viernes, 7 de septiembre de 2007

TEORIA DE LA COMUNIDAD


Artículos de Metapolítica


Ferdinand Tönnies


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De conformidad con estas definiciones, la teoría de la comunidad parte de la unidad perfecta de la voluntad humana considerándola estado primitivo o natural que se conserva a pesar de la separación empírica y a través de la misma, desarrollándose de diversos modos según la índole necesaria y dada de las relaciones entre individuos diversamente condicionados. La raíz general de estas relaciones es el nexo de la vida vegetativa debido al nacimiento; el hecho de que las voluntades humanas, en cuanto cada una de ellas corresponde a una constitución corporal, permanezcan unidas entre sí por su ascendencia o linaje, o lleguen a unirse así de un modo necesario; esta unión se presenta con la máxima intensidad como afirmación recíproca directa en virtud de tres clases de relaciones: 1) por la relación entre la madre y su hijo; 2) por la relación entre el marido y la mujer como cónyuges, tal como debe entenderse este concepto en sentido natural o animal-general; 3) por la relación entre los hermanos, es decir, por lo menos entre los que se reconocen como retoños de un mismo cuerpo materno. Aunque en toda relación de parientes troncales entre sí puede presentarse el germen, o la tendencia y fuerza fundada en la voluntad, hacia una comunidad, las tres relaciones mencionadas son los gérmenes más fuertes de esa significación o los más capaces de desarrollo. Pero cada uno de ellos a su manera:
A) lo materno está fundado del modo más profundo en el puro instinto o agrado, viéndose también ahí casi palmariamente el tránsito de una vinculación a la vez corporal a otra meramente espiritual, y revelando tanto más la última su procedencia de la primera cuanto más cerca se halla de su origen; la relación implica una duración larga, pues corresponde a la madre la nutrición, protección y dirección del nacido hasta que éste llegue a ser capaz de nutrirse, protegerse y dirigirse por sí solo; al propio tiempo, este progreso implica una disminución de esa necesidad y hace más probable la separación; sin embargo, esta tendencia a la separación puede ser a su vez anulada u obstaculizada por otras, a saber por la mutua habitación y por el recuerdo de las alegrías que recíprocamente se hayan proporcionado, y sobre todo a causa de la gratitud del hijo por los cuidados y desvelos de la madre; pero a estas relaciones mutuas inmediatas vienen a sumarse otras que unen a cada uno de los sujetos de aquéllas con objetos situados fuera de ellos y que les son comunes: afecto, habituación y recuerdo hacia cosas del ambiente, ya fuesen éstas originariamente placenteras o pasaran a serlo luego; entre ellas figuran también las personas conocidas, que les ayudan y quieren: así puede ser el padre cuando vive con la madre, los hermanos o hermanas de la madre o del hijo, etc.
B) El instinto sexual no impone necesariamente alguna clase de convivencia duradera, como tampoco determina principalmente una relación recíproca con tanta facilidad como una subyugación unilateral de la mujer que, más débil por naturaleza, puede convertirse en objeto de mera posesión o ser reducida a un estado de privación de libertad. De ahí que, consideradas con independencia del parentesco troncal y de todas las fuerzas sociales que en él radican, las relaciones entre cónyuges necesitan apoyarse esencialmente en la mutua habituación entre ambos para transformarse en relación duradera que implique una afirmación mutua. A estos se añaden –cosa que no necesita mayor justificación- los demás factores habituales de consolidación ya mencionados, especialmente las relaciones con los hijos procreados, patrimonio común de ambos cónyuges, y luego las resultantes de todo lo demás que constituye patrimonio y administración comunes.
