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lunes, 22 de junio de 2009

¿Atenas o Jerusalén?


Artículos de Metapolítica
Por Eduardo Hernando Nieto


Una de las tesis más conocidas del profesor Leo Strauss es sin duda el reconocimiento de que la grandeza de Occidente se ha logrado gracias a la tensión entre Atenas y Jerusalén, es decir, que nuestra cultura Occidental no hubiese sido factible sin el concurso de la razón y de la fe. Se trata pues en ambos casos de dos manifestaciones distintas de sabiduría, para la Biblia la sabiduría empieza con el temor a Dios mientras que para la filosofía ésta empieza con el asombro. Si alguien pretende buscar la sabiduría – como es el caso de Strauss – entonces tendrá que colocar sobre la mesa las dos perspectivas y escuchar que es lo que tienen que decir casa una de ellas, para poder escoger, sin embargo, tal acto implicaría ya una toma de partido a favor de la filosofía.

Ciertamente, es posible encontrar varias coincidencias entre ambas, de hecho, la teología y la filosofía clásica se oponen a muchos de los más importantes rasgos de la modernidad, el antropocentrismo, el giro de la moral hacia los derechos antes que las obligaciones (como sugieren los enfoques liberales contemporáneos) o la dependencia del hombre hacia la historia, (historicismo) así mismo, ambos abogan por la recuperación de la moral. En este sentido, tanto Atenas como Jerusalén son los grandes enemigos del nihilismo y el materialismo que se cierne sobre el mundo contemporáneo.

No obstante ello, se tratan de dos maneras distintas de definir cual sería la forma más correcta de vida, que es siempre la pregunta de aquellos que apuestan por la vida de la sabiduría. Esto es en esencia el también llamado problema teológico político: “El problema teológico político, como Strauss lo articula en concreto, a través de una pregunta fundamental, a saber, si que el hombre puede acceder al conocimiento de lo bueno a fin de poder guiar su vida individual o colectiva con el propio esfuerzo de sus poderes naturales o si es que éste es dependiente de la revelación divina “.

Es verdad, - como anota Strauss – que la tradición Bíblica, se basa en la presencia de un Dios misterioso cuya presencia se siente pero no es visible y solamente se sabe sobre él cuando lo hace de conocimiento a través de su palabra (por ejemplo con frases como “yo soy el que soy”) . Dice al respecto Strauss:
“En casi todos los aspectos, la palabra de Dios, en cuanto revelada a sus profetas y sobre todo a Moisés, se convierten en la fuente del conocimiento del bien y del mal, el verdadero árbol del conocimiento, que es al mismo tiempo el árbol de la vida”

En cambio, en el caso por ejemplo del Dios Platónico, éste no crea al mundo con su palabra sino a través de la contemplación de las ideas eternas que están por encima de él, en este sentido, la teología obviamente no daría espacio para la doctrina de las ideas.

Sin embargo, no hay que soslayar que en la práctica la filosofía no puede refutar a la fe así como tampoco la fe podría refutar a la filosofía , de esta manera se tendría que arribar a una conclusión que podría poner en duda la afirmación hecha anteriormente sobre el predominio de la filosofía sobre la teología, y esto por la sencilla razón que si no es posible refutar la teología entonces la elección de la filosofía sería finalmente una cuestión de fe.

El mundo Occidental ha tratado aparentemente de integrar o sintetizar la fe con la razón, pero lo que ha surgido como dice Strauss no es una integración sino un intento de integración , no obstante se tendrá que concluir con que este esfuerzo de armonización está condenado al fracaso porque cada una de ellas coloca una cosa como única y necesaria, a saber, la Biblia, tomará la vida del amor obediente y la Filosofía tomará la vida del entendimiento autónomo.

Pero, si bien como hemos visto ambas son necesarias para el desarrollo del mundo Occidental, el inicio de la modernidad podría decirse que empezó al momento de pretenderse la superación de la tensión. Es interesante en caso señalar el modo como dentro del llamado Racionalismo Medieval (Maimónides, Averroes etc) se logró una relación de igual respeto hacia cada una de esas tradiciones, a través de la distinción entre lo esotérico y lo exotérico, por lo cual en el plano esotérico se entendía que la vida filosófica era la vida de la búsqueda del conocimiento colocándose aquí en un plano de superioridad frente a la vida de la obediencia. Sin embargo, en el plano exotérico, los racionalistas medievales estaban subordinados a la ley. Esta fue entonces la manera inteligente como se manejó la tensión en este periodo. Sin embargo, Strauss deja entrever la posibilidad de que fuera a través del Tomismo, cuando en un intento por armonizarlos e integrarlos, se produjo la subordinación de la filosofía hacia la revelación , lo cual abrirá el camino hacia otra subordinación aun más problemática, la de la revelación dependiente ahora de la filosofía, esto comenzaría con Maquiavelo, y sería el punto de partida de la modernidad y su desarrollo desde el Positivismo hacia el Historicismo, y desde el Historicismo al Nihilismo.

Sin duda alguna, la grandeza de nuestra cultura Occidental dependerá de la recuperación de estas dos grandes tradiciones y de la restauración de su tensión, tarea difícil en la actualidad que exhibe más bien un vaciamiento de la razón y de la fe.

miércoles, 7 de mayo de 2008

¿Qué es el nomos?


