al padre-tirano; después, temiendo que uno de ellos ocupe el lugar del padre asesinado, hacen entre ellos un contrato que instituye legalmente su mutua igualdad, basada en la renuncia de cada uno a la autoridad y a los privilegios del padre" (11). Europa sería ese padre tiránico; sus hijos, los colonos americanos; la Declaración de la Independencia y la Constitución, el contrato legal que garantiza la libertad y la igualdad (es interesante notar a ese respecto que la Declaración de Independencia de 1776 se formula como "ruptura contractual"); y el odioso privilegio al que se renuncia no sería otro que la autoridad, que es sustituida por el principio de la mutua coerción moral.
Muerte de la autoridad, imperio de la moral, regulación contractual de la vida social. Estos son los pilares de los EEUU, los fundamentos de la utopía moderna.
In God we trust
"In God we trust". "En Dios confiamos". Esta divisa, y sobre todo el hecho de que está impresa en los billetes de un dólar define bien el espíritu norteamericano. Un espíritu que gira en torno a la afinidad entre puritanismo, democracia y capitalismo y que permitió a Stendhal definir a los EEUU como "Ese país singular donde al hombre no le mueven más que tres ideas: el dinero, la libertad y Dios" (12).
El dólar. Ese trascendental papel que la propiedad tiene en el Orden Americano no es banal, sino que se deriva de los fundamentos mismos de la nación norteamericana. Toda la teoría política estadounidense se deriva de Locke, quien funda los derechos del hombre en el "derecho natural a la propiedad" (Two Treaties on Civil Governmet, 1690); por la misma vía, toda soberanía política se considera perniciosa para la libertad humana. El resultado es que el baremo de la circulación de las élites se circunscribe a lo económico; como vió Keyserling, "En América las gentes creen realmente que el rico es sólo por esta razón un hombre superior; en América, el hecho de tener dinero crea en realidad derechos morales" (13).
Esta radical preeminencia de lo económico sobre toda la vida política y social, reflejada en la enorme influencia de los lobbies financieros, es lo que ha permitido a Georges-Albert Astre y Pierre Lepinasse decir que los EEUU no son una nación, sino "una inmensa sociedad anónima, cuyo consejo de Administración está constituído por una cincuentena de accionistas mayoritarios y cuyas deliberaciones son secretas, mientras que la misión del presidente es comunicar a la opinión pública las decisiones tomadas" (14).
La muerte de lo sagrado
La moral. El Dios de América, tan justamente analizado por Furio Colombo (15), es en realidad un juez moral, desacralizado, cuyos dogmas son una especie de idealismo y de buena conciencia inseparables de los derechos humanos y de la hegemonía estadounidense.
Según Cao Huy Thuan, "Desde John Quincy Adams a J. F. Kennedy, el moralismo es un elemento importante de la política americana. A cada período de expansión de la influencia de los EEUU, corresponde una renovación del lirismo idealista. En ningún otro país el moralismo está tan fuertemente marcado como en los EEUU" (16). El 20 de enero de 1977, el presidente "Jimmy" Carter, en el discurso inaugural de su mandato en la Casa Blanca, afirmaba: "Debemos cumplir nuestras obligaciones morales, que, cuando se las ha asumido, parecen coincidir siempre con nuestros intereses". En una reunión con predicadores en 1984, el presidente Reagan declaraba: "No creo que el Señor, que bendijo a este país como no lo ha hecho con ningún otro, quiera que nosotros tengamos que negociar algún día porque somos débiles" (EL PAÍS, 2-III-85).