C) Entre hermanos no existe un agrado tan originario e instintivo y tampoco un mutuo reconocimiento tan natural como existe entre la madre y su hijo o entre seres emparentados de sexos distintos. Bien es verdad que la última relación pudo coincidir con la de fraternidad, y muchas razones hay para creer que así debió ocurrir con bastante frecuencia en muchas tribus en una época primitiva de la humanidad; sin embargo, en este orden de cosas conviene recordar que en aquellos casos en que la ascendencia se calcula sólo por la madre y mientras tanto así se hace- el nombre y la sensación de hermandad se encuentra extendido de igual modo a los primos, con tal generalidad que, como ocurre en muchos otros casos, la acotación de los dos conceptos es únicamente obra de tiempos posteriores. Sin embargo, en virtud de un proceso que se presenta con regularidad en los más importantes grupos de pueblos, el matrimonio y la hermandad, y luego (en la práctica de la exogamia) si no el matrimonio y el parentesco de sangre sí el matrimonio y el parentesco de linaje, se excluyen más bien de un modo totalmente seguro, y entonces este amor fraterno debe calificarse de la más humana relación recíproca entre seres humanos, aunque siga fundándose enteramente en el parentesco de la sangre. En comparación con las otras dos clases de relaciones, esto se manifiesta también en la circunstancia de que en este caso, en que el instinto parece ser lo más débil, el recuerdo contribuya tanto más intensamente a originar, conservar y consolidar el vínculo del corazón, pues cuando se da el caso de que por lo menos los hijos de la misma madre convivan y sigan juntos, porque todos ellos viven y siguen al lado de la madre prescindiendo de todas las demás tendencias obstaculizadoras que pueden ser causas de hostilidad-, esta circunstancia determina necesariamente que en el recuerdo de cada uno de los hijos se asocien con las impresiones y experiencias agradables la figura y actos de los demás hijos, y ellos tanto más fácil intensamente cuanto más íntimo (y acaso también cuanto más amenazado desde el exterior) se conciba este grupo y, en consecuencia, todas las circunstancias impongan una solidaridad y una lucha y actuación conjuntas. De ahí que luego, a su vez, el hábito haga más fácil y grata esa vida. Al propio tiempo cabe esperar también que entre hermanos se llegue en el más alto grado posible a una igualdad de modo de ser y energías, mientras luego, por el contrario, las diferencias de entendimiento o de experiencia, en cuanto factores puramente humanos o mentales, se pondrán de relieve con tanta mayor claridad.
2
Algunas otras más lejanas relaciones vienen a añadirse a estas clases previas y más próximas. Se unen y perfeccionan en las relaciones entre el padre y los hijos. Afines a la primera clase en su más importante aspecto, a saber, la índole de la base orgánica (que en este caso mantiene unido al ser racional con las criaturas de su propio cuerpo), discrepan de ella porque la naturaleza del instinto es en estos casos mucho más débil, aproximándose al que enlaza a los cónyuges; de ahí que también con mayor facilidad sea sentido con el carácter de mero poder y potestad sobre siervos; pero con la particularidad de que mientras el afecto del cónyuge, más por la duración que por la intensidad, resulta menos fuerte que el materno, el del padre se diferencia del mencionado en último lugar de un modo más bien inverso y en consecuencia, cuando existe con alguna intensidad, resulta análogo al amor fraterno en virtud de la naturaleza mental, distinguiéndose claramente de esta relación por la desigualdad del modo de ser (especialmente de la edad) y de las fuerzas --que en el caso que nos ocupa envuelve aún enteramente la del espíritu. Así, el patriarcado es lo que de un modo más puro cimenta la idea de la potestad en el sentido de la comunidad: cuando no significa uso y disposición en provecho del señor sino educación y enseñanza como complemento de la procreación; participación de la plenitud de la propia vida, participación que sólo paulatinamente podrá ser correspondida en grado creciente por el ser que se desarrolla, pudiendo entonces fundar una relación realmente recíproca. En este caso, el primogénito tiene un privilegio natural: es el más próximo al padre y el llamado a ocupar el lugar que deje vacío éste con los años: ya con su nacimiento comienza a pasar a él la potestad perfecta del padre, y así, a través de la serie ininterrumpida de padres e hijos, se presenta la idea de un fuego vital siempre renovado. Sabemos que esta regla de la herencia no fue la originaria, como también que al parecer el patriarcado estuvo precedido por el matriarcado y por la potestad del hermano de la madre. Pero por cuanto en la lucha y en el trabajo resulta más conveniente el dominio del varón y porque gracias al matrimonio adquiere la paternidad certidumbre de hecho natural, la potestad paterna es la forma general de los pueblos civilizados. Y si la sucesión colateral (el sistema de la "Tanistry") supera en antigüedad y rango a la primogenitura, aquélla indica solamente el efecto continuado de una generación anterior: el hermano que asume la sucesión no deriva su derecho del hermano sino del padre común a ambos.

