Artículos de Metapolítica
Por José Javier Esparza
No es raro que, en la historia de los pueblos, una nación se considere a sí misma privilegiada, elegida, sujeto de un destino manifiesto donde se alían la Providencia divina y el poder material. Pero una sola nación ha creído desde su origen en esa elección divinia: sólo una sociedad se ha creído, unánimemente y con buena conciencia, superior al resto de la humanidad; sólo un pueblo ha nacido exclusivamente para redimir a los hombres: esa sociedad es la de los Estados Unidos de América. Su suprema victoria: conseguir que, incluso los pueblos que su poder ha sometido, los consideren, realmente, un Pueblo Elegido.
Rasgos de un rostro omnipresente
"América se constituyó para salir de la historia", escribe Octavio Paz. Es esta perspectiva de ruptura la que permite comprender la esencia de los Estados Unidos. Thomas Molnar considera los Estados Unidos como un "post-Occidente" (1). Para Raymond Abellio Norteamérica es "El extremo occidente de Occidente, el lugar donde Occidente va a morir". América significa una fuga, una huída hacia adelante (hacia el oeste) del espíritu aterrorizado de la modernidad occidental. Ya en 1929, Paul Morand escribía: "Comenzamos hoy a percibir —y el psicoanálisis no ha sido ajeno a este descubrimiento— que si un continente entero es de tal modo víctima de la velocidad, es porque él mismo huye y porque busca, más que el dinero, la velocidad en sí, como medio de no pensar y evitar un cierto número de dolorosos problemas inconscientes y complejos ocultos. Delito de huída. A veces he tenido allá esa impresión, no de una civilización en marcha hacia el progreso, sino en huída ante sus espectros" (2).
¿Cuáles son esos espectros? ¿Cuándo nacen esos "dolorosos problemas" que enfrentan a los Estados Unidos con la tragedia de huir siempre? Esa huída es la de la modernidad. Y su origen, el momento mismo del nacimiento del mundo norteamericano; un nacimiento que lleva ya en sí el germen de un destino fugitivo.
El destino manifiesto de los Padres Peregrinos
John Adams, uno de los padres de la nación norteamericana, escribió que "La revolución se efectuó antes de que comenzara. Estaba, en 1620, en la mente y en el corazón del pueblo". En efecto, los norteamericanos asumen desde el día del desembarco del Mayflower los valores fundamentales que presidirán su desarrollo histórico. Hans-Jürgen Nigra y Robert de Herté sintetizan esos pilares teóricos en tres puntos centrales: "Primero, que América, nueva Tierra Prometida, es la prefiguración de la cosmópolis, de la República universal futura, y que la misión de los americanos consiste en dar ejemplo, es decir, intentar exportar el modelo universal del Bien democrático; segundo, que todos los hombres son iguales, y que todos (eventualmente con la ayuda de Dios) pueden llegar a todo; por último, que toda autoridad es algo nefasto y odioso en sí y que las instituciones que deben recurrir a ella (gobierno, ejército, etc.) no son sino males necesarios, cuyas prerrogativas hay que limitar" (3).
Estos ideales se encarnan, por otra parte, en unas comunidades humanas predispuestas a la expansión y la conquista: los descontentos y los vencidos del turbulento siglo XVII británico. No sólo había puritanos en la América inicial; Virginia se pobló con Caballeros y Maryland con católicos. Pero pronto los puritanos y los cuáqueros tomarían la iniciativa. Exagerando todas las ideas calvinistas de la predestinación, la salvación por la fe y la inspiración integral de la Biblia, forman comunidades teocráticas regidas por un senado de ancianos y ministros del Señor, que obedecían las inspiraciones que escuchaban directamente de Dios. William Penn funda Filadelfia como "Ciudad del Amor Fraterno"; Brigham Young empeña su vida en instituir la "Ciudad de Dios" sobre el Gran Lago Salado. Como escribe Elise Marienstrass, "Los peregrinos que abordan Plymouth y los puritanos que colonizan la bahía de Massachussetts tienen una meta precisa que porta en sí la agresión: creaar la Nueva Jerusalén en el corazón del desierto, y para ello, cazar al demonio bajo todos sus disfraces, incluído cuando se encarna en la persona de los indios.Cuando, entre 1633 y 1634, una terrible epidemia de viruela acabe con miles de indios "massachussets", los puritanos, nuevo pueblo elegido, darán gracias a Dios por enviar ese golpe contra sus enemigos" (4).
George Washington afirma: "Los Estados Unidos son una nueva Jerusalén, designada por la Providencia para ser el teatro donde el hombre debe alcanzar su verdadera falla, donde la ciencia, la libertad, la felicidad y la gloria deben extenderse en paz" (5). Thomas Jefferson dirá que "Los Estados Unidos son una nación universal que persigue ideales universalmente válidos" (6). John Adams los definirá como "una república pura y virtuosa cuyo destino es gobernar el globo e introducir la perfección del hombre" (7).
"Gobernar el globo"; "Universalmente válidos"; "extenderse en paz". El pacto entre los norteamericanos y su Dios pronto se materializa en lo político. Ya en este siglo, el historiador norteamericano George Brancoft afirma: "La redacción de la Constitución de los Estados Unidos fue el hecho más jubiloso de la historia política de la humanidad".
De Israel a la Utopía
Tamaño "hecho jubiloso" es la concreción de algo que había nacido en Europa: la transformación de la esperanza religiosa en utopía sociopolítica, es decir, la secularización. Octavio Paz ha explicado bien este proceso: "Libertad e igualdad fueron valores subversivos; pero lo fueron porque antes habían sido valores religiosos. Libertad e igualdad eran dimensiones de la vida ultramundana; eran dones de Dios y aparecían misteriosamente como expresiones de la voluntad divina. Sin en la tragedia griega la libertad de los héroes es una dimensión del Destino, en la teología calvinista está ligada a la predestinación. Así, la revolución religiosa de la Reforma anticipó la revolución política de la democracia" (8). Pero si en Europa la secularización hubo de luchar contra una estructura social fuertemente teñida de catolicismo y de esencia política, en Nueva Inglaterra encontró el terreno despejado. Paradójicamente, por no existir allí lo político, la secularización que portaban los puritanos norteamericanos arraigó pronto en un terreno inexplorado: el de la utopía como realidad política y social posible. "Los EEUU —escribe Jean Baudrillard— son la utopía realizada... Una utopía encarnada, una sociedad que, con un candor que se puede considerar insoportable, se instituye sobre la idea de que representa la realización de todo lo que los demás han soñado —justicia, abundancia, derecho, riqueza, libertad—; lo sabe, cree en ello y, finalmente, los demás también lo creen" (9).
Los EEUU se constituyen pues, en palabras de Francesco Alberoni, como nación utópica (10). Las comunidades utópicas (cuáqueros, memnonitas, shakers, etc.) que pueblan Nueva Inglaterra rompen con Europa y huyen de ella para crear, desde cero y con la ayuda de la Providencia, un terreno apto para la consecución de los planes divinos en la vida humana. Unos planes que son los de todas las utopías de la cultura occidental: la igualdad, la libertad, la muerte de la autoridad, el imperio de la moral...
Es curioso, pero esta "escena fundacional" de los EEUU reproduce, como ha explicado Geoffrey Gorer, la escena mitológica imaginada por Freud para describir el nacimiento de la civilización: "Los hijos se unen para matar al padre-tirano; después, temiendo que uno de ellos ocupe el lugar del padre asesinado, hacen entre ellos un contrato que instituye legalmente su mutua igualdad, basada en la renuncia de cada uno a la autoridad y a los privilegios del padre" (11). Europa sería ese padre tiránico; sus hijos, los colonos americanos; la Declaración de la Independencia y la Constitución, el contrato legal que garantiza la libertad y la igualdad (es interesante notar a ese respecto que la Declaración de Independencia de 1776 se formula como "ruptura contractual"); y el odioso privilegio al que se renuncia no sería otro que la autoridad, que es sustituida por el principio de la mutua coerción moral.
Muerte de la autoridad, imperio de la moral, regulación contractual de la vida social. Estos son los pilares de los EEUU, los fundamentos de la utopía moderna.
In God we trust
"In God we trust". "En Dios confiamos". Esta divisa, y sobre todo el hecho de que está impresa en los billetes de un dólar define bien el espíritu norteamericano. Un espíritu que gira en torno a la afinidad entre puritanismo, democracia y capitalismo y que permitió a Stendhal definir a los EEUU como "Ese país singular donde al hombre no le mueven más que tres ideas: el dinero, la libertad y Dios" (12).
El dólar. Ese trascendental papel que la propiedad tiene en el Orden Americano no es banal, sino que se deriva de los fundamentos mismos de la nación norteamericana. Toda la teoría política estadounidense se deriva de Locke, quien funda los derechos del hombre en el "derecho natural a la propiedad" (Two Treaties on Civil Governmet, 1690); por la misma vía, toda soberanía política se considera perniciosa para la libertad humana. El resultado es que el baremo de la circulación de las élites se circunscribe a lo económico; como vió Keyserling, "En América las gentes creen realmente que el rico es sólo por esta razón un hombre superior; en América, el hecho de tener dinero crea en realidad derechos morales" (13).