Artículos de Metapolítica


Eduardo Hernando Nieto


A raíz de una serie de comentarios en el blog respecto al problema del bien y del mal (esencial para la comprensión de lo que se llama metapolítica) quiero aclarar algunos aspectos del concepto Nomos (que a su vez empleo como título de mi blog). La precisión sobre el particular no solamente ayudaría a entender mejor el sentido de la llamada metapolítica sino también serviría para justificar mi oposición radical al liberalismo y al marxismo, ambas caras de una misma moneda – como diría Heidegger - que se llama ANOMIA.
Evidentemente quienes han leído mis textos anteriores sabrán que el problema de la anomia ha sido y es central dentro del debate filosófico político y lo que acabo de señalar no es novedad, por ejemplo ya en el siglo XIX Donoso Cortés había escrito sobre esta amenaza que se cernía sobre Occidente y en el siglo XX fue Carl Schmitt quien advirtió sin mayor fortuna lamentablemente sobre el peligro de la anomía.
Pero, ¿Qué significa la anomia? o, ¿quién es el anomos? . Para responder a estas preguntas podríamos dirigirnos entonces a cualquiera de los dos pensadores citados. Quizá, por la cercanía en el tiempo Schmitt sería el indicado, y una primera respuesta la obtenemos en la siguiente cita extraída precisamente de su texto El Nomos de la Tierra: “…Nomos en cambio procede de nemein una palabra que significa tanto “dividir” como “apacentar”. El nomos es, por lo tanto, la forma inmediata en la que se hace visible, en cuanto al espacio, la ordenación política y social de un pueblo, la primera medición y partición de los campos de pastoreo, o sea la toma de la tierra y la ordenación concreta que le es inherente a ella y se deriva de ella; en las palabras de Kant: la ley divisoria de lo mío y lo tuyo del suelo, o en la fórmula inglesa que es una puntualización adecuada: el “radical little” Nomos es la medida que distribuye y divide el suelo del mundo en una ordenación determinada, y, en virtud de ello, representa la forma de la ordenación política, social y religiosa. “[1]
Basta esta referencia de Schmitt para poder precisar algunas cosas, el nomos no es sino la definición y organización de un espacio que permite entonces identificar aquello que se encuentra allí, tal definición emanaría ciertamente de un acto de voluntad, en lenguaje de Schmitt de una decisión que separa y al hacerlo nombra. Así por ejemplo, se puede trazar una línea que distingue al amigo del enemigo, a un Estado de otro Estado (si la línea se convierte en frontera), la cámara alta de la baja, el espacio público y el doméstico y así sucesivamente.
Pero, ¿Qué pasaría si no existiese el nomos? , sin dudas que su ausencia generaría un grave problema de identidad y por ello también una falta de fines y de propósitos, si el espacio no se ordena entonces todo sería confuso y probablemente se estaría reflejando aquello que Hobbes imaginaba, un estado de naturaleza donde no existe la justicia.
Sin lugar a dudas, - y especialmente en el mundo moderno que ha olvidado su significado- el nomos ha sido objeto de múltiples desafíos, pues visto desde un ángulo significa por ejemplo el establecimiento de límites y por supuesto el hombre moderno nunca desea ser limitado, la sola presencia de restricciones rápidamente deviene en dictadura o totalitarismo para ellos. Al mismo tiempo, es muy común advertir en la ideología liberal ese temor a nombrar, a definir, a delimitar, a decidir, quizá llevados por el miedo que puede traer consigo el causar algún daño con su decisión [2] o por esa tendencia tan extraña a pensar que todo tiene que ser igual, es decir, sin diferencias, monocorde[3] . Igualmente, los marxistas o socialistas por muchos años levantaron las banderas de la anomia con su tesis de aniquilamiento del Estado (manifestación de la idea del nomos), del universalismo y de la sociedad sin clases que en buen cristiano sería “sociedad” sin nomos. (o sea anomia)
La existencia del nomos entonces garantiza la posibilidad de la convivencia (pacífica o polémica) y permite a su vez que pueda tener sentido palabras como autonomía o bienestar ya que si definimos a la autonomía como la posibilidad de desarrollar nuestra naturaleza, nuestros talentos, habilidades etc. si no tenemos una identidad clara entonces jamás lo podremos hacer, más aun, si reconocemos que el desarrollo de la autonomía requiere también de la cooperación de aquellos que son afines a nosotros y con los que compartimos lazos de amistad o de ciudadanía que bajo ningún punto de vista pueden ser universales como aboga el marxismo o el liberalismo puesto que como hemos dicho el nomos delimita definiendo de paso lo político.
Y entonces, ¿Quién es el anomos?, aquí si podríamos vincular esta discusión jurídica con la teología, pues el “anomos” o el “señor de la iniquidad” sería la manifestación del mal sobre la tierra, lo que comúnmente se llama el demonio, su labor no sería otra que la borrar o alterar la línea del nomos , acabándolo o desvirtuándolo o peor quitándolo de nuestro vocabulario, y la manifestación de su señorío estaría dado por este reino de la indefinición, de la no concreción, de la confusión y de la irresponsabilidad, así pues, toda acción destinada a este propósito podría ser considerada como obra del maligno. Evidentemente mencionar estas cosas generarán hilaridad entre las huestes liberales y marxistas, sin embargo, ese es precisamente el juego del anomos, el de la banalización del bien y del mal.
[1] SCHMITT, Carl. El Nomos de la Tierra en el Derecho de Gentes del “Jus publicum europaeum”, Madrid, CEC, 1979, p.53.
[2] Aquí recuerdo lo que decía Donoso es su crítica al liberalismo con el ejemplo de Pilatos que antes de escoger entre Barrabás o Jesucristo se lava las manos y traslada la decisión final al pueblo, ¿por qué no decidió Pilatos? Seguramente para evitar la responsabilidad de cualquiera decisión que hubiese tomado.
[3] Por eso, esa delicadeza al nombrar al ENEMIGO como ADVERSARIO, es decir, como alguien esencialmente igual a uno pero que disiente en algunos aspectos con respecto a nosotros. Por lo tanto, el adversario podría ser educado o “resocializado” si es que sus conductas resultan demasiado dañinas para la sociedad.