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En toda vida en común se encuentra o desarrolla, en virtud de condiciones generales, algún modo de diversidad y división del goce y del trabajo produciéndose una reciprocidad entre los dos. En la primera de las mencionadas relaciones originarias, se da las más veces de un modo directo, preponderando en ella el lado del goce por encima del de la prestación. El hijo goza de protección, alimentación y enseñanza; la madre, del placer de poseer, luego de la obediencia y más tarde del auxilio activo e inteligente. Hasta cierto punto se encuentra también una acción recíproca semejante entre el hombre y su socio femenino, pero en este caso se basa principalmente en la diferencia de sexo y sólo en segundo término en la de edad. Y en virtud de esa acción recíproca se impone tanto más la diferencia de las energías naturales en la división del trabajo; referida a objetos comunes, al trabajo en vistas a la protección, de suerte que la custodia de lo valioso corresponde a la mujer, y al marido el rechazo de lo hostil; con respecto a la alimentación: al varón corresponde la caza, a la mujer la conservación y preparación de lo cazado; y también donde se requiere otro trabajo, y es necesario instruir a los más jóvenes o más débiles: siempre cabe esperar, como de hecho se encuentra, que la fuerza del varón se reserve para el exterior, para la lucha y para la dirección de los hijos, mientras la de la mujer es para la vida interior del hogar y para las hijas. Entre los hermanos es donde puede ofrecerse con la mayor pureza la verdadera prestación de ayuda, la defensa y amparo recíprocos, dado que las más veces trabajan todos ellos en las mismas actividades comunes. Pero en este caso, además de las diferencias de sexo, aparece (como ya dijimos) la de la capacidad mental, en virtud de la misma, si a unos les corresponde más la reflexión o actividad intelectual o cerebral, a los otros se les encarga la ejecución y el trabajo muscular. Pero de esta suerte resulta que los primeros tienen una especie de precedencia y dirección y los otros actúan como siguiendo y obedeciendo. Y de todas esas diferencias se advierte que se realizan bajo la guía de la naturaleza, por frecuente que sea el caso de que estas tendencias legales, como todas las demás, sean objeto de interrupciones, supresiones o inversiones.

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Aun cuando en conjunto aparecen estas relaciones a modo de recíproca determinación y mutuo auxilio de voluntades, de suerte que cada una de ellas puede presentarse bajo la imagen de un equilibrio de fuerzas, todo cuanto concede preponderancia a una de las voluntades debe venir compensado por una acción más intensa del otro lado. Así cabe poner como caso ideal el de que a mayor goce obtenido de la relación corresponda la clase más pesada de trabajo para la misma, y, por consiguiente, a menor goce el trabajo más fácil, pues aunque el esfuerzo y la lucha en sí puedan constituir un placer y de hecho lo sean, toda tensión de energías hace ne­cesario que venga luego una distensión, todo desgaste una recuperación y todo movimiento un reposo. La diferencia de goce para el más fuerte se compensa en parte con el mismo sentimiento de superioridad, de poder y de mando, mientras que, por el contrario, el ser dirigido y el tener que obedecer, es decir, la sensación de inferioridad, produce siempre cierta insatisfacción íntima, una sensación de estar oprimido y coaccionado, por mucho que esta sensación pueda ser aliviada por el amor, el hábito y la gratitud. La proporción de los pesos con que estas voluntades actúan recíprocamente, se hace más patente aún a base de la consideración siguiente: toda superioridad implica el peligro de arrogancia y crueldad y por ende de un trato hostil y opresivo, si no va acompañada -o no se desarrolla con el tiempo en ella- de la tendencia y propensión a hacer tanto mayor bien al ser que se tiene en dependencia. Y por naturaleza sucede así realmente: un mayor poder general es también una mayor capacidad de prestar auxilio; cuando a ello va unida propiamente una voluntad; ésta resulta tanto mayor y decidida al darse cuenta de su poder (porque éste es, a su vez, voluntad):y así, sobre todo en el seno de estas relaciones orgánico-corporales, existe una ternura instintiva y espontánea del fuerte hacia el débil, un placer de ayudar y proteger, íntimamente enlazado con el placer de poseer y con la satisfacción que causa el poder propio.

