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lunes, 18 de agosto de 2008

Ernst Jünger y el Señorío del Trabajador


Artículos de Metapolítica


Por Eduardo Hernando Nieto


Hace un buen tiempo quería escribir a propósito de uno de los más importantes ensayos de metapolítica publicados en el siglo XX, por el maestro alemán Ernst Jünger [1], “ Der Arbeiter. Herrschaft und Gestalt”, (“El Trabajador. Dominio y Figura”), el polémico trabajo - según se comenta - fue repudiado tanto por algunos líderes del nacionalsocialismo como por los comunistas, sin embargo, paradójicamente estos últimos llegaron a tildar el trabajo de fascista mientras que para algunos conservadores se trataba de una apuesta a favor del materialismo ateo.
En fin, como después comentaría Jünger, lo más probable es que ni muchos nazis ni los comunistas habrían entendido su trabajo precisamente porque éste no tenía que ver directamente con la política contingente sino con la metapolítica. Así Jünger señaló respecto al texto y la figura mítica del trabajador lo siguiente: “Veo en el trabajador una figura mítica que hace su entrada en nuestro mundo, y las cuestiones del siglo XIX que se apoyan en lo esencial sobre la economía no intervienen en mí sino en una segunda línea. Es decir, que el que posee el poder en su calidad de titán posee también naturalmente el dinero.” [2] En este sentido, añadía él, habíamos dejado ya la edad de los Dioses y nos encontrábamos en la de los Titanes, es decir, en la era del poder, a pesar de que quienes lo detentan – decía Jünger – intenten aparecer como filántropos o marxistas. [3]
¿Pero, que representaba concretamente la figura del Trabajador?
Ciertamente, se trató de una fuerza que irrumpió en el siglo XX como una alternativa distinta a la del burgués, que en todo caso nunca llegó a conectarse con la energía de la naturaleza como si lo pudo hacer “el trabajador”: “el trabajador mantiene, en efecto, una relación con los poderes elementales de cuya mera existencia nunca tuvo el burgués el menor atisbo” [4], esto, le permitía también obtener una forma de libertad muy diferente a la del burgués, de hecho, en el mundo del trabajo la reivindicación de libertad aparecía como reivindicación del trabajo.
Definitivamente “El Trabajador” huele mucho a pólvora de las trincheras de la primera guerra mundial (el libro fue publicado en 1932) y se impone como una manifestación que avizoraría la superación del individualismo burgués y del socialismo proletario, como bien comenta mi querido amigo el ensayista mexicano José Luis Ontiveros, y que tal superación solamente podría ser comprendida a través de la vía de Nietzsche: “a la universalización del nihilismo corresponde una universalización de la técnica. El trabajador volverá a unir, en un valor único, la tekne con la poiesis, esto es, la inventiva con la creación, dotando a la técnica de su sentido de alethia, de revelación, de descubrimiento del Ser y de la esencia. El Trabajador rescata a la técnica del valor neutral que el mundo burgués le había otorgado para construir la felicidad de los mediocres; pone en entredicho el significado de la técnica como una humanización del mundo, en la que se aclimatan las asperezas para vivir en el domesticamiento, el sopor y la molicie. La técnica es un medio para concentrar, en una doctrina de salvación, la enseñanza que el dolor marca en la voluntad; es un valor que debe heroizarse, hacerse épico, contra de la concepción económica de la civilización burguesa que restringe la técnica a un medio de supresión de la naturaleza”. [5]
Coincido totalmente con Ontiveros, la lectura que debe plantearse a este soberbio trabajo de Jünger es a la luz de la visión de la “Konservative Revolution” del período de entre guerras, y como el mismo Jünger lo acotaba viendo al Trabajador como una forma de desarrollo del Prusianismo [6] , es decir, como una figura semejante a la del gurrero (Reivindicado fundamentalmente en su trabajo “Tempestades de Acero”) , y de cierto modo cercano al anarca que aparecerá tras la “muerte” del trabajador (ver en este caso “La emboscadura” o también traducido como “El tratado del rebelde”).
La esencia del “Arbeiter” radicaba entonces en la posibilidad de alterar el “Zeitgeist” de la Ilustración y transformarlo de una manera radical acabando así con la dictadura de la materia reivindicada por el liberalismo burgués y el socialismo marxista, frente a ellos se levantaba pues esta figura encargada de recuperar el verdadero significado de la Técnica, como revelación o descubrimiento, un nuevo intento para devolverle la sacralidad al mundo, una forma de volver en esta etapa crepuscular a los orígenes a la cercanía con los Dioses, lamentablemente, la exaltación Jüngeriana no duraría mucho pues el abismo de la modernidad tenía un mayor fondo del previsto en ese momento por Jünger, de allí, la irrupción del anarca y la necesidad de actuar como un “emboscado” mientras se aguardaba el fin, más no podría hacerse.
[1] Más adelante lo hare con Julius Evola y su “Cabalgar el Tigre”
[2] Julien Hervier, Conversaciones con Ernst Jünger, México, FCE, 1990, p.62.
[3] Ibid.
[4] Ernst Jünger, El Trabajador, Madrid, Tusquets, 1990, p.25.
[5] José Luis Ontiveros, La espada y la gangrena, México, Instituto Mexiquense de Cultura, 1992, p.77.
[6] Aquí la relación es muy directa con Oswald Spengler, Cfr. Prusianismo y Socialismo, Argentina, Ediciones Nacionales y Extranjeras, 1935. Decía Spengler: “Aunque el vocablo se refiere a la región donde se ha encontrado una poderosa interpretación y donde se ha desarrollado a un alto nivel, debo decir que es esto: prusianismo es una comprensión de vida, un instinto, un espíritu de solidaridad, constituye un resumen de cualidades espirituales y por último también corporales..” p.63. ca