martes, 30 de octubre de 2007

Joseph de Maistre: la reacción de la autoridad


Artículos de Metapolítica


César E. Sanabria Oviedo

Joseph de Maistre forma parte de ese grupo selecto de autores que, a pesar de su importancia, nadie lee directamente. Las opiniones sobre su obra empero nunca han faltado. Toda una serie de partidarios y adversarios ha reanimado esporádicamente el interés por su pensamiento, al menos dentro de la disciplina propia de la historia de las ideas. Las reseñas críticas que le han dedicado intelectuales de la talla de Isaiah Berlin, Emil Cioran o George Steiner, entre otros autores, han salvado la obra de Maistre del olvido completo al cual parecía condenada en el siglo XX. Estas lecturas secundarias sin embargo han tenido también un lado negativo. Y es que, en lugar de propiciar el encuentro directo con sus textos, las múltiples interpretaciones y alusiones que se han hecho de este pensador reaccionario durante los dos últimos siglos han terminado por mediatizarlo y simplificarlo en exceso, consagrando así una serie de lugares comunes sobre su obra que falsean muchas veces sus verdaderas ideas. Incluso aquellos que se han declarado sus herederos intelectuales han contribuido en esta empresa. En la primera mitad del siglo XX, el caso más ilustrativo de este tipo de interpretación reduccionista de la parte de los “partidarios” es el del alemán Carl Schmitt.

Por una cuestión práctica, la susodicha relación entre la obra de Maistre y la de Schmitt podría ser vista como algo favorable al primero. Podría pensarse que, en pleno siglo XXI, casi nadie se interesaría por la obra de un intelectual anti-democrático de hace doscientos años, si no fuera tal vez por el reconocimiento explícito que le rinde el profesor Schmitt en una de sus obras más conocidas: la Teología Política de 1922. Es evidente que el interés extraordinario que despierta la obra de este controvertido pensador alemán se traslada en cierta forma hacia aquellos a los que a su vez él mismo afirma admirar. Este es el caso de los franceses Joseph de Maistre y Louis de Bonald[i], quienes escribieron en el marco sangriento de finales del siglo XVIII, así como del español Juan Donoso Cortés, quien escribiera también en el marco de una fuerte conmoción social. Recordemos que en el capítulo IV de su célebre Teología Política, Schmitt se declara heredero del pensamiento político de la contrarrevolución, representado según él por la obra de estos tres intelectuales europeos. Debido a esta referencia explícita, resulta casi una banalidad afirmar que Maistre es el mentor intelectual de Schmitt, una especie de padre ideológico o algo así. Sin embargo, a pesar de las evidencias, pienso que la relación entre las obras de estos dos autores no es tan estrecha como se suele pensar. Al contrario, entre ellos existen diferencias irreductibles que nos impiden hablar de una continuidad o de una herencia en el sentido estricto del término.

Por una cuestión de espacio, no haré una presentación sistemática de la obra de Maistre. Para ello puede consultarse el libro del profesor Eduardo Hernando Nieto[ii]. Aunque no comparto la lectura de Eduardo, quien coloca la obra de Maistre dentro de lo que él llama la tradición del decisionismo político, es evidente que su libro tiene el mérito de haber introducido en el medio académico peruano una visión política inmerecidamente olvidada. Por mi parte, para responder un poco a sus ideas, me limitaré a estudiar la utilización política que hace Maistre de la categoría teológica del milagro, la cual cumple en su obra una función diferente a la que cumplirá más tarde en las de Juan Donoso Cortés y Carl Schmitt.

1. El Dios de la Historia

En la introducción de uno de sus libros más conocidos, la filósofa Hannah Arendt desarrolla un análisis sucinto en el que compara la figura inmemorial de la guerra y el concepto moderno de revolución. Identificando la primera a una práctica en proceso de metamorfosis, debido al fuerte desarrollo tecnológico en la materia, Arendt pretende superar la concepción tradicional del conflicto, para postular en su lugar que la amenaza es ahora un camino suficiente hacia la victoria. Inspirada sin duda por el contexto de la política internacional de su tiempo, Arendt supone que las manifestaciones guerreras, debido al poder de destrucción masiva que se viene adquiriendo, serán en adelante frías y disuasivas antes que sangrientas y definitivas.

De manera inversamente proporcional al ocaso de la guerra, la revolución continuará siendo según Arendt un instrumento político válido en la medida en que se presente como un medio de liberación. El concepto político por excelencia es ahora la revolución. Esta determinará el curso de la política del futuro. Si la guerra, que es tan antigua como la humanidad misma, está siendo superada, lo que queda como causa primera de la política es la promesa de libertad y su realización revolucionaria. Dentro de este panorama optimista, esta filósofa no reconoce ninguna acción capaz de oponerse al curso de los tiempos. Apenas dedica algunas líneas à la acción política contrarrevolucionaria, segura como está que la liberación que viene no podrá ser detenida por fuerzas reaccionarias. La contrarrevolución, según ella, no puede constituir una amenaza seria al cumplimiento de sus pronósticos porque ella no es más que una acción puramente negativa. Después de recordar que el término aparece en el curso de la revolución francesa en la obra de Condorcet, Arendt explica que la práctica contrarrevolucionaria es en realidad una práctica parásita de carácter puramente polémico. La contrarrevolución es una simple derivación de la experiencia primaria y decisiva que es la revolución francesa. Así como la ley física postula la respuesta necesaria pero secundaria de una re-acción frente a toda acción o movimiento determinado, la contrarrevolución no existe sino por su oposición a los valores de la modernidad. Dicho de otro modo, la contrarrevolución no podría acabar con la modernidad sin acabar al mismo tiempo con ella misma, en la medida en que es incapaz de ser una alternativa política. Su carácter eminentemente negativo hace de ella una experiencia meramente contestataria, sin posibilidad de éxito sino de manera tal vez circunstancial. Para finalizar con tan breve crítica, Arendt apunta explícitamente a la obra de Maistre:

“La famosa declaración de Joseph de Maistre: ‘La contrarrevolución no será una revolución contraria sino lo contrario de la revolución’ sigue siendo aquello que era en el momento en que fue pronunciada en 1796, un rasgo de ingenio sin contenido”[iii].