Este moralismo ha generado un modelo religioso que es típicamente norteamericano; ese modelo religioso tiene dos rostros, que generalmente se consideran opuestos, pero que en el fondo reenvían a la misma religiosidad desacralizada, individualista e hipermoralista de los "padres peregrinos". Uno de esos rostros es el de los "telepredicadores", esos apóstoles de lo que Isidro Palacios ha llamado "cristianismo electrónico", que han interrumpido con fuerza en nuestra década. Los telepredicadores adoptan un discurso maniqueo y nacionalista. Jerry Falwell, uno de los más conocidos, declaraba recientemente: "Los Estados Unidos de América, nación bendecida por la omnipotencia de Dios como ninguna otra en la Tierra, están siendo atacados interna y externamente por un plan diabólico, que podría conducir a la aniquilación nacional. Esto entra en cruenta lucha con la voluntad de Dios, que confirió a los EEUU un estatuto que lo situaba por encima de las demás naciones, a modo de la antigua Israel..." (17). "Resurgen pues —señala Rafael Sánchez Ferlosio—las viejas querencias veterotestamentarias del protestantismo no luterano, ni anglicano, y unidas al gusto por la imaginería del éxodo mosaico que sugirió a los pioneers de la coartada ideológica del "destino manifiesto", recrudece el concomitante delirio del narcisismo colectivo de ser un pueblo elevado de entre los otros pueblos por la señal de una elección divina" (18).
Sin embargo, el otro rostro, el "progresista", que alcanzó cierto poder en los últimos 60 y en la década de los 70, no difiere mucho del anterior ni en su inspiración ni en sus objetivos. Igualmente inspirado, como ha demostrado Arthur G. Gish, en los padres peregrinos, en los apocalipsis judíos y en los valores del cristianismo primitivo, ejerció una considerable predicación sobre la "New Left" de aquella época, y trataba de retomar las ambiciones centrales de los anabaptistas del siglo XVI: "Establecer sobre la tierra un reino de Dios fundado sobre la comunidad de bienes y de mujeres, y sobre la igualdad social" (19).
Esta concepción religiosa ha creado toda una teología, más amable cuando la presentan los progresistas, más agria cuando lo hacen los conservadores, pero que nace de ese utopismo secularizador (versión nacionalista o versión sociedad civil) común a todos; José Luis López Aranguren ha dibujado recientemente su trayectoria teórica desde los años sesenta (29). En 1965, Harvey Cox lanza su sociología de la secularización (La ciudad secular); en 1966, William Hamilton y T.J.J. Alitzer hablan de "teología radical" o "teología de la muerte de Dios"; en 1967, Robert Bellah estudia "la religión civil" y Thomas Luckman habla de "religión invisible; en 1969, Harvey Cox (The feast of fools) propone la fe como juego, una teología de la esperanza próxima a Ernst Bloch, y la figura de Cristo como clown, como arlequín en línea con el Kolakowski de El sacerdote y el bufón. Ya en 1984, Mark C. Taylor rizaba el rizo con Erring. A Post-modern A-theology (Universidad of Chicago Press, Chicago, 1984), donde basándose en Derrida, ofrece una des-construcción de la Teología y una a-teología de la des-construcción, afirmando la entidad religiosa y del laberinto y proponiendo una "cristología radical en tanto que eterno retorno". Havery Cox, por su parte, volvía a la carga con La religión en la ciudad secular, donde considera al neofundamentalismo norteamericano (el rostro conservador) y a la teología de la liberación (hija del rostro progresista) como formas religiosas post-modernas (21).
Esta es la religiosidad norteamericana. Y esta es la religión que, poco a poco, se impone en los hábitos de los cristianos de la "americanosfera", ya sea en su versión ultraconservadora, o ya en su aspecto "liberacionista".
El fin de lo político
Y la libertad. La libertad americana se basa en los dos elementos anteriores: el derecho a la propiedad y el convencimiento moral de estar en el mejor orden de los posibles, sin autoridad soberana que oprima y con una relación personal y directa con Dios, con la Providencia. Una libertad distinta a la que en la tradición revolucionaria europea se había tenido por tal; una libertad en la que el ciudadano es reemplazado por el individuo, y la comunidad política por la "abstracción social". Una libertad que hizo exclamar a Bernard Shaw: "Se dice de mí que soy un virtuoso de la ironía, pero una idea como la de erigir una estatua de la libertad en Nueva York no la habría tenido ni siquiera yo". Sin embargo, es esa libertad lo que más a gala tienen los norteamericanos, y se consideran, con toda la buena fe y sinceridad, el modelo universal de los hombres.
En efecto, todas las teorías norteamericanas contemporáneas del Contrato Social (el llamado "neo-contractualismo norteamericano") hacen abstracción de las experiencias revolucionarias europeas y se ciñen a la Declaración de Independencia de los EEUU del 4 de julio de 1776: "Los gobiernos derivan justos poderes del consentimiento de los gobernados", partiendo de la consideración del individuo, no como sujeto político, sino como sujeto moral, lo que en la terminología norteamericana equivale a decir sujeto económico (22).