lunes, 4 de febrero de 2008

La Tradición


Artículos de Metapolítica


Por Ernst Jünger


Tradición: para una estirpe dotada de la voluntad de volver a situar el énfasis en el ámbito de la sangre, es palabra fiera y bella. Que la persona singular no viva simplemente en el espacio. Que sea, por el contrario, parte de una comunidad por la cual debe vivir y, dada la ocasión, sacrificarse; esta es una convicción que cada hombre con sentimiento de responsabilidad posee, y que propugna a su manera particular con sus medios particulares. La persona singular no se halla, sin embargo, ligada a una superior comunidad únicamente en el espacio, sino, de una forma más significativa aunque invisible, también en el tiempo. La sangre de los padres late fundida con la suya, él vive dentro de reinos y vínculos que ellos han creado, custodiado y defendido. Crear, custodiar y defender: esta es la obra que él recoge de las manos de aquéllos en las propias, y que debe transmitir con dignidad. El hombre del presente representa el ardiente punto de apoyo interpuesto entre el hombre pasado y el hombre futuro. La vida relampaguea como el destello encendido que corre a lo largo de la mecha que ata, unidas, a las generaciones... las quema, ciertamente, pero las mantiene atadas entre sí, del principio al fin. Pronto, también el hombre presente será igualmente un hombre pasado, pero para conferirle calma y seguridad permanecerá el pensamiento de que sus acciones y gestos no desaparecerán con él, sino que constituirán el terreno sobre el cual los venideros, los herederos, se refugiarán con sus armas y con sus instrumentos.Esto transforma una acción en un gesto histórico que nunca puede ser absoluto ni completo como fin en sí mismo, y que, por el contrario, se encuentra siempre articulado en medio de un complejo dotado de sentido y orientación por los actos de los predecesores y apuntando al enigmático reino de aquéllos de allá que aún están por venir. Oscuros son los dos lados, y se encuentran más acá y más allá de la acción; sus raíces desaparecen en la penumbra del pasado, sus frutos caen en la tierra de los herederos... la cual no podrá nunca vislumbrar quien actúa, y que es todavía nutrida y determinada por estas dos vertientes en las cuales justamente se fundan su esplendor sin tiempo y su suprema fortuna. Es esto lo que distingue al héroe y al guerrero respecto al lansquenete y aventurero: y es el hecho de que el héroe extrae la propia fuerza de reservas más altas que aquéllas que son meramente personales, y que la llama ardiente de su acción no corresponde al relámpago ebrio de un instante, sino al fuego centelleante que funde el futuro con el pasado. En la grandeza del aventurero hay algo de carnal, una irrupción salvaje, y en verdad no privada de belleza, en paisajes variopintos... pero en el héroe se cumple aquello que es fatalmente necesario, fatalmente condicionado: él es el hombre auténticamente moral, y su significado no reposa en él mismo únicamente, ni sólo en su día de hoy, sino que es para todos y para todo tiempo.
Cualquiera que sea el campo de batalla o la posición perdida sobre la que se halle, allí donde se conserva un pasado y se debe combatir por un futuro, no hay acción que esté perdida. La persona singular, ciertamente, puede andar perdida, pero su destino, su fortuna y su realización valen en verdad como el ocaso que favorece un objetivo más elevado y más vasto. El hombre privado de vínculos muere, y su obra muere con él, porque la proporción de esa obra era medida sólo respecto a él mismo. El héroe conoce su ocaso, pero su ocaso semeja a aquel rojo sangre del sol que promete una mañana más nueva y más bella. Así debemos recordar también la Gran Guerra: como un crepúsculo ardiente cuyos colores ya determinan un alba suntuosa. Así debemos pensar en nuestros amigos caídos y ver en su ocaso la señal de la realización, el asentimiento más duro dirigido a la propia vida. Y debemos arrojar lejos, con un inmundo desprecio, el juicio de los tenderos, de aquellos que sostienen cómo "todo esto ha sido absolutamente inútil", si queremos encontrar nuestra fortuna viviendo en el espacio del destino y fluyendo en la corriente misteriosa de la sangre, si queremos actuar en un paisaje dotado de sentido y de significado, y no vegetar en el tiempo y en el espacio donde, naciendo, hayamos llegado por casualidad.No: ¡nuestro nacimiento no debe ser una casualidad para nosotros! Ese nacimiento es el acto que nos radica en nuestro reino terrestre, el cual, con millares de vínculos simbólicos, determina nuestro puesto en el mundo. Con él nos convertimos en miembros de una nación, en medio de una comunidad estrecha de ligámenes nativos. Y de aquí que vayamos después al encuentro de la vida, partiendo de un punto sólido, pero prosiguiendo un movimiento que ha tenido inicio mucho antes que nosotros y que mucho después de nosotros hallará su fin. Nosotros recorremos sólo un fragmento de esta avenida gigantesca; sobre este tramo, sin embargo, no debemos transportar sólo una herencia entera, sino estar a la altura de todas las exigencias del tiempo.