Esta radical preeminencia de lo económico sobre toda la vida política y social, reflejada en la enorme influencia de los lobbies financieros, es lo que ha permitido a Georges-Albert Astre y Pierre Lepinasse decir que los EEUU no son una nación, sino "una inmensa sociedad anónima, cuyo consejo de Administración está constituído por una cincuentena de accionistas mayoritarios y cuyas deliberaciones son secretas, mientras que la misión del presidente es comunicar a la opinión pública las decisiones tomadas" (14).
La muerte de lo sagrado
La moral. El Dios de América, tan justamente analizado por Furio Colombo (15), es en realidad un juez moral, desacralizado, cuyos dogmas son una especie de idealismo y de buena conciencia inseparables de los derechos humanos y de la hegemonía estadounidense.
Según Cao Huy Thuan, "Desde John Quincy Adams a J. F. Kennedy, el moralismo es un elemento importante de la política americana. A cada período de expansión de la influencia de los EEUU, corresponde una renovación del lirismo idealista. En ningún otro país el moralismo está tan fuertemente marcado como en los EEUU" (16). El 20 de enero de 1977, el presidente "Jimmy" Carter, en el discurso inaugural de su mandato en la Casa Blanca, afirmaba: "Debemos cumplir nuestras obligaciones morales, que, cuando se las ha asumido, parecen coincidir siempre con nuestros intereses". En una reunión con predicadores en 1984, el presidente Reagan declaraba: "No creo que el Señor, que bendijo a este país como no lo ha hecho con ningún otro, quiera que nosotros tengamos que negociar algún día porque somos débiles" (EL PAÍS, 2-III-85).
Este moralismo ha generado un modelo religioso que es típicamente norteamericano; ese modelo religioso tiene dos rostros, que generalmente se consideran opuestos, pero que en el fondo reenvían a la misma religiosidad desacralizada, individualista e hipermoralista de los "padres peregrinos". Uno de esos rostros es el de los "telepredicadores", esos apóstoles de lo que Isidro Palacios ha llamado "cristianismo electrónico", que han interrumpido con fuerza en nuestra década. Los telepredicadores adoptan un discurso maniqueo y nacionalista. Jerry Falwell, uno de los más conocidos, declaraba recientemente: "Los Estados Unidos de América, nación bendecida por la omnipotencia de Dios como ninguna otra en la Tierra, están siendo atacados interna y externamente por un plan diabólico, que podría conducir a la aniquilación nacional. Esto entra en cruenta lucha con la voluntad de Dios, que confirió a los EEUU un estatuto que lo situaba por encima de las demás naciones, a modo de la antigua Israel..." (17). "Resurgen pues —señala Rafael Sánchez Ferlosio—las viejas querencias veterotestamentarias del protestantismo no luterano, ni anglicano, y unidas al gusto por la imaginería del éxodo mosaico que sugirió a los pioneers de la coartada ideológica del "destino manifiesto", recrudece el concomitante delirio del narcisismo colectivo de ser un pueblo elevado de entre los otros pueblos por la señal de una elección divina" (18).
Sin embargo, el otro rostro, el "progresista", que alcanzó cierto poder en los últimos 60 y en la década de los 70, no difiere mucho del anterior ni en su inspiración ni en sus objetivos. Igualmente inspirado, como ha demostrado Arthur G. Gish, en los padres peregrinos, en los apocalipsis judíos y en los valores del cristianismo primitivo, ejerció una considerable predicación sobre la "New Left" de aquella época, y trataba de retomar las ambiciones centrales de los anabaptistas del siglo XVI: "Establecer sobre la tierra un reino de Dios fundado sobre la comunidad de bienes y de mujeres, y sobre la igualdad social" (19).
Esta concepción religiosa ha creado toda una teología, más amable cuando la presentan los progresistas, más agria cuando lo hacen los conservadores, pero que nace de ese utopismo secularizador (versión nacionalista o versión sociedad civil) común a todos; José Luis López Aranguren ha dibujado recientemente su trayectoria teórica desde los años sesenta (29). En 1965, Harvey Cox lanza su sociología de la secularización (La ciudad secular); en 1966, William Hamilton y T.J.J. Alitzer hablan de "teología radical" o "teología de la muerte de Dios"; en 1967, Robert Bellah estudia "la religión civil" y Thomas Luckman habla de "religión invisible; en 1969, Harvey Cox (The feast of fools) propone la fe como juego, una teología de la esperanza próxima a Ernst Bloch, y la figura de Cristo como clown, como arlequín en línea con el Kolakowski de El sacerdote y el bufón. Ya en 1984, Mark C. Taylor rizaba el rizo con Erring. A Post-modern A-theology (Universidad of Chicago Press, Chicago, 1984), donde basándose en Derrida, ofrece una des-construcción de la Teología y una a-teología de la des-construcción, afirmando la entidad religiosa y del laberinto y proponiendo una "cristología radical en tanto que eterno retorno". Havery Cox, por su parte, volvía a la carga con La religión en la ciudad secular, donde considera al neofundamentalismo norteamericano (el rostro conservador) y a la teología de la liberación (hija del rostro progresista) como formas religiosas post-modernas (21).
Esta es la religiosidad norteamericana. Y esta es la religión que, poco a poco, se impone en los hábitos de los cristianos de la "americanosfera", ya sea en su versión ultraconservadora, o ya en su aspecto "liberacionista".
El fin de lo político
Y la libertad. La libertad americana se basa en los dos elementos anteriores: el derecho a la propiedad y el convencimiento moral de estar en el mejor orden de los posibles, sin autoridad soberana que oprima y con una relación personal y directa con Dios, con la Providencia. Una libertad distinta a la que en la tradición revolucionaria europea se había tenido por tal; una libertad en la que el ciudadano es reemplazado por el individuo, y la comunidad política por la "abstracción social". Una libertad que hizo exclamar a Bernard Shaw: "Se dice de mí que soy un virtuoso de la ironía, pero una idea como la de erigir una estatua de la libertad en Nueva York no la habría tenido ni siquiera yo". Sin embargo, es esa libertad lo que más a gala tienen los norteamericanos, y se consideran, con toda la buena fe y sinceridad, el modelo universal de los hombres.
En efecto, todas las teorías norteamericanas contemporáneas del Contrato Social (el llamado "neo-contractualismo norteamericano") hacen abstracción de las experiencias revolucionarias europeas y se ciñen a la Declaración de Independencia de los EEUU del 4 de julio de 1776: "Los gobiernos derivan justos poderes del consentimiento de los gobernados", partiendo de la consideración del individuo, no como sujeto político, sino como sujeto moral, lo que en la terminología norteamericana equivale a decir sujeto económico (22).
Así, para James Buchanan (The limits of Liberty. Between Anarchy and Leviatan, 1975), que parte de un individualismo radical, los individuos realizan un cálculo de costes y beneficios que conduce a un contrato que establece, primero, un Estado Protector (Protective State) que vigila el cumplimiento de los términos de ese contrato, y en segundo término, un Estado Productor (Productive State) cuya función es legislar para regular el comercio de bienes privados y públicos. Una tesis similar es la defendida por Robert Nozick (Anarchy, State and Utopia, 1974), para quien los individuos "egoístas y racionales", se asocian espontáneamente constituyendo primero "agencias protectoras" (protective agencies) para defender su natural derecho a hacer uso de sus bienes como mejor les plazca, e instaurando, posteriormente, un legítimo Estado mínimo (mínimal State) que justificaría el capitalismo en nombre de la inviolabilidad moral de las personas. Esta identificación entre el individualismo, propiedad y moral, se da incluso en los teóricos más izquierdistas, como John Rawls (A Theory of Justice, 1971), que admite la ficción del razonamiento común de los individuos egoístas, pero, para hacerlos iguales, les atribuye un "velo de ignorancia" sobre sus respectivas funciones sociales, suavizando el feroz neoliberalismo por medio de una base igualitaria. Todas estas teorías son la manera americana de pensar la política: individualismo, propiedad, coerción moral. Lo político, en definitiva, deviene amenaza. Los EEUU son una sociedad sin Estado. Lyndon B. Johnson, en su momento, utilizó como eslogan electoral esta idea: "Creat Society", gran sociedad. Un sondeo publicado en 1983 arrojaba como resultado que "para la gran mayoría del pueblo norteamericano, el Gobierno es la mayor amenaza para el progreso del país" (23). Wright Mills describió bien ese proceso de progresivo ocultamiento del poder. También Heller, en su Teoría del Estado, mostraba cómo el demoliberalismo de matiz anglo-americano relativizaba a la autoridad del Estado y la transfería a la autoridad impersonal de la opinión pública.
Naturalmente, los medios de comunicación se encargan periódicamente de alimentar un cierto patriotismo —al original modo americano. Recientemente, acontecimientos como la invasión de Granada, los Juegos Olímpicos de los Ángeles, el aniversario del desembarco de Normandía o la "razzia" anti-Gadafi, hiperamplificados por los mass-media, despertaron una considerable ola patriótica. Los resultados no fueron parcos; los ingresos de las compañías distribuidoras de banderas USA registraron un incremento del 30% (24).