Así, para James Buchanan (The limits of Liberty. Between Anarchy and Leviatan, 1975), que parte de un individualismo radical, los individuos realizan un cálculo de costes y beneficios que conduce a un contrato que establece, primero, un Estado Protector (Protective State) que vigila el cumplimiento de los términos de ese contrato, y en segundo término, un Estado Productor (Productive State) cuya función es legislar para regular el comercio de bienes privados y públicos. Una tesis similar es la defendida por Robert Nozick (Anarchy, State and Utopia, 1974), para quien los individuos "egoístas y racionales", se asocian espontáneamente constituyendo primero "agencias protectoras" (protective agencies) para defender su natural derecho a hacer uso de sus bienes como mejor les plazca, e instaurando, posteriormente, un legítimo Estado mínimo (mínimal State) que justificaría el capitalismo en nombre de la inviolabilidad moral de las personas. Esta identificación entre el individualismo, propiedad y moral, se da incluso en los teóricos más izquierdistas, como John Rawls (A Theory of Justice, 1971), que admite la ficción del razonamiento común de los individuos egoístas, pero, para hacerlos iguales, les atribuye un "velo de ignorancia" sobre sus respectivas funciones sociales, suavizando el feroz neoliberalismo por medio de una base igualitaria. Todas estas teorías son la manera americana de pensar la política: individualismo, propiedad, coerción moral. Lo político, en definitiva, deviene amenaza. Los EEUU son una sociedad sin Estado. Lyndon B. Johnson, en su momento, utilizó como eslogan electoral esta idea: "Creat Society", gran sociedad. Un sondeo publicado en 1983 arrojaba como resultado que "para la gran mayoría del pueblo norteamericano, el Gobierno es la mayor amenaza para el progreso del país" (23). Wright Mills describió bien ese proceso de progresivo ocultamiento del poder. También Heller, en su Teoría del Estado, mostraba cómo el demoliberalismo de matiz anglo-americano relativizaba a la autoridad del Estado y la transfería a la autoridad impersonal de la opinión pública.
Naturalmente, los medios de comunicación se encargan periódicamente de alimentar un cierto patriotismo —al original modo americano. Recientemente, acontecimientos como la invasión de Granada, los Juegos Olímpicos de los Ángeles, el aniversario del desembarco de Normandía o la "razzia" anti-Gadafi, hiperamplificados por los mass-media, despertaron una considerable ola patriótica. Los resultados no fueron parcos; los ingresos de las compañías distribuidoras de banderas USA registraron un incremento del 30% (24).
La República Universal
Es con estos materiales como se ha edificado el modelo americano, ese modelo que hoy parece imponerse por todas pares, incluso entre los reformistas soviéticos y chinos —no en vano, Jean Marie Domenach escribía en octubre de 1970 en la revista ESPRIT que "Los EEUU son hoy el mayor país comunista del mundo". Un modelo que, como ha escrito Esmond Wright a propósito de Benjamin Franklin, "ha convertido el materialismo, el utilitarismo y el sentido práctico en una ideología coherente" (25), y que ha generado una serie de mitos, bien analizados por Elise Marienstrass (26), que actúan como mitos universales de nuestro tiempo: el cosmopolitismo, la sociedad sin política, el bienestar planetario...
No es secundario, este gusto por la universalidad. Los EEUU no son una nación como las demás, no son un pueblo, sino un conglomerado de individuos venidos de todas partes y cuyo único punto en común es la voluntad de ruptura con su tierra de origen. Esta ruptura representa para el norteamericano una especie de bautismo. "Todos estos millones de seres —escribe Francesco Alberoni— decidieron en un determinado momento de su vida adquierir la nacionalidad estadounidense. Eligieron su nueva patria abandonando la anterior y rompieron con su pasado que rechazaban. Para cada uno de ellos este cambio supuso algo similar a una conversión religiosa. Su historia, desvalorizada, fue olvidada para comenzar una nueva vida" (27). Es la cosmópolis universal, la República de los desarraigados, que materializa el sueño de los padres fundadores, para quienes el desarraigo era la condición misma de la libertad. Como escribe Christopher Lasch, "En los EEUU la supresión de las raíces ha sido percibida siempre como la condición esencial del crecimiento de las libertades. Los símbolos dominantes de la vida americana, la "frontera" y el melting-pot, han contribuido, entre otros factores, a desarrollar la idea de que sólo los desarraigados pueden llegar a una verdadera libertad intelectual y política" (28).