Y ahora, ciertas mentes abyectas, devastadas por la inmundicia de nuestras ciudades, surgen para decir que nuestro nacimiento es un juego del azar, y que "habríamos podido nacer, perfectamente, franceses lo mismo que alemanes". Cierto, este argumento vale precisamente para quienes lo piensan así. Ellos son hombres de la casualidad y del azar. Les es extraña la fortuna que reside en el sentirse nacido por necesidad en el interior de un gran destino, y de advertir las tensiones y luchas de un tal destino como propias, y con ellas crecer o incluso perecer. Esas mentalidades siempre surgen cuando la suerte adversa pesa sobre una comunidad sancionada por los vínculos del crecimiento, y esto es típico de ellas. (Se reclama aquí la atención sobre la reciente y bastante apropiada inclinación del intelecto a insinuarse parasitariamente y nocivamente en la comunidad de sangre, y a falsear en ella la esencia según el raciocinio... es decir, a través del concepto, a primera vista correcto, de "comunidad de destino". De la comunidad de destino, sin embargo, formaría parte también el negro que, sorprendido en Alemania al inicio de la guerra, fue envuelto en nuestro camino de sufrimiento, en las tarjetas del pan racionado. Una "comunidad de destino", en este sentido, se halla constituida por pasajeros de un barco de vapor que se hunde, muy diversamente de la comunidad de sangre: formada ésta por hombres de una nave de guerra que desciende hasta el fondo con la bandera ondeando).El hombre nacional atribuye valor al hecho de haber nacido entre confines bien definidos: en esto él ve, antes que nada, una razón de orgullo. Cuando acaece que él traspase aquellos confines, no sucede nunca que él fluya sin forma más allá de ellos, sino en modo tal de alargar con ello la extensión en el futuro y en el pasado. Su fuerza reside en el hecho de poseer una dirección, y por tanto una seguridad instintiva, una orientación de fondo que le es conferida en dote conjuntamente con la sangre, y que no precisa de las linternas mudables y vacilantes de conceptos complicados. Así la vida crece en una más grande unidad, y así deviene ella misma unidad, pues cada uno de sus instantes reingresa en una conexión dotada de sentido.
Netamente definido por sus confines, por ríos sagrados, por fértiles pendientes, por vastos mares: tal es el mundo en el cual la vida de una estirpe nacional se imprime en el espacio. Fundada en una tradición y orientada hacia un futuro lejano: así se imprime ella en el tiempo. ¡Ay de aquél que cercena las propias raíces!... éste se convertirá en un hombre inútil y un parásito. Negar el pasado significa también renegar del futuro y desaparecer entre las oleadas fugitivas del presente.Para el hombre nacional, en cambio, subsiste un peligro por otro lado grande: aquél de olvidarse del futuro. Poseer una tradición comporta el deber de vivir la tradición. La nación no es una casa en la cual cada generación, como si fuese un nuevo estrato de corales, deba añadir tan sólo un plano más, o donde, en medio de un espacio predispuesto de una vez por todas, no sirva otra cosa que continuar existiendo mal o bien. Un castillo, un palacio burgués, se dirán construidos de una vez y para siempre. Pronto, sin embargo, una nueva generación, empujada por nuevas necesidades, ve la obligación de aportar importantes cambios. O por otro lado la construcción puede acabar ardiendo en un incendio, o terminar destruida, y entonces un edificio renovado y transformado viene a ser construido sobre los antiguos cimientos. Cambia la fachada, cada piedra es sustituida, y todavía, ligada a la estirpe como se encuentra, perdura un sentido del todo particular: la misma realidad que fue en un principio. ¿Tal vez puede decirse que incluso tan sólo durante el Renacimiento o en la edad barroca ha existido una construcción perfecta? ¿Acaso es que entonces se detiene un lenguaje de formas válido para todos los tiempos? No, pero aquello que ha existido entonces, permanece de algún modo oculto en lo que existe hoy