La República Universal
Es con estos materiales como se ha edificado el modelo americano, ese modelo que hoy parece imponerse por todas pares, incluso entre los reformistas soviéticos y chinos —no en vano, Jean Marie Domenach escribía en octubre de 1970 en la revista ESPRIT que "Los EEUU son hoy el mayor país comunista del mundo". Un modelo que, como ha escrito Esmond Wright a propósito de Benjamin Franklin, "ha convertido el materialismo, el utilitarismo y el sentido práctico en una ideología coherente" (25), y que ha generado una serie de mitos, bien analizados por Elise Marienstrass (26), que actúan como mitos universales de nuestro tiempo: el cosmopolitismo, la sociedad sin política, el bienestar planetario...
No es secundario, este gusto por la universalidad. Los EEUU no son una nación como las demás, no son un pueblo, sino un conglomerado de individuos venidos de todas partes y cuyo único punto en común es la voluntad de ruptura con su tierra de origen. Esta ruptura representa para el norteamericano una especie de bautismo. "Todos estos millones de seres —escribe Francesco Alberoni— decidieron en un determinado momento de su vida adquierir la nacionalidad estadounidense. Eligieron su nueva patria abandonando la anterior y rompieron con su pasado que rechazaban. Para cada uno de ellos este cambio supuso algo similar a una conversión religiosa. Su historia, desvalorizada, fue olvidada para comenzar una nueva vida" (27). Es la cosmópolis universal, la República de los desarraigados, que materializa el sueño de los padres fundadores, para quienes el desarraigo era la condición misma de la libertad. Como escribe Christopher Lasch, "En los EEUU la supresión de las raíces ha sido percibida siempre como la condición esencial del crecimiento de las libertades. Los símbolos dominantes de la vida americana, la "frontera" y el melting-pot, han contribuido, entre otros factores, a desarrollar la idea de que sólo los desarraigados pueden llegar a una verdadera libertad intelectual y política" (28).
Este culto al desarraigo y a la ruptura con el pasado, con la tradición, tiene una manifestación primordial bien visible en la vida occidental contemporánea: la absoluta indiferencia respecto a la historia. Se trata de un hecho bien constatado. Un estudio-encuesta realizado con estudiantes de enseñanza media norteamericanos a lo largo de los años 1986 y 1987, y dirigido por el profesor de Historia Lynne Cheney, arrojaba resultados sorprendentes: un tercio de los estudiantes sitúa la fecha del Descubrimiento de América por Colón después de 1750; la mitad de ellos no sabe situar históricamente a Winston Churchill; el 60% no sabe fijar la fecha de la Constitución de los EEUU; el 70% no conoce la fecha de la Guerra de Secesión norteamericana (29). No obstante, este desconocimiento no se considera, por lo general, como una disfunción grave. Para los norteamericanos la historia no existe, o al menos no como se entiende en Europa. Y ello porque, según Jean Paul Dollé, "lo que los otros pueblos viven como historia, es decir, como destino, los americanos lo perciben como subdesarrollo" (30).
Toda esta doctrina del desarraigo como liberación personal parece chocar con determinadas actitudes de la Administración norteamericana. Los EEUU han tratado siempre de asimilar lo "Otro", apoderarse de lo que es diferente y hacerlo como uno mismo, "americanizarlo" todo. En 1918, Th. Roosevelt ordenó que los inmigrantes que no aprendieron inglés en cinco años fueran deportados. Posteriormente, el Estado de Iowa prohibió la utilización de una lengua distinta del inglés en reuniones de más de tres personas. Recientemente una ley declaraba el inglés como única lengua oficial del Estado de California —el Estado donde mayor es el número de hispanos (31). ¿Contraría todo esto la profesión de fe en el desarraigo, en la universalidad? No. Precisamente, los EEUU son la universalidad, el desarraigo; americanizarse es desarraigarse, es "liberarse". Como explicaba, a propósito de los hispanos, el político californiano John Towler, "los xenófobos son los que apoyan el bilingüismo; tratan de mantener a las minorías en sus pequeñas comunidades, donde su incapacidad para hablar inglés los mantiene alejados de la corriente común" (32).
Esta es la gran coartada. Una coartada que se agrava si tenemos en cuenta que, además, se ejerce con toda buena conciencia; los norteamericanos están convencidos de actuar por el bien de la humanidad, y así se permiten el lujo de llevar a cabo las mayores barbaridades. La fe en la república cosmopolita no impidió que, en 1941, más de cien mil japoneses residentes en los EEUU fueran internados en campos de concentración en California (33). Como no impidió, en 1945, dejar caer dos bombas atómicas sobre la población civil de una nación vencida. Ni masacrar, a finales del pasado siglo, a cerca de doscientos mil filipinos (34). Ni fue obstáculo para que el tan ensalzado John F. Kennedy autorizara, en 1962, el lanzamiento del célebre "agente naranja" sobre las selvas del Vietnam devastando el 50% de la superficie forestal del país y condenando a su población de un futuro de taras y deformaciones genéticas. La fe en la república cosmopolita no sólo no impidió todo esto, sino que fue su elemento impulsor. Como fue el elemento impulsor de Jeffrey Amherst cuando, a finales del siglo XVII, propuso exterminar a los indios a base de inocularles la viruela impregnando con pus de variolosos las mantas que les vendían (35). No mucho más tarde esa misma buena conciencia permitía a Benjamín Franklin afirmar: "Si en los designios de la Providencia está el destruir a esos salvajes para dejar lugar a los cultivadores de la tierra, no parece inverosímil que el ron sea el medio indicado para ello. Con él se ha aniquilado ya a todas las tribus que en otro tiempo habitaron la región costera" (36).
Naturalmente, los EEUU no son el primer pueblo que considera tener un destino privilegiado, ni serán el último. Al margen del ejemplo clásico del pueblo de Israel, todas las naciones imperiales de la Antigüedad se han considerado superiores: la España de Carlos I y Felpe II también se creyó con una misión providencial. Los vascos del Padre Larramendi se creyeron designados por la Providencia (37). Thomas Carlyle estableció, a mediados del pasado siglo, las bases ideológicas del imperialismo británico apelando a la "misión histórica de una nación predestinada". Los blancos de Sudáfrica comparten ese sentimiento de superioridad. Pero en lo que los EEUU son originales, es en creer que su modelo es el único universalmente válido, en pretender imponerlo a todos y, sobre todo, en pensar que los otros deben aceptarlo para ser verdaderamente libres.
Del mismo modo, la forma de dominación americana también es original. Muchos pueblos han creído, en determinados momentos de su devenir, que una regeneración histórica del mundo sólo podría proceder de un aumento de la propia potencia, de un convencimiento por parte de ese pueblo en poder forjar su propio destino, aunque fuera a costa de los otros pueblos. Ha habido así imperios, guerras, conquistas —y pueblos conquistadores. Pero Norteamérica no es un pueblo conquistador sino una nación mesiánica, y ahí radica su originalidad. América no cree que la historia dependa de su destino, sino que el destino del mundo depende de que los norteamericanos sean capaces de imponer su modelo universal, y por la misma vía, de que los otros pueblos acepten. Por eso la modalidad norteamericana de dominio no es la fuerza, la conquista, sino la seducción, a través del comercio y de la imposición de formas de vida, y sólo cuando éstas fallan emplean la fuerza —retoman así los norteamericanos los métodos de los imperios mercantiles y marítimos, y su figura no es la de una nueva Roma, sino la de una nueva Cartago.
Europa y el espejismo americano
Paradójicamente (o quizá no tanto) esa mezcla de Providencia y business ha fascinado a numerosos pensadores europeos de todas las tendencias, desde el teórico del nacionalsocialismo Alfred Rosenberg hasta el filósofo marxista Erns Bloch. Rosenberg, en El mito del siglo XX (1930), veía en los EEUU una proyección del espíritu europeo, una prolongación que, por vía del hecho racial, daba a los EEUU un papel de continuador y copartícipe de la gloria europea; la guerra daría cuenta de esta ingenua ideación. Una postura no muy diferente era la de Paul Valéry, quien, en un ensayo de 1938, escribía que América era "la proyección del espíritu europeo", un lugar memoria de la cultura europea donde se habían formado "los espíritus en los que vivirán una segunda vida algunas de las maravillosas criaturas de los desgraciados europeos".
Similar fascinación ante el modelo americano se encuentra en el pensamiento positivista. Por ejemplo, el positivista francés Michel Chevalier (1806-1879) escribía en 1838: "En el granjero americano, la gran tradición se combina armoniosamente con los principios de la ciencia moderna enunciados por Bacon y Descartes, con la doctrina de la autonomía religiosa y moral proclamada por Lutero, y con las concepciones más recientes aún de la vida política. El granjero americano es el primero de los iniciados" (38).