Desconozco si H. Arendt, en alguno de sus libros o artículos, ha estudiado en profundidad la obra de Maistre. En su texto sobre la revolución, en todo caso, ella ha pretendido negar en tres líneas todo aquello que separa a Maistre de la contrarrevolución violenta. No reconoce más que un valor retórico a todo aquello que Maistre afirma acerca de la contrarrevolución como experiencia positiva. Desde mi punto de vista, la famosa declaración que la filósofa alemana interpreta como una frase bella y hueca es en realidad la piedra de toque para comprender el pensamiento reaccionario. Decir que se trata de una frase sin contenido supone desconocer el desarrollo magnífico que de ella hace Maistre a lo largo de su obra. Después de haberlo leído, uno puede discrepar radicalmente con sus ideas, pero no se le puede acusar de no haber dicho nada. Por otro lado, siguiendo este orden de ideas, es cierto también que no se puede culpar a Arendt de haber hecho una lectura errada de Maistre sin culpar de la misma falta a aquellos que lo colocan como precursor de las teorías políticas de Juan Donoso Cortés o Carl Schmitt. En el fondo, según mi propia interpretación, la frase citada por Arendt es la prueba de que, a pesar de lo que suele decirse, Maistre no es partidario de una reacción en el sentido “físico” del término. De hecho, él niega que la fuerza (o la dictadura) sea un instrumento legítimo para restituir el régimen monárquico. Dicho de otro modo, en el enfrentamiento contra la violencia revolucionaria es inaceptable recurrir a la violencia contrarrevolucionaria.
La lectura de Considérations sur la France nos enfrenta a una serie de paradojas que hacen sumamente difícil una interpretación definitiva del pensamiento de su autor. Tan sólo al inicio encontramos una teoría que intenta conciliar la libertad humana y el gobierno temporal de la providencia, consagrando al final la idea de que los hombres pueden ciertamente hacer todo lo que quieran sin que ello signifique sin embargo que sean capaces de determinar el curso de la historia. Libremente esclavos, dice Maistre, los hombres actúan voluntaria y necesariamente a la vez[iv]. Este es tal vez el principio más importante de su sistema. El hace de la historia una manifestación directa de la voluntad misma de Dios. Incluso la revolución francesa, contra la cual Maistre dirigirá una buena cantidad de invectivas, es considerada por él como un castigo divino. Dios, entonces, no hace sino castigar a la nación francesa con el fin de regenerarla. Y para ello se sirve de aquellos que en su opinión son los instrumentos más viles, es decir, los revolucionarios. Evidentemente, si la revolución ha sido decretada por Dios, Maistre postula, a pesar de todo el horror que este fenómeno despierta en su espíritu, que nadie tiene derecho a contestar las razones divinas del castigo[v].

Afirmar que la Revolución es obra divina resulta sin embargo difícil de aceptar para espíritus monárquicos, horrorizados ante la dictadura revolucionaria y los eventos sangrientos que ella engendra tan fértilmente. El gran objetivo de Maistre en este libro será entonces convencer a aquellos que esperan la restauración de la monarquía, que todo ese espectáculo sangriento que transcurre en la Francia revolucionaria es no solamente inevitable sino también favorable a los intereses del rey. El fenómeno que se vive en Francia es sin duda aterrador, pero un espíritu monárquico no puede oponerse a él, al menos no por la fuerza, porque dicho fenómeno es una excepción necesaria tras la cual la autoridad del rey resurgirá invicta. Para explicarse, Maistre identifica la revolución francesa a un milagro, lo cual implica hacer primero una asimilación discutible entre el mundo físico y el mundo social.

Si en el orden de la naturaleza existen los milagros, nada nos impide creer que puedan existir también en el orden social y político. La situación en Francia es extraordinaria en el sentido más pleno del término. Los espíritus incrédulos están condenados a no ver allí más que caos y
violencia, mientras que los hombres de fe, horrorizados y extasiados, verán la mano divina actuando más firme que nunca. Ellos mirarán más allá de la superficie de los eventos. Dentro del desorden aparente descubrirán un orden trascendente que no se ha visto trastocado por la voluntad de los actores revolucionarios sino que por el contrario se muestra más patente que nunca. Si la mano divina no actúa a través de su representante habitual, el monarca, es porque el gobierno de éste debe conservar un carácter puro extraño a las manifestaciones de violencia necesarias para el castigo de la nación francesa.

Maistre explica que existen diversos grados de intervención divina sobre el orden del mundo. En los tiempos de paz, dice, la presencia de Dios es a tal punto imperceptible que los hombres pueden llegar a considerarse los únicos autores del curso de la historia. Nada hay de anormal en eso, porque las condiciones pacíficas de existencia les permiten sin duda actuar planificada y responsablemente. En los tiempos de conflicto, empero, el grado de intervención divina en los asuntos humanos se refuerza a tal punto que, según Maistre, Dios dirige “personalmente” los destinos de las naciones, relativizando toda acción humana. Es menester reconocer esto en la frase que sigue:

“Se ha dicho con gran razón que es en realidad la Revolución francesa la que dirige a los hombres, y no los hombres los que la dirigen a ella”[vi].

Muchos autores además del nuestro han manifestado una postura similar. Es un fenómeno ciertamente particular, pero es claro que la revolución francesa fue por mucho tiempo una experiencia incontrolable. Sus dirigentes fueron de cierta forma conducidos por la fuerza de las cosas, obteniendo casi siempre resultados inesperados y a veces exactamente contrarios a lo previsto. Muchos lo han señalado, incluida la misma Arendt. El aporte personal de Maistre es haber afirmado que esta fuerza aparentemente anónima, que escapaba a toda planificación, no era sino la voluntad divina. Sin revolución, los hombres pueden planificar, actuar y obtener los resultados esperados. Durante la revolución, por el contrario, las cosas no responden más a la voluntad del hombre. Entonces, afirma Maistre, Dios gobierna en su lugar. Nótese que esta conclusión no tiene otra razón de ser que la fe misma de su autor. Decir que es la voluntad de Dios la que se manifiesta en el curso de la revolución francesa es algo que no se puede probar racionalmente. Sin embargo la idea que señala que la voluntad humana se hallaba impotente para conducir los eventos, es una idea probada por la historia. De allí que haya sido adoptada por muchos otros autores después de Maistre. Por eso llama la atención que el esquema crítico elaborado por Hirschmann en contra de las ideas de la reacción política critique un aspecto de sus argumentos que es compartido por muchas otras teorías además de la reaccionaria.