jueves, 30 de agosto de 2007

Ernst Jünger: Yo soy la acción


Artículos de Metapolítica


José Luis Ontiveros


En torno a la obra del escritor alemán Ernst Jünger se ha producido una polémica semejante a la que preocupó a los teólogos españoles en relación con la existencia del alma de los indios. De alguna manera, el hecho de que se le haya discutido en medios intelectuales mundiales con asiduidad, y el que una nueva política literaria tienda a revalorizarlo, le otorga, como lo hizo a los naturales el Papa Paulo III, la posibilidad de una lectura conversa; ya no traumatizada por su historia maldita, absolutoria de su derecho a la diferencia, y exoneradora de un pasado marcado por la gloria y la inmundicia. La polémica sobre Jünger que en medio de lamentaciones previsorias sobre su “ceguera histórica” ha reconocido la posibilidad de que también poseía un alma personal, se ha mantenido, sin embargo, en los límites del conocimiento de su obra. Pareciera que profundizar en Jünger puede indicar de alguna manera una proclividad secreta, una oscura complicidad con este peligroso ”junker”, intelectual orgánico de los desarraigados, al que se suele evocar como el cazador y animal de presa, que en la adolescencia se enrola en la Legión Extranjera francesa, testimonio que deja en Juegos Africanos; se le presenta como situado ”de pronto a la sombra de las espadas” (1), y esta exaltación hecha tipología se presenta como el truco con que se evade el contenido de su obra. Por ello debe partirese de un principio: Jünger sigue siendo el mismo, es un réprobo permanente y resuelto, una conciencia erguida y soberana: ”yo siempre he tenido las mismas ideas, sólo que la perspectiva ha cambiado con los años” (2). En Jünger hay una sola línea ascendente, un impulso de creación unívoco que arranca en 1920 con Tempestades de Acero, se afirma en Juegos Africanos, obra intermedia, que precede a En los acantilados de mármol (1939), Heliópolis (1940), y Eumeswil (1977). Resulta entonces necesariopara llegar a Heliópolis y a un acercamiento a su comprensión, hacer referencia a un problema histórico. Jünger en la línea de Saint-Exupéry y de Henry de Montherlant ama la acción como el supremo valor de la vida: no existe una renuncia a las pompas del mal, a los frutos concretos de la acción. Hay, al contrario, a lo largo de su obra, un reflejo centelleante que nace de la negación deliberada de la bondad; un aliento nietzscheano de que ”no encontraremos nada grande que no lleve consigo un gran crimen”. Por ello es que debe ahorrarse la gratuidad de perdonarlo, de ver en Jünger al intelectual víctima de sus demonios. De esta forma si Jünger ha padecido un Nuremberg simbólico, la actitud rectora de su creación ha permanecido firme sobre la marejada, sobre los prejuicios políticos y aún sobre la ”conmiseración” que nunca ha necesitado. No hay en su obra, como producto de la derrota de Alemania en la II Guerra Mundial, una disociación de un antes y un después; una versión suavizada del mal, que habría retrocedido de su estado agudo a su estado moderado. Por ello, si su texto La Guerra, nuestra madre escrito en 1934 ha recorrido una suerte semejante a Bagatelas para una masacre de Louis Ferdinand Céline, en el sentido de que ambos son unánimemente ”condenados” y prácticamente inencontrables a excepción de fragmentos; el joven escritor alemán, que afirmaba que: ” la voluptuosidad de la sangre flota por encima de la guerra como una vela roja sobre una galera sombría” (3), es el mismo que canta el poder de la sangre, treinta y un años después de cieno, fuego y derrota: ”los gigantescos cristales tienen forma de lanzas y cuchillos, como espadas de colores grises y violetas, cuyos filos se han templado en el ardiente soplo de fuego de fraguas cósmicas” (4).