Tampoco los teóricos de la izquierda han escapado de la seducción americana. Para Hannah Arendt, "lo que los europeos temen realmente bajo el nombre de americanización no es otra cosa que el advenimiento del mundo moderno con todas sus perplejidades e implicaciones (39) y Arendt apuesta por la modernidad. Por su parte, Ernst Bloch, quizá el último gran filósofo marxista, partidario de que el socialismo vaya "de la ciencia a la utopía y no solamente de la utopía a la ciencia" (El espíritu de la utopía, 1918), elogia a los puritanos anabaptistas que, a partir de las soflamas de Thomas Münzer, predicaron el advenimiento de un milenio igualitario estrictamente comunista, y que nutrieron los primeros contingentes de los "Padres Peregrinos" (Thomas Münzer, teólogo de la revolución, 1921).
Por una cosa o por otra, los EEUU han sido siempre el espejo donde los europeos han reflejado todos sus fantasmas, desde la pureza racial hasta el utopismo puritano, pasando por el culto a la modernidad y de la razón. El resultado ha sido la americanización completa de la vida europea, y el nacimiento de posturas como la que defiende Ernesto Galli della Loggia en Lettera agli amici americani (Mondadori, Milán, 1986): acomodarse al dominio americano siendo un buen comprador. O lo que es lo mismo: dimitir de la voluntad de crearse un destino propio.
El término americanización en tanto que influencia social, económica y cultural de los EEUU sobre Europa lo empleó por primera vez Thomas Arnold en 18679 (Culture and Anarchy). Desde entonces, el fenómeno no ha hecho sino arreciar. La instauración, en 1945, de dos grandes bloques en el mundo, ha oficializado la americanización de Europa. Hoy todo nos viene de América. Nuestras utopías e ilusiones son americanas; nuestros complejos y nuestros fantasmas también.
No aceptar
La Europa denominada "occidental" es ya americana, forma parte de lo que Guillaume Faye ha denominado "americanosfera". ¿Es irreversible este camino?
Al principio de este texto se citaba una frase de Paul Morand donde se aludía a una serie de "problemas inconscientes y complejos ocultos". Hoy esos problemas se hacen cada vez más patentes. Marvin Harris los ha enumerado en un ácido retrato de las sociedades americanizadas: "frustración, soledad, angustia, inseguridad, sospechas, búsqueda de ilusorias evasiones espirituales y sexuales, rupturas familiares..." (40). Es ese mundo que los novelistas norteamericanos de la nueva generación (Bret Easton Ellis, Jay McInerney, etc) han descrito con un realismo tan inconsciente como libre de prejuicios (41). Ese mundo donde la vida es, como señala Saul Bellow, "una búsqueda de sugerencias sobre quién deberíamos ser" (42).
Esta es la utopía que hoy se implanta en Europa. Escribe Baudrillard: "Pero, ¿es esto una utopía realizada? ¿Es esto una revolución con éxito? Pues í, es esto. ¿Qué queréis que sea una revolución con éxito? Es el paraíso. Santa Bárbara es un paraíso, Disneylandia es un paraíso, los EEUU son un paraíso. El paraíso es lo que es, es posible que sea fúnebre, monótono, superficial; pero es el paraíso. Y no hay otro" (43).
Europa vive ya instalada en ese paraíso, en ese vértigo perezoso del olvido de sí mismo. Nuestra condición se asemeja cada vez más a la que Giuseppe D'Agata ha imaginado en America oh kei (Bompiani, Milán, 1984), una alucinante historia donde dibuja unos EEUU que, tras una guerra nuclear, materializan el sueño moral-consumista de los padres peregrinos, creando una humanidad histérica, inmersa en la búsqueda del paraíso dorado de un bienestar igualitario que la libere del lastre de la política, la historia y la tradición. Bajo la sombra de esa América, D'Agata pinta una Europa colonizada por el superficial consumismo homogeneizador americano; una Europa que, alabando el sueño americano, parece incapaz de encontrar en sí misma las razones de su propia existencia; una Europa en la que el cerebro de las jóvenes generaciones es devastado y paralizado por una "guerra cultural" que nadie quiere ya combatir.
D'Agata da en el clavo cuando se refiere a esa "guerra cultural". Porque, en efecto, la solución para Europa no está en construir un mercado autónomo dirigido por franceses, alemanes, españoles o ingleses diplomados en Harvard y con un master de dirección de empresas en Wisconsin [Nota: en efecto, a esto es a lo que en teoría se dirige la actual Unión Europea...], sino en buscar su propio camino a través de lo que le es íntimamente propio: su cultura, su historia. El cineasta norteamericano Elia Kazan lo decía recientemente: "Europa tiene que resistir a la cultura americana... Sé que es difícil, pero los europeos deben continuar defendiéndose. Hay un imperialismo americano que no está hecho de soldados, de barcos o misiles, sino de industria y de economía en general. América le dice a Europa: ustedes van a vender nuestros productos; una vez que los hayan vendido, deberán aceptar nuestros valores" (44).
De eso se trata. De no aceptar.
Notas
(1) ABC, 3-VI-87.
(2) Morand, Paul: De la vitesse (1929).
(3) Nigra, H.J. y Herté, R. de: "Ill était une fois l'Amérique", en NOUVELLE ECOLE, 27-28, otoño-invierno, 1975.
(4) Marienstrass, E.: La resistance indienne aux Etats Unis, Juliard, París, 1980 (p. 62).
(5) cit., por Jacqueline Grapin, "La dérive à l'Ouest", en CADMOS, 37, primavera, 1987.
(6) art. cit.
(7) ibid.
(8) Paz, Octavio: El Ogro Filantrópico, Seix Barral, Barcelona, 1979 (p. 60).
(9) Baudrillard, J.: América, Anagrama, Barcelona, 1987.
(10) Alberoni, F.: "Europa sin futuro", EL PAÍS, 20-I-85.
(11) Gorer, G.: The Americans. A Study in National Character, Cresset Press, Londres, 1948.
(12) Stendhal: Oeuvres Complètes, Cercle de Bibliophile (comp. de Victor de Litto y Ernst Abravanel): "Travels in North America". vol. XLVI (pp. 231-237).
(13) Keyserling, Herman: Psychanalyse de L'Amerique (1931).
(14) Astre, G.A. y Lepinasse, P.: La démocratie contrariée. Lobbies et jeux de puvoir aux Etats Unis, la Découverte, París, 1985.
(15) Colombo, F.: Il Dio d'America, Mondadori, Milán, 1983.
(16) LE MONDE DIPLOMATIQUE, noviembre de 1980.
(17) cit. por Carlos Cañeque, "Dios nos ha enviado a Reagan", EL PAÍS, 21-VIII-83.
(18) "La tiara gibelina", EL PAÍS, 10-X-84.
(19) Gish, Arthur G.: The NEw Left ant Christian Radicalism, William B. Eerdmans, Grand Rapids, Michigan.
(20) "Teología, ateología y postmodernidad en USA", SABER LEER, 3-III-87.
(21) Cox, H.: La religión en la ciudad secular. Hacia una teología post-moderna, Sal Terrae, Santander, 1985.
(22) Cf. Vallespin Oña, Fernando: Nuevas Teorías del Contrato Social (Rawls, Nozick y Buchanan), Alianza Universidad, Madrid, 1986.
(23) ABC, 29-X-84.
(24) ABC, 28-X-84-
(25) Wright, E.: Franklin of Philadelphia, Harvard University Press, Cambridge, 1986.
(26) Marienstrass, E.: Les mythes fondateurs de la nation américaine, Maspero, París, 1976.
(27) "Europa, sin futuro", EL PAÍS, 20-I-85.
(28) Lasch, Chr.: "Mass Culture Reconsidered", en DEMOCRACY, 1, 4, octubre 1981 (pp. 7-22).
(29) Cf. ABC, 7-IX-87.
(30) Dollé, J.P.: Danser aujourd'hui, Grasset, París, 1981.
(31) cit. por Carmen Fernández Aguinaco, "¿Qué pasa, USA?", en CRÍTICA, 741, enero 1987.
(32) ibid.
(33) cit. por José Antonio Jáuregui, DIARIO 116, 13-V-87.
(34) cit. por Gore Vidal, "Los amantes del imperio contraatacan", EL GLOBO, 9-X-87.
(35) cit. por José Florit, "Franceses e ingleses en Norteamérica", en Historia del Mundo, vol. VIII, Salvat ed. Barcelona, 1969.
(36) cit. por Astre y Lepinasse, La démocratie..., op. cit.
(37) Cf. Julio Caro Baroja, Disquisiciones Antropológicas, Istmo, Madrid, 1985 (pp. 349-373).
(38) Chevalier, M.: Society Manners and Politics in the United States. Letters on North America, Doubleday & Co., Nueva York, 1961 (cap. 34).
(39) Arendt, H.: "Dream and Nightmare", en COMMONWEAL, 10 septiembre, 1954.
(40) Harris, Marvin: America Now, Feltrinelli, Milán, 1983.
(41) Cf. por ejemplo Bret Easton Ellis, Menos que cero (Anagrama, 1986) y Jay McInerney, Luces de neón (Edhasa, 1986).
(42) EL PAÍS, 4-X-87-
(43) America, op. cit.
(44) LE NOUVEL OBSERVATEUR, 31-VI-86.