Recordemos que la gran crítica que este profesor dirige contra Maistre se reduce a hacer una especie de ideal-tipo según el cual la postura reaccionaria es en el fondo el uso y abuso de un recurso retórico que él clasifica como una “tesis de la perversión”. Maistre entonces se habría dedicado a deslegitimar las fuerzas revolucionarias, argumentando que, a pesar de todos los esfuerzos por alcanzar la libertad, la igualdad y la fraternidad, los resultados de la revolución serían al final exactamente opuestos a los inicialmente esperados. A esto se reduce, según el profesor Hirschmann, la tesis de Maistre, a postular una perversión inevitable[vii].

Es claro sin embargo que no es patrimonio del pensamiento reaccionario el postular que las reformas sociales, políticas o económicas que los hombres persiguen pueden consagrar un resultado contrario al esperado. No me detendré en esto más tiempo. Solo quiero aclarar que la incapacidad del hombre para determinar el curso de la revolución, no es para Maistre una incapacidad permanente. Ella aparece en los momentos excepcionales en los que Dios actúa directamente en el mundo, trastocando el orden normal. En los momentos de paz, empero, los hombres gozan de un nivel de libertad que, si bien no es total al punto de permitirles guiar el curso de la historia, les permite ciertamente gobernar sus ciudades e implantar reformas con éxito. Por último, lo que Hirschmann no es capaz de ver es que esta “tesis de la perversión” a la cual apela Maistre para afirmar que la revolución y sus contradicciones son la obra misma de la divinidad, no es una tesis dirigida contra los revolucionarios sino más bien contra los contrarrevolucionarios. Para entender esto basta estudiar aquello que distingue a Maistre de los otros autores que han visto en la revolución un fenómeno extraño a las solas fuerzas del hombre: la fe en la participación de la voluntad divina en los gobiernos de los hombres.

“En el mundo político y moral, como en el mundo físico, existe un orden común, y existen excepciones a este orden. Normalmente, nosotros vemos una serie de efectos producidos por las mismas causas; pero, en ciertas épocas, se ven acciones suspendidas, causas paralizadas y efectos nuevos. El milagro es un efecto producido por una causa divina o sobrehumana que suspende o contradice una causa ordinaria”[viii].

La revolución es un milagro o, para decirlo en términos más seculares, una excepción. Ella ha comenzado por voluntad divina y deberá terminar de la misma forma. Todo intento de acabar con ella por la fuerza, es un atentado contra la soberanía de Dios. Porque de lo que se trata aquí es de un Dios que gobierna, no solamente a través de sus representantes habituales, que han sido defenestrados por la revolución, sino de manera personal y directa. En el fondo, es claro que, a pesar de su catolicismo, el Dios de Maistre es aquel del antiguo testamento, donde vemos un Dios hiperactivo que guía personalmente los destinos del pueblo elegido. Así como el pueblo de Israel sufría el castigo divino cada vez que faltaba a la alianza, Francia sufre el castigo de la revolución. El Dios de Joseph de Maistre, como aquél del Antiguo Testamento, es un Dios de la Historia, que llena de milagros la tierra.

A todas luces, las ideas de Maistre sobre la actuación de la divinidad tienen serios problemas para conciliarse con el dogma cristiano. Me limitaré a señalar sólo dos puntos. Primero, como lo recuerda Karl Löwith, no se puede encontrar rastros de una teología de la historia en el caso del nuevo testamento. El Dios cristiano, al menos para las primeras comunidades, no era un dios de la historia. De allí que los primeros cristianos, que vivían dentro de una experiencia fuertemente escatológica, tuvieran una actitud de desinterés por el mundo del más acá. Dice Löwith que ninguna teología de la historia puede fundarse en el Nuevo Testamento[ix]. Cuando Maistre afirma entonces que existe un gobierno temporal de la Providencia, se acerca más al Dios del Antiguo Testamento, aquel que era considerado Rey de Israel además de Dios, o sea soberano en un sentido no metafórico. Aquel Dios era eminentemente histórico y político.

Segundo, una consecuencia necesaria de esta preferencia por el Dios del antiguo testamento es la delimitación nacional del discurso de Maistre. El no se dirige a los pueblos de la tierra de manera universal y abstracta. El habla de Francia, para Francia. A lo sumo podemos decir que se dirige a ciertos países europeos. El no pretende que la monarquía sea el régimen político más adecuado para todas las naciones. De hecho, él está convencido de que cada nación tiene una personalidad particular con caracteres distintos al del resto de naciones, por lo que debe contar con un régimen político también distinto. En un escrito anterior a Considérations sur la France, que fuera empero publicado póstumamente, Maistre explica que un régimen político puede ser el más adecuado para una nación determinada y, a la vez, el más perjudicial para otra. De hecho, él llega a afirmar que una misma nación no puede contar con un solo régimen a lo largo de su historia, pues es evidente que sus condiciones de existencia variarán con el paso del tiempo exigiendo la variación de su forma política[x]. Lo que pretendo subrayar es que Maistre reflexiona sobre un pueblo o nación determinada, rechazando así el universalismo que es propio del Dios cristiano. Francia ocupa así en el sistema de Maistre el lugar de un nuevo pueblo elegido, al punto que los enemigos de Francia son los enemigos de Dios.