El nuevo intelectual El viejo ”junker”, ha nacido como hijo de la burguesía industrial tradicional, en Heidelberg, el 29 de marzo de 1895, ha permanecido a sus 93 años de edad como un fiel artesano de sus sueños, un celoso guardían de sus obsesiones, un claro partidario de la acción. Por otra parte, se presenta el problema histórico. Jünger, herido siete veces en la I Guerra Mundial, portador de la Cruz de Hierro de primera clase y de la condecoración ”Pour le Mérite” (la más alta del Ejército Alemán); miembro juvenil de los ”cascos de acero” y de los ”bolcheviques nacionales”; y ayudante del gobernador militar de París durante la ocupación alemana, es un nuevo intelectual, que rompe con el molde tradicional que tiene de la función intelectual la Ilustración y la cultura burguesa. En cierta medida corresponde a los atributos que describe Gramsci del ”nuevo” intelectual: ”el modo de ser del nuevo intelectual ya no puede consistir en la elocuencia motora, exterior y momentánea, de los efectos y de las pasiones, sino que el intelectual aparece insertado activamente en la vida práctica, como constructor, organizador, persuasivo permanentemente” (5). En este sentido Jünger va más allá de la ”elocuencia motora”, de la relación productiva y mecánica de una condición económica precisa. Puede decirse entonces que si bienJünger tiene atributos de ”junker” prusiano, teniendo parentesco con la ”casta sacerdotal militar que tiene un monopolio casi total de las funciones directivas organizativas de la sociedad política” (6), esta relación funcional y productiva está rota en el caos, en el nihilismo y la decepción que acompañan a la derrota de Alemania en la I Guerra Mundial. Jünger, que quizá en la época guillermina del orgulloso II Reich, hubiera podido reproducir las características de su clase, se encuentra libre de todo orden social como un intelectual del desarraigo, de la tribu de los nómadas en el poderoso grupo disperso de los solitarios que han luchado en las trincheras. Detengámonos en el análisis de este estado espiritual y de esta circunstancia histórica, cuya trascendencia se manifiesta en toda su narrativa, especialmente en el carácter unitario de su obra y en su posición ideológica, lo que a su vez nos permitirá comprender la clave de una de sus novelas más significativas del período de laúltima postguerra: Heliópolis, cuyos nervios se hallan ya entre el tumulto que sobrecoge al joven Jünger, como un brillante fruto de la acción interna que sujetará su espíritu. Así podremos apreciar cabalmente a este autor central de la literatura alemana del siglo XX, para determinar cuál es el rostro que se ha cincelado, en la multiplicidad de espectros que lo reflejan con caras distintas. ¿Acaso es Jünger, como quiere Erich Kahler, al que ”incumbe la mayor responsabilidad por haber preparado a la juventud alemana para el estado nazi, aunque él mismo nunca haya profesado el nazismo?” (7). ¿Se trata del escéptico autor de la ”dystopía” o utopía congelada que se expresa en su relatoEumeswil? ¿Quién es entonces este contardictorio anarquista autoritario?
La trilogía del desarraigo Podemos intentar responder con un juego de conceptos en los que se articulase su radiografía espiritual, con su naturaleza compleja y una historia convulsionada y devoradora. Esta visión nos dará un Jünger revelado en una trilogía: se trata del demiurgo del mito de la sangre, del cantor del complejo de inferioridad nihilista de la cultura alemana, del emisario del dominio del hombre faústico y guerrero. Sólo así podremos entender cómo Jünger pudo dirigir desde ”fuera de sí” un pelotón de fusilamiento, certificar la estética del dolor con una ”segunda conciencia más fría” o experimentar los viajes místicos del LSD o de la mezcalina. Requerimos verlo en su dimensión auténtica: la del ”condottiero” que huye hacia delante en un mundo ruinoso.