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Califico yo de dignidad o autoridad una fuerza superior ejercida para el bien del sometido o de acuerdo con la voluntad del mismo y afirmada por él en consecuencia. Puede dividirse en tres clases: la dignidad de la edad, la de la fuerza y la de la sabiduría o del espíritu. Las tres pueden presentarse como asociadas, a su vez, en la dignidad que corresponde al padre, en su posición tutelar, protectora y directiva con respecto a los suyos. Lo peligroso de ese poder crea en los débiles el temor, y éste por sí solo significaría únicamente negación y desvío (salvo en lo que pueda ir mezclado con admiración), pero la acción benéfica y el favor inducen a la voluntad de honrar, y cuando el último matiz es el que prepondera, surge de esta unión el sentimiento de veneración. De esta suerte se contraponen ternura y ve­neración (o en grados más débiles: benevolencia y respeto) como constitu­tivos, en caso de franca diferenciación de poder, de las dos definiciones lí­mite del sentimiento en que se funda la comunidad. De suerte que con esos motivos es posible también y probable una especie de relación de comuni­dad entre amo y criado, sobre todo cuando -como ocurre de ordinario e igualmente a los vínculos del parentesco más íntimo- esa relación es sustentada y fomentada por una convivencia directa próxima, duradera y perfecta.
En efecto, la comunidad de la sangre como unidad de esencia se desarrolla y especializa en la comunidad de lugar, que tiene su inmediata expresión en la convivencia local, y esta comunidad pasa, a su vez, a la de espíritu, resultado de la mera actuación y administración recíproca en la misma dirección, en el mismo sentido. La comunidad de lugar puede con­cebirse como vínculo de la vida animal, y la de espíritu como vínculo de la mental; de ahí que la última, en su relación con la primera, deba ser con­siderada como la propiamente humana y como el tipo más elevado de comunidad. Así como la primera va unida a una relación y participación común, es decir, propiedad, sobre el ser humano mismo, una cosa análoga ocurre con la otra con respecto a la tierra poseída y con la última en cuan­to a lugares considerados sagrados o a divinidades veneradas. Todas las tres clases de comunidad están íntimamente enlazadas entre sí, tanto en el tiempo como en el espacio, y por consiguiente, en todos y cada uno de esos fenómenos y su desarrollo lo mismo que en la cultura humana en general y en su historia. Dondequiera que se encuentren seres humanos enlazados entre sí de un modo orgánico por su voluntad y afirmándose recíproca­mente, existe comunidad de uno y otro de esos tipos, ya que el tipo ante­rior encierra el ulterior, o bien éste llegó a alcanzar una independencia relativa habiéndose desarrollado a partir de aquél. De esta suerte cabría con­siderar simultáneamente como designaciones totalmente comprensibles de esas sus tres especies originarias: 1° el parentesco, 2° la vecindad y 3° la amistad. El parentesco tiene la casa como su morada y como si fuese su cuerpo; en este tipo hay convivencia bajo un solo techo protector; posesión y goce comunes de las cosas buenas, especialmente alimentación a base de las mismas provisiones, y el hecho de sentarse juntos alrededor de una misma mesa; se venera a los muertos en calidad de espíritus invisibles, como si todavía fueran poderosos y extendieran su acción tutelar sobre las cabezas de los suyos, de suerte que la veneración y honor comunes garan­tizan con tanta mayor seguridad la convivencia y colaboración pacífica. La voluntad y espíritu de parentesco no están limitados, desde luego, por los límites de la casa y de la proximidad en el espacio, antes bien, cuando son fuertes y vivos, y por lo tanto en las relaciones más próximas e íntimas, pueden nutrirse por sí mismos, del mero recuerdo, a pesar de todo alejamiento, con el sentimiento y la imaginación de estar próximos y de actuar conjuntamente. Pero por esta misma razón buscan tanto más esa proximi­dad corpórea y se separan de ella con tanta mayor dificultad cuanto que sólo así puede encontrar sosiego y equilibrio toda aspiración de amor. De ahí que el hombre comente -ala larga: tomando el promedio de gran nú­mero de casos- se sienta más a gusto y más alegre cuando se encuentra rodeado de su familia y de sus allegados. Está en sí (chez soi, en casa). Ve­cindad es el carácter general de la convivencia en el poblado, donde la pro­ximidad de las viviendas, los bienes comunales o la mera contigüidad de los campos, determina numerosos contactos entre los hombres y hace que éstos se acostumbren a tratarse y conocerse mutuamente; el trabajo en común, impone el orden y el gobierno; los dioses y espíritus de la tierra y del agua, que traen bendiciones