2. El milagro de la autoridad

Es el momento de recordar algo que se ha mencionado someramente líneas arriba. El libro de Maistre no ha sido escrito para atacar a la revolución, aunque las invectivas dirigidas contra ella sean numerosas desde la primera página. En todo caso, la revolución no ha sido su blanco principal, ni la razón de su redacción. Contra lo que pudiera parecer a primera vista, Maistre procura contrarrestar más bien las fuerzas reaccionarias. Todos sus argumentos se dirigen a condenar a aquellos que intentan restablecer la monarquía por la fuerza, lo cual lo induce a criticar la estrechez con la que, desde su punto de vista, se estaban juzgando los fenómenos sociales desde el lado reaccionario. Joseph de Maistre acusa el orgullo de todos aquellos que quieren actuar sin Dios, sean estos revolucionarios o contrarrevolucionarios. Los unos pecan por sublevarse en contra de la autoridad legítima, además de pretender constituir la sociedad sin el concurso de la tradición sancionada por el tiempo y la divinidad; los otros pecan por querer reducir a la fuerza aquella revolución inédita que deberían aceptar con fe. Para ambos lados pareciera que Dios no actúa más sobre el mundo. Maistre se rebela contra esta idea. En las líneas que siguen distinguiré dos argumentos señalados por nuestro autor en contra de la contrarrevolución violenta.

La primera razón es de naturaleza más bien práctica. Maistre arguye que Francia está rodeada de enemigos que amenazan más que nunca su seguridad y su integridad. Haciendo un análisis aparentemente desapasionado de la situación, él considera que la dictadura revolucionaria está en mejor posición que el gobierno monárquico para enfrentar a estos enemigos. La revolución ha endurecido a la nación francesa, la ha hecho fuerte o, al menos, la ha preparado para una posible guerra externa, gracias a la guerra civil que ha llevado a cabo. Una nación movilizada desde 1789, atravesada por la mística del dolor, está lista para enfrentar a cualquier enemigo externo. Además, el espíritu sanguinario y cruel de los revolucionarios, capaz de se servir de los instrumentos más abyectos, es casi una garantía de triunfo. El gobierno monárquico no hubiera podido garantizar la seguridad de la nación en la misma medida, porque el legítimo soberano no sabría poner en práctica una política tan temeraria como la revolucionaria, tan útil para la victoria. De esta manera, la revolución es vista como la salvación francesa. Ella no es entonces solamente un castigo; ella es una expresión de la preferencia que el Todopoderoso tiene por esta nación. Siendo tan útil para la guerra, la revolución morirá empero una vez que la paz se restablezca. Mientras tanto, sólo ella puede garantizar la integridad de la nación a través de la fuerza. Una contrarrevolución violenta significaría comenzar una guerra civil que distraería la atención puesta en el frente externo.

Maistre no está diciendo que el rey no sea capaz de conducir una guerra exitosa. Si así fuera, estaría en contra de todo lo que nos dice la historia. Sus aseveraciones responden en realidad a las circunstancias. Louis XVI no contaba con aliados suficientes para llevar a cabo una guerra con posibilidades de éxito. Esto llevó a Maistre a pensar que solamente el “genio infernal” de Robespierre podía asegurar la seguridad de Francia. Pese a haber sufrido en carne propia las consecuencias de la política revolucionaria, Maistre considera que el gobierno del terror y sus invasiones territoriales (como aquella que lo obligó al exilio), son necesarios. Esta aberrante política revolucionaria, indigna de un gobierno legítimo, es la única manera de resguardar el reino ante los peligros extraordinarios que lo amenazan. Conclusión: los revolucionarios en el fondo luchan en favor de la monarquía. Cuando el monarca vuelva así al trono, encontrará su reino a salvo de los enemigos externos que lo amenazaban.

La idea de fondo en este razonamiento es interesante para la teoría política. Para Maistre, es aparentemente posible separar en determinadas circunstancias la autoridad y el poder, aunque sea por una cuestión de pura necesidad. A pesar de sus convicciones políticas en favor de la monarquía, a pesar de las desgracias personales que la revolución ha traído a su vida, Maistre considera que el poder usurpado, sin llegar a ser una experiencia legítima, puede sin embargo ser necesario para salvaguardar intereses primarios. La revolución es la usurpación del poder, mientras que la monarquía es esa autoridad sin fuerza que debe eclipsarse excepcionalmente si quiere seguir siendo autoridad. Y es que existen situaciones en las que dicha autoridad, pese a su legitimidad incontestable, no puede detentar el poder sin perjudicarse a ella misma. El rey no podía realizar las acciones que se revelaban necesarias para llevar a cabo una guerra contra sus enemigos externos, sin arriesgar su legitimidad y poner al pueblo en su contra. Se trataba de una situación excepcional, sin duda, pero ella es suficiente para demostrar que la autoridad es un fenómeno que debe saber distinguirse del simple uso de la fuerza, lo cual quiere decir que ésta última, en determinadas circunstancias, debe saber ser una experiencia autónoma de la misma forma. En dichos casos, la autoridad es suspendida para dejar el campo libre a una política de la fuerza.

Aunque es evidente que lo propio de la política es la coincidencia entre la autoridad y el poder, dicha coincidencia no puede ser obtenida artificialmente. Ella exige el concurso divino, al menos en la obra de Maistre, como se verá en las líneas que siguen. Por el momento basta señalar que, si aquí terminara mi análisis, podría aceptar que la obra de Maistre, al separar aunque sea excepcionalmente la autoridad del poder, se encuentra en la base de las teorías dictatoriales que afirman sucederla, e incluso quizás también en los orígenes del fascismo, como lo sugiriera el profesor Isaiah Berlin[xi].