Este culto al desarraigo y a la ruptura con el pasado, con la tradición, tiene una manifestación primordial bien visible en la vida occidental contemporánea: la absoluta indiferencia respecto a la historia. Se trata de un hecho bien constatado. Un estudio-encuesta realizado con estudiantes de enseñanza media norteamericanos a lo largo de los años 1986 y 1987, y dirigido por el profesor de Historia Lynne Cheney, arrojaba resultados sorprendentes: un tercio de los estudiantes sitúa la fecha del Descubrimiento de América por Colón después de 1750; la mitad de ellos no sabe situar históricamente a Winston Churchill; el 60% no sabe fijar la fecha de la Constitución de los EEUU; el 70% no conoce la fecha de la Guerra de Secesión norteamericana (29). No obstante, este desconocimiento no se considera, por lo general, como una disfunción grave. Para los norteamericanos la historia no existe, o al menos no como se entiende en Europa. Y ello porque, según Jean Paul Dollé, "lo que los otros pueblos viven como historia, es decir, como destino, los americanos lo perciben como subdesarrollo" (30).
Toda esta doctrina del desarraigo como liberación personal parece chocar con determinadas actitudes de la Administración norteamericana. Los EEUU han tratado siempre de asimilar lo "Otro", apoderarse de lo que es diferente y hacerlo como uno mismo, "americanizarlo" todo. En 1918, Th. Roosevelt ordenó que los inmigrantes que no aprendieron inglés en cinco años fueran deportados. Posteriormente, el Estado de Iowa prohibió la utilización de una lengua distinta del inglés en reuniones de más de tres personas. Recientemente una ley declaraba el inglés como única lengua oficial del Estado de California —el Estado donde mayor es el número de hispanos (31). ¿Contraría todo esto la profesión de fe en el desarraigo, en la universalidad? No. Precisamente, los EEUU son la universalidad, el desarraigo; americanizarse es desarraigarse, es "liberarse". Como explicaba, a propósito de los hispanos, el político californiano John Towler, "los xenófobos son los que apoyan el bilingüismo; tratan de mantener a las minorías en sus pequeñas comunidades, donde su incapacidad para hablar inglés los mantiene alejados de la corriente común" (32).
Esta es la gran coartada. Una coartada que se agrava si tenemos en cuenta que, además, se ejerce con toda buena conciencia; los norteamericanos están convencidos de actuar por el bien de la humanidad, y así se permiten el lujo de llevar a cabo las mayores barbaridades. La fe en la república cosmopolita no impidió que, en 1941, más de cien mil japoneses residentes en los EEUU fueran internados en campos de concentración en California (33). Como no impidió, en 1945, dejar caer dos bombas atómicas sobre la población civil de una nación vencida. Ni masacrar, a finales del pasado siglo, a cerca de doscientos mil filipinos (34). Ni fue obstáculo para que el tan ensalzado John F. Kennedy autorizara, en 1962, el lanzamiento del célebre "agente naranja" sobre las selvas del Vietnam devastando el 50% de la superficie forestal del país y condenando a su población de un futuro de taras y deformaciones genéticas. La fe en la república cosmopolita no sólo no impidió todo esto, sino que fue su elemento impulsor. Como fue el elemento impulsor de Jeffrey Amherst cuando, a finales del siglo XVII, propuso exterminar a los indios a base de inocularles la viruela impregnando con pus de variolosos las mantas que les vendían (35). No mucho más tarde esa misma buena conciencia permitía a Benjamín Franklin afirmar: "Si en los designios de la Providencia está el destruir a esos salvajes para dejar lugar a los cultivadores de la tierra, no parece inverosímil que el ron sea el medio indicado para ello. Con él se ha aniquilado ya a todas las tribus que en otro tiempo habitaron la región costera" (36).