No es raro que, en la historia de los pueblos, una nación se considere a sí misma privilegiada, elegida, sujeto de un destino manifiesto donde se alían la Providencia divina y el poder material. Pero una sola nación ha creído desde su origen en esa elección divinia: sólo una sociedad se ha creído, unánimemente y con buena conciencia, superior al resto de la humanidad; sólo un pueblo ha nacido exclusivamente para redimir a los hombres: esa sociedad es la de los Estados Unidos de América. Su suprema victoria: conseguir que, incluso los pueblos que su poder ha sometido, los consideren, realmente, un Pueblo Elegido.
Rasgos de un rostro omnipresente
"América se constituyó para salir de la historia", escribe Octavio Paz. Es esta perspectiva de ruptura la que permite comprender la esencia de los Estados Unidos. Thomas Molnar considera los Estados Unidos como un "post-Occidente" (1). Para Raymond Abellio Norteamérica es "El extremo occidente de Occidente, el lugar donde Occidente va a morir". América significa una fuga, una huída hacia adelante (hacia el oeste) del espíritu aterrorizado de la modernidad occidental. Ya en 1929, Paul Morand escribía: "Comenzamos hoy a percibir —y el psicoanálisis no ha sido ajeno a este descubrimiento— que si un continente entero es de tal modo víctima de la velocidad, es porque él mismo huye y porque busca, más que el dinero, la velocidad en sí, como medio de no pensar y evitar un cierto número de dolorosos problemas inconscientes y complejos ocultos. Delito de huída. A veces he tenido allá esa impresión, no de una civilización en marcha hacia el progreso, sino en huída ante sus espectros" (2).
¿Cuáles son esos espectros? ¿Cuándo nacen esos "dolorosos problemas" que enfrentan a los Estados Unidos con la tragedia de huir siempre? Esa huída es la de la modernidad. Y su origen, el momento mismo del nacimiento del mundo norteamericano; un nacimiento que lleva ya en sí el germen de un destino fugitivo.
El destino manifiesto de los Padres Peregrinos
John Adams, uno de los padres de la nación norteamericana, escribió que "La revolución se efectuó antes de que comenzara. Estaba, en 1620, en la mente y en el corazón del pueblo". En efecto, los norteamericanos asumen desde el día del desembarco del Mayflower los valores fundamentales que presidirán su desarrollo histórico. Hans-Jürgen Nigra y Robert de Herté sintetizan esos pilares teóricos en tres puntos centrales: "Primero, que América, nueva Tierra Prometida, es la prefiguración de la cosmópolis, de la República universal futura, y que la misión de los americanos consiste en dar ejemplo, es decir, intentar exportar el modelo universal del Bien democrático; segundo, que todos los hombres son iguales, y que todos (eventualmente con la ayuda de Dios) pueden llegar a todo; por último, que toda autoridad es algo nefasto y odioso en sí y que las instituciones que deben recurrir a ella (gobierno, ejército, etc.) no son sino males necesarios, cuyas prerrogativas hay que limitar" (3).
Estos ideales se encarnan, por otra parte, en unas comunidades humanas predispuestas a la expansión y la conquista: los descontentos y los vencidos del turbulento siglo XVII británico. No sólo había puritanos en la América inicial; Virginia se pobló con Caballeros y Maryland con católicos. Pero pronto los puritanos y los cuáqueros tomarían la iniciativa. Exagerando todas las ideas calvinistas de la predestinación, la salvación por la fe y la inspiración integral de la Biblia, forman comunidades teocráticas regidas por un senado de ancianos y ministros del Señor, que obedecían las inspiraciones que escuchaban directamente de Dios. William Penn funda Filadelfia como "Ciudad del Amor Fraterno"; Brigham Young empeña su vida en instituir la "Ciudad de Dios" sobre el Gran Lago Salado. Como escribe Elise Marienstrass, "Los peregrinos que abordan Plymouth y los puritanos que colonizan la bahía de Massachussetts tienen una meta precisa que porta en sí la agresión: creaar la Nueva Jerusalén en el corazón del desierto, y para ello, cazar al demonio bajo todos sus disfraces, incluído cuando se encarna en la persona de los indios.Cuando, entre 1633 y 1634, una terrible epidemia de viruela acabe con miles de indios "massachussets", los puritanos, nuevo pueblo elegido, darán gracias a Dios por enviar ese golpe contra sus enemigos" (4).
George Washington afirma: "Los Estados Unidos son una nueva Jerusalén, designada por la Providencia para ser el teatro donde el hombre debe alcanzar su verdadera falla, donde la ciencia, la libertad, la felicidad y la gloria deben extenderse en paz" (5). Thomas Jefferson dirá que "Los Estados Unidos son una nación universal que persigue ideales universalmente válidos" (6). John Adams los definirá como "una república pura y virtuosa cuyo destino es gobernar el globo e introducir la perfección del hombre" (7).
"Gobernar el globo"; "Universalmente válidos"; "extenderse en paz". El pacto entre los norteamericanos y su Dios pronto se materializa en lo político. Ya en este siglo, el historiador norteamericano George Brancoft afirma: "La redacción de la Constitución de los Estados Unidos fue el hecho más jubiloso de la historia política de la humanidad".
De Israel a la Utopía
Tamaño "hecho jubiloso" es la concreción de algo que había nacido en Europa: la transformación de la esperanza religiosa en utopía sociopolítica, es decir, la secularización. Octavio Paz ha explicado bien este proceso: "Libertad e igualdad fueron valores subversivos; pero lo fueron porque antes habían sido valores religiosos. Libertad e igualdad eran dimensiones de la vida ultramundana; eran dones de Dios y aparecían misteriosamente como expresiones de la voluntad divina. Sin en la tragedia griega la libertad de los héroes es una dimensión del Destino, en la teología calvinista está ligada a la predestinación. Así, la revolución religiosa de la Reforma anticipó la revolución política de la democracia" (8). Pero si en Europa la secularización hubo de luchar contra una estructura social fuertemente teñida de catolicismo y de esencia política, en Nueva Inglaterra encontró el terreno despejado. Paradójicamente, por no existir allí lo político, la secularización que portaban los puritanos norteamericanos arraigó pronto en un terreno inexplorado: el de la utopía como realidad política y social posible. "Los EEUU —escribe Jean Baudrillard— son la utopía realizada... Una utopía encarnada, una sociedad que, con un candor que se puede considerar insoportable, se instituye sobre la idea de que representa la realización de todo lo que los demás han soñado —justicia, abundancia, derecho, riqueza, libertad—; lo sabe, cree en ello y, finalmente, los demás también lo creen" (9).
Los EEUU se constituyen pues, en palabras de Francesco Alberoni, como nación utópica (10). Las comunidades utópicas (cuáqueros, memnonitas, shakers, etc.) que pueblan Nueva Inglaterra rompen con Europa y huyen de ella para crear, desde cero y con la ayuda de la Providencia, un terreno apto para la consecución de los planes divinos en la vida humana. Unos planes que son los de todas las utopías de la cultura occidental: la igualdad, la libertad, la muerte de la autoridad, el imperio de la moral...
Es curioso, pero esta "escena fundacional" de los EEUU reproduce, como ha explicado Geoffrey Gorer, la escena mitológica imaginada por Freud para describir el nacimiento de la civilización: "Los hijos se unen para matar al padre-tirano; después, temiendo que uno de ellos ocupe el lugar del padre asesinado, hacen entre ellos un contrato que instituye legalmente su mutua igualdad, basada en la renuncia de cada uno a la autoridad y a los privilegios del padre" (11). Europa sería ese padre tiránico; sus hijos, los colonos americanos; la Declaración de la Independencia y la Constitución, el contrato legal que garantiza la libertad y la igualdad (es interesante notar a ese respecto que la Declaración de Independencia de 1776 se formula como "ruptura contractual"); y el odioso privilegio al que se renuncia no sería otro que la autoridad, que es sustituida por el principio de la mutua coerción moral.
Muerte de la autoridad, imperio de la moral, regulación contractual de la vida social. Estos son los pilares de los EEUU, los fundamentos de la utopía moderna.
In God we trust
"In God we trust". "En Dios confiamos". Esta divisa, y sobre todo el hecho de que está impresa en los billetes de un dólar define bien el espíritu norteamericano. Un espíritu que gira en torno a la afinidad entre puritanismo, democracia y capitalismo y que permitió a Stendhal definir a los EEUU como "Ese país singular donde al hombre no le mueven más que tres ideas: el dinero, la libertad y Dios" (12).
El dólar. Ese trascendental papel que la propiedad tiene en el Orden Americano no es banal, sino que se deriva de los fundamentos mismos de la nación norteamericana. Toda la teoría política estadounidense se deriva de Locke, quien funda los derechos del hombre en el "derecho natural a la propiedad" (Two Treaties on Civil Governmet, 1690); por la misma vía, toda soberanía política se considera perniciosa para la libertad humana. El resultado es que el baremo de la circulación de las élites se circunscribe a lo económico; como vió Keyserling, "En América las gentes creen realmente que el rico es sólo por esta razón un hombre superior; en América, el hecho de tener dinero crea en realidad derechos morales" (13).