La segunda razón dada por Maistre para criticar el intento de una contrarrevolución violenta tiene que ver con la noción de la autoridad, lo cual ha sido vislumbrado en los dos últimos párrafos. Aquí se presenta desde mi punto de vista uno de sus aportes más significativos a la teoría política, aunque sea pasado por alto tanto por sus partidarios como por sus adversarios. De lo que se trata en el fondo es de la naturaleza misma de la autoridad, de todo aquello que la distingue de la fuerza bruta, de un lado, así como de la pretensión a la igualdad universal, del otro. La contrarrevolución es, en la obra de Maistre, la reacción de la autoridad. Nada más, ni nada menos. Para ver eso de forma concreta, me remito a uno de los pasajes más importantes de su libro, sino el más importante, donde Maistre relata de forma casi profética la manera cómo la contrarrevolución se realizará, si es que ella es decretada por la divinidad:

“Un correo llegado a Burdeos, a Nantes, a Lyon, etc., trae la noticia que el rey es reconocido en París; que una facción cualquiera (que se menciona o no) se ha arrogado la autoridad, y ha declarado que ella no la posee sino en nombre del rey: que se ha enviado un correo al rey, que es esperado impacientemente. El público en general se apropia de estas noticias y las carga de mil circunstancias impactantes. ¿Qué hacer? (…) Esperar. Pero al día siguiente se recibe la noticia de que una ciudad de guerra determinada ha abierto sus puertas; razón de más para no precipitarse. Pronto se sabe que la noticia era falsa; pero dos otras ciudades, que la creyeron verdadera, han dado el ejemplo creyendo recibirlo: ellas acaban de someterse, incitando a la primera ciudad a someterse también aunque esta no pensaba hacerlo. El gobernador de esta ciudad ha presentado al rey las llaves de la ciudad… Es el primer oficial que tiene el honor de recibirlo en una de las ciudades de su reino (…) A cada minuto, el movimiento realista se refuerza; pronto él se vuelve irresistible. ¡Viva el rey!, grita el amor y la fidelidad, en el colmo de la felicidad: ¡Viva el rey!, responde el republicano hipócrita en el colmo del terror. ¿Qué importa? No hay más que un grito. Y el rey es sagrado. Ciudadanos: así es como se hacen las contrarrevoluciones”[xii].

Con este relato Maistre intenta distinguir la restauración de la monarquía del empleo corriente de la violencia. El establece así que, en las situaciones de excepción, la autoridad legítima no puede recurrir al uso de la fuerza, si es que de verdad quiere vencer la simple usurpación y la instrumentalización del poder. Pareciera que, iniciada la revolución, todo ejercicio del poder, aunque sea de la parte de su titular legítimo, ingresa en una lógica mimética que socava los fundamentos de la autoridad misma si es que ésta no es capaz de distinguirse de la fuerza. En los momentos de crisis, cuando el orden normal se suspende, las jerarquías conocidas declinan y cualquiera siente en su pecho los ímpetus de la rebeldía, el rey tiene el deber de distinguirse de todo aquello que participa de la usurpación y la mentira. Si él entrara en la lógica de la revolución, es decir, si él demandara una contrarrevolución violenta, arriesgaría su autoridad misma: la legitimidad se definiría en adelante en función del resultado de un conflicto entre contrincantes similares, volviéndose así la propiedad del más fuerte. A partir de ese momento, la autoridad dejaría de existir y la violencia se volvería una categoría autónoma y legítima de lo político. Por eso es que la autoridad, impedida de ser una simple consecuencia de la fuerza, debe restaurarse naturalmente e imponerse sin hacer uso de la violencia. La autoridad debe someter el poder sin instrumentalizarlo, si es que de veras quiere distinguirse de la subversión. Una vez que la paz sea restablecida, podrá hacer uso del poder legítimamente; pero, mientras que su autonomía respecto de la violencia no sea asegurada, la autoridad debe distinguirse del poder constantemente. La contrarrevolución no es entonces, en el pensamiento de Joseph de Maistre, una reacción newtoniana frente a los actos de la violencia revolucionaria; ella es más bien la respuesta a la crisis de la autoridad de la cual se habla tanto hoy en día. La crítica de Arendt carece pues de sentido, porque la contrarrevolución no es una experiencia puramente negativa o parásita, por el contrario, ella implica el retorno de la autoridad misma. La famosa declaración de Joseph de Maistre: “La contrarrevolución no será una revolución contraria, sino lo contrario de la revolución”, no es un simple rasgo de ingenio sin contenido. Ella revela antes bien lo que hay de sublime en su pensamiento. Dicho de otro modo, la contrarrevolución se impone naturalmente “sin violencia, de un lado, y sin deliberación, del otro: es una especie de tranquilidad magnífica que no es fácil expresar”[xiii].

La autoridad se distingue tanto de la dictadura (comisaria o soberana) como de la igualdad. La primera, incapaz de vislumbrar el orden divino, se reduce a ser una experiencia de la fuerza; la segunda, consagrada torpemente en los tiempos modernos, no puede aceptar la disimetría inherente a la verdadera experiencia de la autoridad.

La utilización política de la categoría teológica del milagro en la obra de Maistre se distingue radicalmente de aquella que encontramos en las obras de Donoso Cortés y Carl Schmitt. Para empezar, Maistre no seculariza el milagro. El no utiliza esta categoría teológica para legitimar una decisión política que establezca el estado de excepción. El no hace el famoso paralelo que hará más tarde el diplomático español Juan Donoso Cortés. Según éste, recordemos, el hecho de que Dios se sirva del milagro para suspender una ley natural, significa que todo gobierno, humano o divino, está legitimado para suspender las leyes cuando ello sea necesario. De una manera contundente, Donoso Cortés señala que los hombres no pueden pretender gobernar las sociedades sin utilizar los medios que Dios mismo utiliza para gobernar el mundo. En el caso de Joseph de Maistre, por el contrario, no es posible encontrar este paralelo. El milagro no es para él un instrumento secularizado en favor del soberano. El milagro sigue siendo, incluso en el plano social y político, una intervención directa de Dios que escapa al conocimiento y al control del hombre. La excepción existe, desde luego. Ella es necesaria, según J. de Maistre; pero eso no impide reconocer que ella es siempre una experiencia ilegítima, imposible de ser llevada a cabo por los hombres de fe. Ella es por el contrario una experiencia de la fuerza que tarde o temprano se volverá en contra de aquellos que la iniciaron, como si en su seno llevara su propio castigo o infortunio. El estado de excepción tiene la propiedad de ser conducido por hombres envilecidos, sobre los cuales se extiende la ignominia. En las teorías posteriores de Donoso Cortés y Carl Schmitt este detalle será pasado por alto.