Naturalmente, los EEUU no son el primer pueblo que considera tener un destino privilegiado, ni serán el último. Al margen del ejemplo clásico del pueblo de Israel, todas las naciones imperiales de la Antigüedad se han considerado superiores: la España de Carlos I y Felpe II también se creyó con una misión providencial. Los vascos del Padre Larramendi se creyeron designados por la Providencia (37). Thomas Carlyle estableció, a mediados del pasado siglo, las bases ideológicas del imperialismo británico apelando a la "misión histórica de una nación predestinada". Los blancos de Sudáfrica comparten ese sentimiento de superioridad. Pero en lo que los EEUU son originales, es en creer que su modelo es el único universalmente válido, en pretender imponerlo a todos y, sobre todo, en pensar que los otros deben aceptarlo para ser verdaderamente libres.
Del mismo modo, la forma de dominación americana también es original. Muchos pueblos han creído, en determinados momentos de su devenir, que una regeneración histórica del mundo sólo podría proceder de un aumento de la propia potencia, de un convencimiento por parte de ese pueblo en poder forjar su propio destino, aunque fuera a costa de los otros pueblos. Ha habido así imperios, guerras, conquistas —y pueblos conquistadores. Pero Norteamérica no es un pueblo conquistador sino una nación mesiánica, y ahí radica su originalidad. América no cree que la historia dependa de su destino, sino que el destino del mundo depende de que los norteamericanos sean capaces de imponer su modelo universal, y por la misma vía, de que los otros pueblos acepten. Por eso la modalidad norteamericana de dominio no es la fuerza, la conquista, sino la seducción, a través del comercio y de la imposición de formas de vida, y sólo cuando éstas fallan emplean la fuerza —retoman así los norteamericanos los métodos de los imperios mercantiles y marítimos, y su figura no es la de una nueva Roma, sino la de una nueva Cartago.
Europa y el espejismo americano
Paradójicamente (o quizá no tanto) esa mezcla de Providencia y business ha fascinado a numerosos pensadores europeos de todas las tendencias, desde el teórico del nacionalsocialismo Alfred Rosenberg hasta el filósofo marxista Erns Bloch. Rosenberg, en El mito del siglo XX (1930), veía en los EEUU una proyección del espíritu europeo, una prolongación que, por vía del hecho racial, daba a los EEUU un papel de continuador y copartícipe de la gloria europea; la guerra daría cuenta de esta ingenua ideación. Una postura no muy diferente era la de Paul Valéry, quien, en un ensayo de 1938, escribía que América era "la proyección del espíritu europeo", un lugar memoria de la cultura europea donde se habían formado "los espíritus en los que vivirán una segunda vida algunas de las maravillosas criaturas de los desgraciados europeos".
Similar fascinación ante el modelo americano se encuentra en el pensamiento positivista. Por ejemplo, el positivista francés Michel Chevalier (1806-1879) escribía en 1838: "En el granjero americano, la gran tradición se combina armoniosamente con los principios de la ciencia moderna enunciados por Bacon y Descartes, con la doctrina de la autonomía religiosa y moral proclamada por Lutero, y con las concepciones más recientes aún de la vida política. El granjero americano es el primero de los iniciados" (38).
Tampoco los teóricos de la izquierda han escapado de la seducción americana. Para Hannah Arendt, "lo que los europeos temen realmente bajo el nombre de americanización no es otra cosa que el advenimiento del mundo moderno con todas sus perplejidades e implicaciones (39) y Arendt apuesta por la modernidad. Por su parte, Ernst Bloch, quizá el último gran filósofo marxista, partidario de que el socialismo vaya "de la ciencia a la utopía y no solamente de la utopía a la ciencia" (El espíritu de la utopía, 1918), elogia a los puritanos anabaptistas que, a partir de las soflamas de Thomas Münzer, predicaron el advenimiento de un milenio igualitario estrictamente comunista, y que nutrieron los primeros contingentes de los "Padres Peregrinos" (Thomas Münzer, teólogo de la revolución, 1921).