Esta radical preeminencia de lo económico sobre toda la vida política y social, reflejada en la enorme influencia de los lobbies financieros, es lo que ha permitido a Georges-Albert Astre y Pierre Lepinasse decir que los EEUU no son una nación, sino "una inmensa sociedad anónima, cuyo consejo de Administración está constituído por una cincuentena de accionistas mayoritarios y cuyas deliberaciones son secretas, mientras que la misión del presidente es comunicar a la opinión pública las decisiones tomadas" (14).
La muerte de lo sagrado
La moral. El Dios de América, tan justamente analizado por Furio Colombo (15), es en realidad un juez moral, desacralizado, cuyos dogmas son una especie de idealismo y de buena conciencia inseparables de los derechos humanos y de la hegemonía estadounidense.
Según Cao Huy Thuan, "Desde John Quincy Adams a J. F. Kennedy, el moralismo es un elemento importante de la política americana. A cada período de expansión de la influencia de los EEUU, corresponde una renovación del lirismo idealista. En ningún otro país el moralismo está tan fuertemente marcado como en los EEUU" (16). El 20 de enero de 1977, el presidente "Jimmy" Carter, en el discurso inaugural de su mandato en la Casa Blanca, afirmaba: "Debemos cumplir nuestras obligaciones morales, que, cuando se las ha asumido, parecen coincidir siempre con nuestros intereses". En una reunión con predicadores en 1984, el presidente Reagan declaraba: "No creo que el Señor, que bendijo a este país como no lo ha hecho con ningún otro, quiera que nosotros tengamos que negociar algún día porque somos débiles" (EL PAÍS, 2-III-85).
Este moralismo ha generado un modelo religioso que es típicamente norteamericano; ese modelo religioso tiene dos rostros, que generalmente se consideran opuestos, pero que en el fondo reenvían a la misma religiosidad desacralizada, individualista e hipermoralista de los "padres peregrinos". Uno de esos rostros es el de los "telepredicadores", esos apóstoles de lo que Isidro Palacios ha llamado "cristianismo electrónico", que han interrumpido con fuerza en nuestra década. Los telepredicadores adoptan un discurso maniqueo y nacionalista. Jerry Falwell, uno de los más conocidos, declaraba recientemente: "Los Estados Unidos de América, nación bendecida por la omnipotencia de Dios como ninguna otra en la Tierra, están siendo atacados interna y externamente por un plan diabólico, que podría conducir a la aniquilación nacional. Esto entra en cruenta lucha con la voluntad de Dios, que confirió a los EEUU un estatuto que lo situaba por encima de las demás naciones, a modo de la antigua Israel..." (17). "Resurgen pues —señala Rafael Sánchez Ferlosio—las viejas querencias veterotestamentarias del protestantismo no luterano, ni anglicano, y unidas al gusto por la imaginería del éxodo mosaico que sugirió a los pioneers de la coartada ideológica del "destino manifiesto", recrudece el concomitante delirio del narcisismo colectivo de ser un pueblo elevado de entre los otros pueblos por la señal de una elección divina" (18).
Sin embargo, el otro rostro, el "progresista", que alcanzó cierto poder en los últimos 60 y en la década de los 70, no difiere mucho del anterior ni en su inspiración ni en sus objetivos. Igualmente inspirado, como ha demostrado Arthur G. Gish, en los padres peregrinos, en los apocalipsis judíos y en los valores del cristianismo primitivo, ejerció una considerable predicación sobre la "New Left" de aquella época, y trataba de retomar las ambiciones centrales de los anabaptistas del siglo XVI: "Establecer sobre la tierra un reino de Dios fundado sobre la comunidad de bienes y de mujeres, y sobre la igualdad social" (19).
Esta concepción religiosa ha creado toda una teología, más amable cuando la presentan los progresistas, más agria cuando lo hacen los conservadores, pero que nace de ese utopismo secularizador (versión nacionalista o versión sociedad civil) común a todos; José Luis López Aranguren ha dibujado recientemente su trayectoria teórica desde los años sesenta (29). En 1965, Harvey Cox lanza su sociología de la secularización (La ciudad secular); en 1966, William Hamilton y T.J.J. Alitzer hablan de "teología radical" o "teología de la muerte de Dios"; en 1967, Robert Bellah estudia "la religión civil" y Thomas Luckman habla de "religión invisible; en 1969, Harvey Cox (The feast of fools) propone la fe como juego, una teología de la esperanza próxima a Ernst Bloch, y la figura de Cristo como clown, como arlequín en línea con el Kolakowski de El sacerdote y el bufón. Ya en 1984, Mark C. Taylor rizaba el rizo con Erring. A Post-modern A-theology (Universidad of Chicago Press, Chicago, 1984), donde basándose en Derrida, ofrece una des-construcción de la Teología y una a-teología de la des-construcción, afirmando la entidad religiosa y del laberinto y proponiendo una "cristología radical en tanto que eterno retorno". Havery Cox, por su parte, volvía a la carga con La religión en la ciudad secular, donde considera al neofundamentalismo norteamericano (el rostro conservador) y a la teología de la liberación (hija del rostro progresista) como formas religiosas post-modernas (21).
Esta es la religiosidad norteamericana. Y esta es la religión que, poco a poco, se impone en los hábitos de los cristianos de la "americanosfera", ya sea en su versión ultraconservadora, o ya en su aspecto "liberacionista".
El fin de lo político
Y la libertad. La libertad americana se basa en los dos elementos anteriores: el derecho a la propiedad y el convencimiento moral de estar en el mejor orden de los posibles, sin autoridad soberana que oprima y con una relación personal y directa con Dios, con la Providencia. Una libertad distinta a la que en la tradición revolucionaria europea se había tenido por tal; una libertad en la que el ciudadano es reemplazado por el individuo, y la comunidad política por la "abstracción social". Una libertad que hizo exclamar a Bernard Shaw: "Se dice de mí que soy un virtuoso de la ironía, pero una idea como la de erigir una estatua de la libertad en Nueva York no la habría tenido ni siquiera yo". Sin embargo, es esa libertad lo que más a gala tienen los norteamericanos, y se consideran, con toda la buena fe y sinceridad, el modelo universal de los hombres.
En efecto, todas las teorías norteamericanas contemporáneas del Contrato Social (el llamado "neo-contractualismo norteamericano") hacen abstracción de las experiencias revolucionarias europeas y se ciñen a la Declaración de Independencia de los EEUU del 4 de julio de 1776: "Los gobiernos derivan justos poderes del consentimiento de los gobernados", partiendo de la consideración del individuo, no como sujeto político, sino como sujeto moral, lo que en la terminología norteamericana equivale a decir sujeto económico (22).
Así, para James Buchanan (The limits of Liberty. Between Anarchy and Leviatan, 1975), que parte de un individualismo radical, los individuos realizan un cálculo de costes y beneficios que conduce a un contrato que establece, primero, un Estado Protector (Protective State) que vigila el cumplimiento de los términos de ese contrato, y en segundo término, un Estado Productor (Productive State) cuya función es legislar para regular el comercio de bienes privados y públicos. Una tesis similar es la defendida por Robert Nozick (Anarchy, State and Utopia, 1974), para quien los individuos "egoístas y racionales", se asocian espontáneamente constituyendo primero "agencias protectoras" (protective agencies) para defender su natural derecho a hacer uso de sus bienes como mejor les plazca, e instaurando, posteriormente, un legítimo Estado mínimo (mínimal State) que justificaría el capitalismo en nombre de la inviolabilidad moral de las personas. Esta identificación entre el individualismo, propiedad y moral, se da incluso en los teóricos más izquierdistas, como John Rawls (A Theory of Justice, 1971), que admite la ficción del razonamiento común de los individuos egoístas, pero, para hacerlos iguales, les atribuye un "velo de ignorancia" sobre sus respectivas funciones sociales, suavizando el feroz neoliberalismo por medio de una base igualitaria. Todas estas teorías son la manera americana de pensar la política: individualismo, propiedad, coerción moral. Lo político, en definitiva, deviene amenaza. Los EEUU son una sociedad sin Estado. Lyndon B. Johnson, en su momento, utilizó como eslogan electoral esta idea: "Creat Society", gran sociedad. Un sondeo publicado en 1983 arrojaba como resultado que "para la gran mayoría del pueblo norteamericano, el Gobierno es la mayor amenaza para el progreso del país" (23). Wright Mills describió bien ese proceso de progresivo ocultamiento del poder. También Heller, en su Teoría del Estado, mostraba cómo el demoliberalismo de matiz anglo-americano relativizaba a la autoridad del Estado y la transfería a la autoridad impersonal de la opinión pública.
Naturalmente, los medios de comunicación se encargan periódicamente de alimentar un cierto patriotismo —al original modo americano. Recientemente, acontecimientos como la invasión de Granada, los Juegos Olímpicos de los Ángeles, el aniversario del desembarco de Normandía o la "razzia" anti-Gadafi, hiperamplificados por los mass-media, despertaron una considerable ola patriótica. Los resultados no fueron parcos; los ingresos de las compañías distribuidoras de banderas USA registraron un incremento del 30% (24).