Podría decirse que Maistre forma parte de la tradición del decisionismo político, si con ello se piensa en su radical desconfianza hacia la deliberación pública como medio de constitución de la sociedad. Pero no puede decirse lo mismo a partir de la posibilidad de decidir el estado de excepción. Luego, mientras que para Carl Schmitt el soberano es soberano en la medida en que decide el estado de excepción; para Maistre el soberano es soberano en la medida en que se mantiene distanciado de dicho estado de excepción. De hecho, el estado de excepción en la obra de Joseph de Maistre implica la suspensión del soberano legítimo, es decir, la suspensión de la autoridad misma.

Las diferencias entre Maistre y sus supuestos herederos son numerosas. Ellas parten de una distinción primera. La convicción más importante del primero es esta: el monarca volverá. La convicción de Donoso Cortés en cambio es exactamente la contraria: la monarquía ha muerto, luego, una dictadura se impone. Me parece que este es el verdadero punto de quiebre. A partir de esta diferencia se puede explicar el resto. Y sin embargo la teoría política de Maistre no se limita a ser la manifestación de una esperanza incumplida. Sabemos que la historia posterior no le ha dado la razón, pero ello no impide reconocer que más allá de su lenguaje anacrónico su obra significa la primera gran explicación de lo que significa la crisis de la autoridad tras el mundo moderno.

Las ideas de Joseph de Maistre pertenecen al pasado en la medida en que la autoridad misma pertenece a él también. Mucha gente ha intentado explicar las causas de la evidente crisis de autoridad que se vive actualmente, sin descubrir que la autoridad es en el mundo moderno, al menos inicialmente, un contra-valor. La crisis de la autoridad nació con el igualitarismo moderno. Restituirla resulta casi imposible en nuestros días, aunque muchos intenten crear experiencias similares. En todo caso, la autoridad no será más una categoría primaria de la política, porque ella se opone a valores que se consideran más importantes. Lo decía Hugo mismo: “Fraternidad sí; Autoridad, no. Mi igual no es mi maestro; mi hermano no es mi padre”[xiv].

La pretensión de este artículo no ha sido la de limpiar la imagen de Maistre presentando su lado “gentil” (que de hecho existe). Muchos autores, sobre todo en el siglo XIX, han intentado mostrar un lado más moderado de este reaccionario, algunos de los cuales lo han considerado incluso un liberal[xv]. Yo considero que él es un autor demasiado complejo y paradójico como para no encontrarle frases, ideas, invectivas que le devolverían fácilmente la imagen tétrica que se suele tener de él. Mi intención ha sido la de mostrar un poco esa complejidad a partir de un punto concreto de su obra. Maistre no es, desde mi punto de vista, el precursor de Carl Schmitt, como éste lo pretendió; tampoco lo considero el padre ideológico del totalitarismo del siglo pasado, como lo declara Berlin. El es simplemente una lectura obligada para poder entender la crisis de lo político.

[i] En realidad, estrictamente hablando, Maistre no era francés sino más bien súbdito del ducado de Saboya y el reino de Cerdeña. El territorio donde nació (Chambéry) es hoy día sin embargo territorio francés y su lengua materna era la francesa.
[ii] E. Hernando Nieto. Pensando peligrosamente: el pensamiento reaccionario y los dilemas de la democracia deliberativa. Lima: PUC, 2000.
[iii] Arendt. Essai sur la révolution. Paris : Gallimard, 1967, p. 20. La traducción es mía.
[iv] J. de Maistre. « Considérations sur la France ». In : Œuvres Op. Cit. p. 199.
[v] Cioran ve en este principio una contradicción. Si la convicción de Maistre es que Dios mismo decreta la Revolución, ¿por qué entonces acusa a los revolucionarios de criminales? ¿No sería también criminal esa fuerza superior que hace de ellos sus instrumentos? E. Cioran. « Joseph de Maistre : Essai sur la pensée réactionnaire », in : Exercices d’admiration. Paris : Gallimard, Arcades, 1995, p. 20.
[vi] Maistre. Op. Cit. p. 201.
[vii] Cf. Albert Hirschmann. Deux siècles de rhétorique réactionnaire. Paris : Fayard, 1991.
[viii] Maistre. Op. Cit. p. 199.
[ix] Karl Löwith. Histoire et Salut : les présupposées théologiques de la philosophie de l’histoire. Paris : Gallimard, 2005.
[x] Maistre. De la souveraineté du peuple : un anti-contrat social (edición de J.-L. Darcel) Paris : PUF, 1992.
[xi] Cf. Berlin. “Joseph de Maistre and the origins of fascism”, in: The crooked timber of humanity. London: Fontana Press, 1991, p. 91-174.
[xii] Maistre. Considérations… Op. Cit. p. 256-257. La traducción es mía.
[xiii] Maistre. Essai sur le principe générateur des constitutions politiques et des autres institutions humaines, in : Œuvres Op. Cit. p. 366.
[xiv] Citado por J.-Y. Pranchère. Qu’est-ce que la royauté ? Paris : Vrin, 1992, p. 12.
[xv] Cf. Jean Zaganiaris. Spectres contre-révolutionnaires : Interprétations et usages de la pensée de Joseph de Maistre XIXe-XXe siècles. Paris : L’Harmattan, 2005.