Por una cosa o por otra, los EEUU han sido siempre el espejo donde los europeos han reflejado todos sus fantasmas, desde la pureza racial hasta el utopismo puritano, pasando por el culto a la modernidad y de la razón. El resultado ha sido la americanización completa de la vida europea, y el nacimiento de posturas como la que defiende Ernesto Galli della Loggia en Lettera agli amici americani (Mondadori, Milán, 1986): acomodarse al dominio americano siendo un buen comprador. O lo que es lo mismo: dimitir de la voluntad de crearse un destino propio.
El término americanización en tanto que influencia social, económica y cultural de los EEUU sobre Europa lo empleó por primera vez Thomas Arnold en 18679 (Culture and Anarchy). Desde entonces, el fenómeno no ha hecho sino arreciar. La instauración, en 1945, de dos grandes bloques en el mundo, ha oficializado la americanización de Europa. Hoy todo nos viene de América. Nuestras utopías e ilusiones son americanas; nuestros complejos y nuestros fantasmas también.
No aceptar
La Europa denominada "occidental" es ya americana, forma parte de lo que Guillaume Faye ha denominado "americanosfera". ¿Es irreversible este camino?
Al principio de este texto se citaba una frase de Paul Morand donde se aludía a una serie de "problemas inconscientes y complejos ocultos". Hoy esos problemas se hacen cada vez más patentes. Marvin Harris los ha enumerado en un ácido retrato de las sociedades americanizadas: "frustración, soledad, angustia, inseguridad, sospechas, búsqueda de ilusorias evasiones espirituales y sexuales, rupturas familiares..." (40). Es ese mundo que los novelistas norteamericanos de la nueva generación (Bret Easton Ellis, Jay McInerney, etc) han descrito con un realismo tan inconsciente como libre de prejuicios (41). Ese mundo donde la vida es, como señala Saul Bellow, "una búsqueda de sugerencias sobre quién deberíamos ser" (42).
Esta es la utopía que hoy se implanta en Europa. Escribe Baudrillard: "Pero, ¿es esto una utopía realizada? ¿Es esto una revolución con éxito? Pues í, es esto. ¿Qué queréis que sea una revolución con éxito? Es el paraíso. Santa Bárbara es un paraíso, Disneylandia es un paraíso, los EEUU son un paraíso. El paraíso es lo que es, es posible que sea fúnebre, monótono, superficial; pero es el paraíso. Y no hay otro" (43).
Europa vive ya instalada en ese paraíso, en ese vértigo perezoso del olvido de sí mismo. Nuestra condición se asemeja cada vez más a la que Giuseppe D'Agata ha imaginado en America oh kei (Bompiani, Milán, 1984), una alucinante historia donde dibuja unos EEUU que, tras una guerra nuclear, materializan el sueño moral-consumista de los padres peregrinos, creando una humanidad histérica, inmersa en la búsqueda del paraíso dorado de un bienestar igualitario que la libere del lastre de la política, la historia y la tradición. Bajo la sombra de esa América, D'Agata pinta una Europa colonizada por el superficial consumismo homogeneizador americano; una Europa que, alabando el sueño americano, parece incapaz de encontrar en sí misma las razones de su propia existencia; una Europa en la que el cerebro de las jóvenes generaciones es devastado y paralizado por una "guerra cultural" que nadie quiere ya combatir.
D'Agata da en el clavo cuando se refiere a esa "guerra cultural". Porque, en efecto, la solución para Europa no está en construir un mercado autónomo dirigido por franceses, alemanes, españoles o ingleses diplomados en Harvard y con un master de dirección de empresas en Wisconsin [Nota: en efecto, a esto es a lo que en teoría se dirige la actual Unión Europea...], sino en buscar su propio camino a través de lo que le es íntimamente propio: su cultura, su historia. El cineasta norteamericano Elia Kazan lo decía recientemente: "Europa tiene que resistir a la cultura americana... Sé que es difícil, pero los europeos deben continuar defendiéndose. Hay un imperialismo americano que no está hecho de soldados, de barcos o misiles, sino de industria y de economía en general. América le dice a Europa: ustedes van a vender nuestros productos; una vez que los hayan vendido, deberán aceptar nuestros valores" (44).
De eso se trata. De no aceptar.
Notas
(1) ABC, 3-VI-87.
(2) Morand, Paul: De la vitesse (1929).