La República Universal
Es con estos materiales como se ha edificado el modelo americano, ese modelo que hoy parece imponerse por todas pares, incluso entre los reformistas soviéticos y chinos —no en vano, Jean Marie Domenach escribía en octubre de 1970 en la revista ESPRIT que "Los EEUU son hoy el mayor país comunista del mundo". Un modelo que, como ha escrito Esmond Wright a propósito de Benjamin Franklin, "ha convertido el materialismo, el utilitarismo y el sentido práctico en una ideología coherente" (25), y que ha generado una serie de mitos, bien analizados por Elise Marienstrass (26), que actúan como mitos universales de nuestro tiempo: el cosmopolitismo, la sociedad sin política, el bienestar planetario...
No es secundario, este gusto por la universalidad. Los EEUU no son una nación como las demás, no son un pueblo, sino un conglomerado de individuos venidos de todas partes y cuyo único punto en común es la voluntad de ruptura con su tierra de origen. Esta ruptura representa para el norteamericano una especie de bautismo. "Todos estos millones de seres —escribe Francesco Alberoni— decidieron en un determinado momento de su vida adquierir la nacionalidad estadounidense. Eligieron su nueva patria abandonando la anterior y rompieron con su pasado que rechazaban. Para cada uno de ellos este cambio supuso algo similar a una conversión religiosa. Su historia, desvalorizada, fue olvidada para comenzar una nueva vida" (27). Es la cosmópolis universal, la República de los desarraigados, que materializa el sueño de los padres fundadores, para quienes el desarraigo era la condición misma de la libertad. Como escribe Christopher Lasch, "En los EEUU la supresión de las raíces ha sido percibida siempre como la condición esencial del crecimiento de las libertades. Los símbolos dominantes de la vida americana, la "frontera" y el melting-pot, han contribuido, entre otros factores, a desarrollar la idea de que sólo los desarraigados pueden llegar a una verdadera libertad intelectual y política" (28).
Este culto al desarraigo y a la ruptura con el pasado, con la tradición, tiene una manifestación primordial bien visible en la vida occidental contemporánea: la absoluta indiferencia respecto a la historia. Se trata de un hecho bien constatado. Un estudio-encuesta realizado con estudiantes de enseñanza media norteamericanos a lo largo de los años 1986 y 1987, y dirigido por el profesor de Historia Lynne Cheney, arrojaba resultados sorprendentes: un tercio de los estudiantes sitúa la fecha del Descubrimiento de América por Colón después de 1750; la mitad de ellos no sabe situar históricamente a Winston Churchill; el 60% no sabe fijar la fecha de la Constitución de los EEUU; el 70% no conoce la fecha de la Guerra de Secesión norteamericana (29). No obstante, este desconocimiento no se considera, por lo general, como una disfunción grave. Para los norteamericanos la historia no existe, o al menos no como se entiende en Europa. Y ello porque, según Jean Paul Dollé, "lo que los otros pueblos viven como historia, es decir, como destino, los americanos lo perciben como subdesarrollo" (30).
Toda esta doctrina del desarraigo como liberación personal parece chocar con determinadas actitudes de la Administración norteamericana. Los EEUU han tratado siempre de asimilar lo "Otro", apoderarse de lo que es diferente y hacerlo como uno mismo, "americanizarlo" todo. En 1918, Th. Roosevelt ordenó que los inmigrantes que no aprendieron inglés en cinco años fueran deportados. Posteriormente, el Estado de Iowa prohibió la utilización de una lengua distinta del inglés en reuniones de más de tres personas. Recientemente una ley declaraba el inglés como única lengua oficial del Estado de California —el Estado donde mayor es el número de hispanos (31). ¿Contraría todo esto la profesión de fe en el desarraigo, en la universalidad? No. Precisamente, los EEUU son la universalidad, el desarraigo; americanizarse es desarraigarse, es "liberarse". Como explicaba, a propósito de los hispanos, el político californiano John Towler, "los xenófobos son los que apoyan el bilingüismo; tratan de mantener a las minorías en sus pequeñas comunidades, donde su incapacidad para hablar inglés los mantiene alejados de la corriente común" (32).
Esta es la gran coartada. Una coartada que se agrava si tenemos en cuenta que, además, se ejerce con toda buena conciencia; los norteamericanos están convencidos de actuar por el bien de la humanidad, y así se permiten el lujo de llevar a cabo las mayores barbaridades. La fe en la república cosmopolita no impidió que, en 1941, más de cien mil japoneses residentes en los EEUU fueran internados en campos de concentración en California (33). Como no impidió, en 1945, dejar caer dos bombas atómicas sobre la población civil de una nación vencida. Ni masacrar, a finales del pasado siglo, a cerca de doscientos mil filipinos (34). Ni fue obstáculo para que el tan ensalzado John F. Kennedy autorizara, en 1962, el lanzamiento del célebre "agente naranja" sobre las selvas del Vietnam devastando el 50% de la superficie forestal del país y condenando a su población de un futuro de taras y deformaciones genéticas. La fe en la república cosmopolita no sólo no impidió todo esto, sino que fue su elemento impulsor. Como fue el elemento impulsor de Jeffrey Amherst cuando, a finales del siglo XVII, propuso exterminar a los indios a base de inocularles la viruela impregnando con pus de variolosos las mantas que les vendían (35). No mucho más tarde esa misma buena conciencia permitía a Benjamín Franklin afirmar: "Si en los designios de la Providencia está el destruir a esos salvajes para dejar lugar a los cultivadores de la tierra, no parece inverosímil que el ron sea el medio indicado para ello. Con él se ha aniquilado ya a todas las tribus que en otro tiempo habitaron la región costera" (36).
Naturalmente, los EEUU no son el primer pueblo que considera tener un destino privilegiado, ni serán el último. Al margen del ejemplo clásico del pueblo de Israel, todas las naciones imperiales de la Antigüedad se han considerado superiores: la España de Carlos I y Felpe II también se creyó con una misión providencial. Los vascos del Padre Larramendi se creyeron designados por la Providencia (37). Thomas Carlyle estableció, a mediados del pasado siglo, las bases ideológicas del imperialismo británico apelando a la "misión histórica de una nación predestinada". Los blancos de Sudáfrica comparten ese sentimiento de superioridad. Pero en lo que los EEUU son originales, es en creer que su modelo es el único universalmente válido, en pretender imponerlo a todos y, sobre todo, en pensar que los otros deben aceptarlo para ser verdaderamente libres.
Del mismo modo, la forma de dominación americana también es original. Muchos pueblos han creído, en determinados momentos de su devenir, que una regeneración histórica del mundo sólo podría proceder de un aumento de la propia potencia, de un convencimiento por parte de ese pueblo en poder forjar su propio destino, aunque fuera a costa de los otros pueblos. Ha habido así imperios, guerras, conquistas —y pueblos conquistadores. Pero Norteamérica no es un pueblo conquistador sino una nación mesiánica, y ahí radica su originalidad. América no cree que la historia dependa de su destino, sino que el destino del mundo depende de que los norteamericanos sean capaces de imponer su modelo universal, y por la misma vía, de que los otros pueblos acepten. Por eso la modalidad norteamericana de dominio no es la fuerza, la conquista, sino la seducción, a través del comercio y de la imposición de formas de vida, y sólo cuando éstas fallan emplean la fuerza —retoman así los norteamericanos los métodos de los imperios mercantiles y marítimos, y su figura no es la de una nueva Roma, sino la de una nueva Cartago.
Europa y el espejismo americano
Paradójicamente (o quizá no tanto) esa mezcla de Providencia y business ha fascinado a numerosos pensadores europeos de todas las tendencias, desde el teórico del nacionalsocialismo Alfred Rosenberg hasta el filósofo marxista Erns Bloch. Rosenberg, en El mito del siglo XX (1930), veía en los EEUU una proyección del espíritu europeo, una prolongación que, por vía del hecho racial, daba a los EEUU un papel de continuador y copartícipe de la gloria europea; la guerra daría cuenta de esta ingenua ideación. Una postura no muy diferente era la de Paul Valéry, quien, en un ensayo de 1938, escribía que América era "la proyección del espíritu europeo", un lugar memoria de la cultura europea donde se habían formado "los espíritus en los que vivirán una segunda vida algunas de las maravillosas criaturas de los desgraciados europeos".
Similar fascinación ante el modelo americano se encuentra en el pensamiento positivista. Por ejemplo, el positivista francés Michel Chevalier (1806-1879) escribía en 1838: "En el granjero americano, la gran tradición se combina armoniosamente con los principios de la ciencia moderna enunciados por Bacon y Descartes, con la doctrina de la autonomía religiosa y moral proclamada por Lutero, y con las concepciones más recientes aún de la vida política. El granjero americano es el primero de los iniciados" (38).
Tampoco los teóricos de la izquierda han escapado de la seducción americana. Para Hannah Arendt, "lo que los europeos temen realmente bajo el nombre de americanización no es otra cosa que el advenimiento del mundo moderno con todas sus perplejidades e implicaciones (39) y Arendt apuesta por la modernidad. Por su parte, Ernst Bloch, quizá el último gran filósofo marxista, partidario de que el socialismo vaya "de la ciencia a la utopía y no solamente de la utopía a la ciencia" (El espíritu de la utopía, 1918), elogia a los puritanos anabaptistas que, a partir de las soflamas de Thomas Münzer, predicaron el advenimiento de un milenio igualitario estrictamente comunista, y que nutrieron los primeros contingentes de los "Padres Peregrinos" (Thomas Münzer, teólogo de la revolución, 1921).