y amenazan con maldiciones, son implo­rados en demanda de favor y gracia. Determinada esencialmente por el hecho de la convivencia, puede esta comunidad mantenerse igualmente a pesar de la ausencia, bien que con más dificultad que la primera clase, y, en consecuencia, tanto más necesita apoyarse en ciertas costumbres de reunión y de usos conservados como algo sagrado. La amistad se hace inde­pendiente del parentesco y de la vecindad, como condición y efecto de ac­tuaciones y concepciones coincidentes; de ahí que suela producirse más fácilmente a base de pertenecer a un oficio o arte iguales o semejantes. Pero este vínculo debe contraerse y conservarse por medio de fáciles y frecuentes reuniones, por el estilo de las que con la mayor probabilidad pueden tener lugar en el recinto de una ciudad; y la divinidad así fundada y cele­brada a base de un espíritu común, tiene en este caso una importancia muy directa para la conservación del vínculo, pues sólo ella, o ella de preferen­cia, le imprime una forma viva y permanente. Ese buen espíritu no permanece, en consecuencia, en su lugar, sino que mora en la conciencia de sus devotos y los acompaña en sus correrías por tierras extrañas. De esta suerte, a modo de compañeros de arte y condición social, que se conocen mutuamente y que en realidad son también correligionarios, se sienten unidos por doquiera por un vínculo espiritual y partícipes en una misma labor común. De ahí: aun cuando la convivencia urbana pueda abarcarse bajo el concepto de vecindad -y lo propio cabe decir de la doméstica siempre que formen parte de ellas miembros no vinculados por parentesco o sirvientes-, la amistad espiritual orna, por el contrario, una especie de localidad invisible, una ciudad y asamblea mística que, como si estu­viera animada de una intuición artística, es una voluntad creadora viva. Las relaciones entre los hombres a título de amigos y compañeros, son las que en este caso menos tienen carácter orgánico e intrínsecamente ne­cesario: son las menos instintivas, y están menos determinadas por la costumbre que las de vecindad; son de índole mental y, por consiguiente, comparadas con las anteriores, parecen basarse en la casualidad o en la libre elección. Pero ya dentro del puro parentesco se puso de relieve una gradación parecida, que nos lleva a formular las tesis que a continuación se exponen.

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La vecindad es al parentesco lo que la relación entre esposos -de ahí la afinidad en general- a las relaciones entre madre e hijo. Lo que en el último caso se debe al mutuo agrado, tiene que apoyarse en la mutua habituación en el primero. Y de igual modo que la relación entre hermanos -y de ahí la de todos los primos y las relaciones de grados relativamente iguales- con las demás orgánicamente determinadas, así se presenta la amistad con respecto a la vecindad y al parentesco. El recuerdo actúa como gratitud y fidelidad y en la fe y confianza recíprocas tiene que manifestarse la verdad especial de esas relaciones. Pero como su fundamento no es ya tan natural y espontáneo y los individuos saben y sostienen entre sí de modo más determinado su propio querer y saber, son estas relaciones las más difíciles de conservar y las que menos resisten a los trastornos: trastornos que en forma de roces y disputas se presentan forzosamente en toda convivencia, pues la proximidad constante y la frecuencia de los contactos significan, tanto como fomento y afirmación mutuos, también estorbo y negación recíprocos, a título de posibilidades reales, de probabilidades de cierto grado; y sólo cuando prevalecen los primeros fenómenos, cabe calificar una relación de verdadera relación de comunidad. De ahí se explica que, sobre todas las hermandades de tipo puramente espiritual, sólo puedan tolerar, como muchas experiencias enseñan, hasta determinado grado de frecuencia e intimidad la proximidad material de la convivencia en sentido estricto, antes bien deben encontrar su contrapartida en una proporción mucho más elevada de libertad individual. Pero, al igual que en el seno del parentesco se concentra en la paterna toda la dignidad, ésta sigue signifi­cando dignidad del príncipe aun en los casos en que el fundamento esencial de la cohesión está constituido por la vecindad. En este último caso está más condicionada por el poder y la fortaleza que por la edad y la crianza, y se representa del modo más directo en el influjo de un dueño sobre su gente, del señor territorial sobre sus siervos, del patrono sobre sus clientes. Finalmente: en el seno de la amistad, en cuanto ésta se presenta como de­dicación en común al mismo oficio, al mismo arte, semejante dignidad se impone como la del maestro frente a los discípulos o aprendices. Pero la