(3) Nigra, H.J. y Herté, R. de: "Ill était une fois l'Amérique", en NOUVELLE ECOLE, 27-28, otoño-invierno, 1975.
(4) Marienstrass, E.: La resistance indienne aux Etats Unis, Juliard, París, 1980 (p. 62).
(5) cit., por Jacqueline Grapin, "La dérive à l'Ouest", en CADMOS, 37, primavera, 1987.
(6) art. cit.
(7) ibid.
(8) Paz, Octavio: El Ogro Filantrópico, Seix Barral, Barcelona, 1979 (p. 60).
(9) Baudrillard, J.: América, Anagrama, Barcelona, 1987.
(10) Alberoni, F.: "Europa sin futuro", EL PAÍS, 20-I-85.
(11) Gorer, G.: The Americans. A Study in National Character, Cresset Press, Londres, 1948.
(12) Stendhal: Oeuvres Complètes, Cercle de Bibliophile (comp. de Victor de Litto y Ernst Abravanel): "Travels in North America". vol. XLVI (pp. 231-237).
(13) Keyserling, Herman: Psychanalyse de L'Amerique (1931).
(14) Astre, G.A. y Lepinasse, P.: La démocratie contrariée. Lobbies et jeux de puvoir aux Etats Unis, la Découverte, París, 1985.
(15) Colombo, F.: Il Dio d'America, Mondadori, Milán, 1983.
(16) LE MONDE DIPLOMATIQUE, noviembre de 1980.
(17) cit. por Carlos Cañeque, "Dios nos ha enviado a Reagan", EL PAÍS, 21-VIII-83.
(18) "La tiara gibelina", EL PAÍS, 10-X-84.
(19) Gish, Arthur G.: The NEw Left ant Christian Radicalism, William B. Eerdmans, Grand Rapids, Michigan.
(20) "Teología, ateología y postmodernidad en USA", SABER LEER, 3-III-87.
(21) Cox, H.: La religión en la ciudad secular. Hacia una teología post-moderna, Sal Terrae, Santander, 1985.
(22) Cf. Vallespin Oña, Fernando: Nuevas Teorías del Contrato Social (Rawls, Nozick y Buchanan), Alianza Universidad, Madrid, 1986.
(23) ABC, 29-X-84.
(24) ABC, 28-X-84-
(25) Wright, E.: Franklin of Philadelphia, Harvard University Press, Cambridge, 1986.
(26) Marienstrass, E.: Les mythes fondateurs de la nation américaine, Maspero, París, 1976.
(27) "Europa, sin futuro", EL PAÍS, 20-I-85.
(28) Lasch, Chr.: "Mass Culture Reconsidered", en DEMOCRACY, 1, 4, octubre 1981 (pp. 7-22).
(29) Cf. ABC, 7-IX-87.
(30) Dollé, J.P.: Danser aujourd'hui, Grasset, París, 1981.
(31) cit. por Carmen Fernández Aguinaco, "¿Qué pasa, USA?", en CRÍTICA, 741, enero 1987.
(32) ibid.
(33) cit. por José Antonio Jáuregui, DIARIO 116, 13-V-87.
(34) cit. por Gore Vidal, "Los amantes del imperio contraatacan", EL GLOBO, 9-X-87.
(35) cit. por José Florit, "Franceses e ingleses en Norteamérica", en Historia del Mundo, vol. VIII, Salvat ed. Barcelona, 1969.
(36) cit. por Astre y Lepinasse, La démocratie..., op. cit.
(37) Cf. Julio Caro Baroja, Disquisiciones Antropológicas, Istmo, Madrid, 1985 (pp. 349-373).
(38) Chevalier, M.: Society Manners and Politics in the United States. Letters on North America, Doubleday & Co., Nueva York, 1961 (cap. 34).
(39) Arendt, H.: "Dream and Nightmare", en COMMONWEAL, 10 septiembre, 1954.
(40) Harris, Marvin: America Now, Feltrinelli, Milán, 1983.
(41) Cf. por ejemplo Bret Easton Ellis, Menos que cero (Anagrama, 1986) y Jay McInerney, Luces de neón (Edhasa, 1986).
(42) EL PAÍS, 4-X-87-
(43) America, op. cit.
(44) LE NOUVEL OBSERVATEUR, 31-VI-86.