Por una cosa o por otra, los EEUU han sido siempre el espejo donde los europeos han reflejado todos sus fantasmas, desde la pureza racial hasta el utopismo puritano, pasando por el culto a la modernidad y de la razón. El resultado ha sido la americanización completa de la vida europea, y el nacimiento de posturas como la que defiende Ernesto Galli della Loggia en Lettera agli amici americani (Mondadori, Milán, 1986): acomodarse al dominio americano siendo un buen comprador. O lo que es lo mismo: dimitir de la voluntad de crearse un destino propio.
El término americanización en tanto que influencia social, económica y cultural de los EEUU sobre Europa lo empleó por primera vez Thomas Arnold en 18679 (Culture and Anarchy). Desde entonces, el fenómeno no ha hecho sino arreciar. La instauración, en 1945, de dos grandes bloques en el mundo, ha oficializado la americanización de Europa. Hoy todo nos viene de América. Nuestras utopías e ilusiones son americanas; nuestros complejos y nuestros fantasmas también.
No aceptar
La Europa denominada "occidental" es ya americana, forma parte de lo que Guillaume Faye ha denominado "americanosfera". ¿Es irreversible este camino?
Al principio de este texto se citaba una frase de Paul Morand donde se aludía a una serie de "problemas inconscientes y complejos ocultos". Hoy esos problemas se hacen cada vez más patentes. Marvin Harris los ha enumerado en un ácido retrato de las sociedades americanizadas: "frustración, soledad, angustia, inseguridad, sospechas, búsqueda de ilusorias evasiones espirituales y sexuales, rupturas familiares..." (40). Es ese mundo que los novelistas norteamericanos de la nueva generación (Bret Easton Ellis, Jay McInerney, etc) han descrito con un realismo tan inconsciente como libre de prejuicios (41). Ese mundo donde la vida es, como señala Saul Bellow, "una búsqueda de sugerencias sobre quién deberíamos ser" (42).
Esta es la utopía que hoy se implanta en Europa. Escribe Baudrillard: "Pero, ¿es esto una utopía realizada? ¿Es esto una revolución con éxito? Pues í, es esto. ¿Qué queréis que sea una revolución con éxito? Es el paraíso. Santa Bárbara es un paraíso, Disneylandia es un paraíso, los EEUU son un paraíso. El paraíso es lo que es, es posible que sea fúnebre, monótono, superficial; pero es el paraíso. Y no hay otro" (43).
Europa vive ya instalada en ese paraíso, en ese vértigo perezoso del olvido de sí mismo. Nuestra condición se asemeja cada vez más a la que Giuseppe D'Agata ha imaginado en America oh kei (Bompiani, Milán, 1984), una alucinante historia donde dibuja unos EEUU que, tras una guerra nuclear, materializan el sueño moral-consumista de los padres peregrinos, creando una humanidad histérica, inmersa en la búsqueda del paraíso dorado de un bienestar igualitario que la libere del lastre de la política, la historia y la tradición. Bajo la sombra de esa América, D'Agata pinta una Europa colonizada por el superficial consumismo homogeneizador americano; una Europa que, alabando el sueño americano, parece incapaz de encontrar en sí misma las razones de su propia existencia; una Europa en la que el cerebro de las jóvenes generaciones es devastado y paralizado por una "guerra cultural" que nadie quiere ya combatir.
D'Agata da en el clavo cuando se refiere a esa "guerra cultural". Porque, en efecto, la solución para Europa no está en construir un mercado autónomo dirigido por franceses, alemanes, españoles o ingleses diplomados en Harvard y con un master de dirección de empresas en Wisconsin [Nota: en efecto, a esto es a lo que en teoría se dirige la actual Unión Europea...], sino en buscar su propio camino a través de lo que le es íntimamente propio: su cultura, su historia. El cineasta norteamericano Elia Kazan lo decía recientemente: "Europa tiene que resistir a la cultura americana... Sé que es difícil, pero los europeos deben continuar defendiéndose. Hay un imperialismo americano que no está hecho de soldados, de barcos o misiles, sino de industria y de economía en general. América le dice a Europa: ustedes van a vender nuestros productos; una vez que los hayan vendido, deberán aceptar nuestros valores" (44).
De eso se trata. De no aceptar.
Notas
(1) ABC, 3-VI-87.
(2) Morand, Paul: De la vitesse (1929).
(3) Nigra, H.J. y Herté, R. de: "Ill était une fois l'Amérique", en NOUVELLE ECOLE, 27-28, otoño-invierno, 1975.
(4) Marienstrass, E.: La resistance indienne aux Etats Unis, Juliard, París, 1980 (p. 62).
(5) cit., por Jacqueline Grapin, "La dérive à l'Ouest", en CADMOS, 37, primavera, 1987.
(6) art. cit.
(7) ibid.
(8) Paz, Octavio: El Ogro Filantrópico, Seix Barral, Barcelona, 1979 (p. 60).
(9) Baudrillard, J.: América, Anagrama, Barcelona, 1987.
(10) Alberoni, F.: "Europa sin futuro", EL PAÍS, 20-I-85.
(11) Gorer, G.: The Americans. A Study in National Character, Cresset Press, Londres, 1948.
(12) Stendhal: Oeuvres Complètes, Cercle de Bibliophile (comp. de Victor de Litto y Ernst Abravanel): "Travels in North America". vol. XLVI (pp. 231-237).
(13) Keyserling, Herman: Psychanalyse de L'Amerique (1931).
(14) Astre, G.A. y Lepinasse, P.: La démocratie contrariée. Lobbies et jeux de puvoir aux Etats Unis, la Découverte, París, 1985.
(15) Colombo, F.: Il Dio d'America, Mondadori, Milán, 1983.
(16) LE MONDE DIPLOMATIQUE, noviembre de 1980.
(17) cit. por Carlos Cañeque, "Dios nos ha enviado a Reagan", EL PAÍS, 21-VIII-83.
(18) "La tiara gibelina", EL PAÍS, 10-X-84.
(19) Gish, Arthur G.: The NEw Left ant Christian Radicalism, William B. Eerdmans, Grand Rapids, Michigan.
(20) "Teología, ateología y postmodernidad en USA", SABER LEER, 3-III-87.
(21) Cox, H.: La religión en la ciudad secular. Hacia una teología post-moderna, Sal Terrae, Santander, 1985.
(22) Cf. Vallespin Oña, Fernando: Nuevas Teorías del Contrato Social (Rawls, Nozick y Buchanan), Alianza Universidad, Madrid, 1986.
(23) ABC, 29-X-84.
(24) ABC, 28-X-84-
(25) Wright, E.: Franklin of Philadelphia, Harvard University Press, Cambridge, 1986.
(26) Marienstrass, E.: Les mythes fondateurs de la nation américaine, Maspero, París, 1976.
(27) "Europa, sin futuro", EL PAÍS, 20-I-85.
(28) Lasch, Chr.: "Mass Culture Reconsidered", en DEMOCRACY, 1, 4, octubre 1981 (pp. 7-22).
(29) Cf. ABC, 7-IX-87.
(30) Dollé, J.P.: Danser aujourd'hui, Grasset, París, 1981.
(31) cit. por Carmen Fernández Aguinaco, "¿Qué pasa, USA?", en CRÍTICA, 741, enero 1987.
(32) ibid.
(33) cit. por José Antonio Jáuregui, DIARIO 116, 13-V-87.
(34) cit. por Gore Vidal, "Los amantes del imperio contraatacan", EL GLOBO, 9-X-87.
(35) cit. por José Florit, "Franceses e ingleses en Norteamérica", en Historia del Mundo, vol. VIII, Salvat ed. Barcelona, 1969.
(36) cit. por Astre y Lepinasse, La démocratie..., op. cit.
(37) Cf. Julio Caro Baroja, Disquisiciones Antropológicas, Istmo, Madrid, 1985 (pp. 349-373).
(38) Chevalier, M.: Society Manners and Politics in the United States. Letters on North America, Doubleday & Co., Nueva York, 1961 (cap. 34).
(39) Arendt, H.: "Dream and Nightmare", en COMMONWEAL, 10 septiembre, 1954.
(40) Harris, Marvin: America Now, Feltrinelli, Milán, 1983.
(41) Cf. por ejemplo Bret Easton Ellis, Menos que cero (Anagrama, 1986) y Jay McInerney, Luces de neón (Edhasa, 1986).
(42) EL PAÍS, 4-X-87-
(43) America, op. cit.
(44) LE NOUVEL OBSERVATEUR, 31-VI-86.
1 comentario:
De marcado ethos protestante, la incipiente sociedad estadounidense se aferró (arbitraria y políticamente) a la noción determinista, hija de la reforma, para crear una nación elegida y protegida por Dios.
Hoy, sin embargo, ese protestantismo envejecido se ha transformado, secularizándose y dando origen a una nación de muchas cabezas y diversos poderes, muchos de ellos insuficientes y advenedizos.
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