Memorias de un condottiero La aventura de Jünger cobra el símbolo de una organicidad rotunda enla relación social del intelectual con la producción de una clase concreta; se trata fundamentalmente de una personalidad que de alguna manera expresa Drieu la Rochelle: ”(es) el hombre de mano comunista, el hombre de las ciudades, neurasténico, excitado por el ejemplo de los fascios italianos, así como por el de los mercenarios de las guerras chinas, de los soldados de la Legión Extranjera” (8). Se verdadera patria son las llamas, la tensión del combate, la experiencia de la guerra. Su conformación íntima se encuentra manifestada en otro de aquellos que vivieron ”la encarnación de una civilización en sus últimas etapas de decadencia y disolución”, así dice Ernst Von Salomon en Los proscritos: ”sufríamos al sentir que en medio del torbellino y pese a todos los acontecimientos, las fatalidades, la verdad y la realidad siempre estaban ausentes” (9). Es este el territorio en que Jünger preparará la red invisible de su obra, recogiendo las brasas, los escombros, las banderas rotas. Cuando todo en Alemania se tambalea: se cimbran los valores humanitarios y cristianos, la burguesía se declara en bancarrota y los espartaquistas establecen la efímera República de Münich, aparecen los elementos vitales de su escritura, que atesorará como una trinchera imbatible heredera del limo, con la llave precisa que abrirá las puertas de la putrefacción a la literatura. Es la época en que Jünger, interpretando la crisis existencial de una generación que ha pretendido disolver todos sus vínculos con el mundo moribundo, toma conciencia de sí con un poder vital que no quiere tener nada que deber al exterior, que se exige como destino: ”nosotros no queremos lo útil, práctico y agradable sino lo que es necesario y que el destino nos obliga a desear”. Participa entonces en las violentas jornadas de los ”cascos de acero”. Sin embargo, pese a ser un colaborador radical del suplemento Die Standart, ógano de los ”Stahlhelm”, se mantendrá siempre con una altiva distancia del poder. Llegará a compartir páginas incendiarias en la revista Arminius con el por entonces joven doctor en letras y ”bolchevique nacional” Joseph Goebels y con el extraño arquitecto de la Estonia germana, Alfred Rosenberg. Cuando Jünger escribe en 1939 En los acantilados de mármol (que se ha interpretado como una alegoría contra el orden nacionalsocialista), han pasado los días ácratas en que ”los que volvían de las trincheras, en las que por largos años habían vivido sometidos al fuego y a la muerte, no podían volver a las escuálidas vivencias del comprar y el vender de una sociedad mercantilista” (10). Ahora una parte considerable de los excombatientes se ha sumado a una revolución triunfante, en que la victoria es demasiado tangible. Jünger decide separarse en el momento del éxito. Hay un brillo superlativo, una atmósfera de saciedad, una escalera ideológica para arribar a la prosperidad de un nuevo orden. En el momento en que Jünger ha decidido replegarse, abandonar el signo de los tiempos, batirse a contracorriente, encuentra, una vez más, la salida frente a la organización del poder en la permanente rebeldía y en la conciencia crítica. Mas esta fuga no es una deserción: hasta el crepúsculo wagneriano sigue vistiendo el uniforme alemán. Su revuelta se manifiesta en la creencia en las ”situaciones privilegiadas”, es decir, en los instantes en que la vida entera cobra sentido mediante un acto definitivo. Resuelve así, en la rápida decisión que impone la guerra, retornar a una selva negra personal con la desnudez irrenunciable de sus cicatrices, aislado del establecimiento y de la estructura del poder. El color rojo, emblema del ”condottiero”, baño de fuego sobre la bandera de combate se ha vuelto, finalmente, equívoco: ”la sustancia de la revuelta y de los incendios se transformaba con facilidad en púrpura, se exaltaba en ella” (11); Jünger, mirando las olas de la historia restallar sobre los acantilados de mármol, asistiendo al naufragio de la historia alemana, desolado en el retiro de las letras, exalta en la acción la única emergencia que no se descompone, ”el juego soberbio y sangriento que deleita a los dioses”.
El tambor de hojalata Hemos mencionado que una parte significativa del materail de sueños que forma su novela Heliópolis, se encuentra en el poderoso torrente de la aventura en que Jünger se desenvuelve desde sus años juveniles. En realidad, de sus dos grandes novelas de la última postguerra, quizá Heliópolis sea más profundamente Jüngeriana que Eumeswil en el sentido en que su universo estámás nítidamente plasmado, de que no existe el ”pathos” de una mala conciencia parasitaria, y de que, a diferencia del usufructo de la fácil politización en que la literatura se manipula como una parábola social o histórica , retine un poder metapolítico, esto es, un orbe estético que se explica a sí mismo, que se sustenta como un valor para sí. No está de más subrayar que, independientemente de la opinión de una gran parte de la crítica sobre En los acantilados de mármol y sobre Eumeswil como un mensaje críptico antihitleriano, la primera, y como una denuncia contra el totalitarismo, la segunda, su interés real sobrepasa la circunstancia política, concediendo que ésta haya sido la intención del autor. Intencionalidad difícil de mantener en un análisis que busque la esencialidad de Jünger, por encima del escándalo y del criterio convencional. Heliópolis reconquista la tensión narrativa, el libre empleo de una simbología anagógica, el espacio de expresión que se ha purificado de lo inmediato y de las presiones externas del quehacer literario. Ello quizá se explique por razones propiamente literarias y en este caso también históricas. Usamos la palabra ”reconquista” como aquella que designa un esfuerzo que surge de la derrota, que se elava sobre la postración, que recupera el valor existencial de la experiencia. De alguna manera, y luego de un sordo y pertinaz silenciamiento, el universo de Jünger ha recobrado su sentido original, su autónomo impulso poético. Más allá de la tramposa equivalencia entre sus imágenes y una determinada concepción de la realidad. Si bien ha manifestado ya ”que no existe ninguna fortaleza sobre la tierra en cuya piedra fundamental no esté grabada la aniquilación”, trátese de un mito, de un movimiento social o de una organización del poder. Heliópolis encarna la idea de que si los edificios se alzan sobre sus ruinas, ”también el espíritu se eleva por encima de todos los torbellinos, también por encima de la destrucción” (12). Esta es, entonces, una de las características fundamentales de la novela: el tiempo histórico siguiendo su cauce se ha absorbido. Lo ocurrido (su propia participación en la historia alemana contemporánea) se ha filtrado entre las simas de los heleros como un agua nueva e incontaminada. Su escritura se ha librado del lastre y ha retomado un vuelo límpido, en el que narra la épica y eclipse de La ciudad del Sol, como la crónica del reino de Campanella, más distinta a la construcción intelectual de la utopía. Hallamos en Heliópolis nuevamente al Jünger de siempre, al artista independiente, que ha sepultado con el relámpago de su lenguaje, las bajas nubes sombrías del rapsoda de la eficacia militar y despiadada. Notas y bibliografía
1.- Michael Tournier, Ernst Jünger Libreta Universitaria nº 58 UNAM, Acatlán, 1984. 2.- Nigel Jones, Una visita a Ernst Jünger, La Gaceta del FCE nº 165. 3.- Roger Caillois, La cuesta de la guerra, Tres fragmentos de la Guerra Nuestra Madre, Ed. FCE breviarios nº 277, México.4.- Ernst Jünger, Heliópolis, Ed. Seix Barral, Barcelona.5.- Antonio Gramsci, Los intelectuales y la organización de la cultura, Jaun pablos Edr. México.6.- Antonio Gramsci. Obra cit.7.- Erich Kahler, Los alemanes Ed. FCE breviarios nº 165, México.8.- Pierre Drieu La Rochelle, Notas para comprender el siglo.9.- Ernst Von Salomon, Los proscritos Ed. L. De Caralt, Barcelona.10.- Carlos Caballero, Los Fascismos desconocidos, Ed. Huguin.11.- Ernst Jünger. Obra cit.12.- Idem.