dignidad de la edad encuentra la mejor correspondencia en la actividad judicial y en el carácter de la justicia, pues del ardor, impulsividad y pasiones de toda clase propios de la juventud, se originan la violencia, la venganza y la discordia. El anciano está por encima de estas cosas como observador sereno, y es el menos propicio a dejarse llevar por preferencias o resentimientos a ayudar a uno contra otro, antes bien procurará conocer de qué lado comenzó el mal, y si el motivo de hacerlo era lo suficientemente fuerte para un hombre debidamente ponderado, o por qué acto o penalidad podrá repararse la trasgresión cometida por arrogancia. La dignidad de la fuerza tiene que manifestarse en la lucha y confirmarse con el valor y la intrepidez. De ahí que llegue a su perfección en la dignidad ducal: a ella corresponde reunir las fuerzas de combate, ponerse a la cabeza de la expedición contra el enemigo y ordenar todo lo provechoso y prohibir todo lo perjudicial para la acción de conjunto. Pero cuando en la mayor parte de las decisiones y medidas lo acertado y benéfico más parece haya de ser adivinado y descubierto por el experto que visto de un modo seguro por cualquiera, y cuando el futuro se muestra cerrado, y a menudo amenazador y terrible ante nosotros, aparece que entre todas las artes debe darse preferencia a la capaz de descubrir, interpretar o decidir la voluntad del invisible. Y de esta suerte se eleva sobre todas las demás la dignidad de la sabiduría a título de dignidad sacerdotal, en la que se cree que la misma figura de Dios se hace presente entre los vivos, para que el inmortal-eterno se revele y manifieste a los rodeados de peligros y mortal angustia. Estas distintas actividades y virtudes imperantes y rectoras se ayudan y complementan mutuamente, y en toda posición dominante, siempre y cuando ésta se derive de la unidad de una comunidad, las dignidades correspondientes pueden considerarse unidas en virtud de su establecimiento, pero de suerte que la dignidad judicial es la ingénitamente natural de la condición de jefe de familia, la ducal corresponde a la condición de patriarca y, por último, la dignidad sacerdotal parece la más apropiada a la condición de maestro. Sin embargo, la dignidad "ducal" corresponde también a un modo natural al jefe de la familia, especialmente al jefe de un linaje (a título de jefe de la más antigua de las casas emparentadas) dado que para tener la necesaria cohesión contra el enemigo se requiere subordinación, y del modo más elemental corresponde asimismo al cabecilla de una tribu todavía invertebrada (quien ocupa el lugar del antepasado mítico). Y esta dignidad se eleva, a su vez, a la divino-sacerdotal, y se cree a los dioses antepasados y amigos paternales; de esta suerte hay dioses de la casa, del linaje, de la tribu y de la comunidad nacional. En ellos se da de modo eminente la fuerza de semejante comunidad: pueden lo imposible; efectos milagrosos con sus efectos. En consecuencia, cuando se les nutre y honra, ayudan; dañan y castigan cuando se los olvida y desprecia. En carácter de padres y jueces, de dueños y caudillos, de educadores e instructores, son también titulares originarios y prototipos de estas dignidades humanas. Pero en ellas también la ducal requiere al juez, pues la lucha común hace tanto más necesario que las discordias intestinas sean dirimidas por una decisión obligatoria. Y el cargo sacerdotal es idóneo para conferir a tal decisión el carácter de sagrada e inimpugnable, honrándose a los mismos dioses como autores del derecho y de las sentencias judiciales.

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A título de libertad y honra especiales y acrecentadas, y, en consecuencia, de esfera de voluntad determinada, toda dignidad debe deducirse de la general e igual esfera de voluntad de la comunidad; y así, frente a ella, el servicio se presenta como una libertad y honra especial y aminorada. Toda dignidad puede ser considerada como servicio y todo servicio como dignidad, siempre y cuando sólo se tenga en cuenta la individualidad. La esfera de voluntad, y también la esfera de voluntad comunal, es una masa de fuerza, poder o derecho determinados; y éste último un compendio de querer en cuanto poder o facultad y querer en cuanto deber u obligación. Así resulta como esencia y contenido de todas las esferas de voluntad derivadas, en las cuales, por ende, son facultades y obligaciones los dos aspectos correspondientes de una misma cosa, o bien únicamente las modalidades subjetivas de la misma sustancia objetiva de derecho o fuerza. Y, con ello, existen y surgen, tanto por obligaciones y facultades acrecentadas como por aminoradas, desigualdades que sólo pueden aumentar hasta cierto límite, pues más allá de él se suprime la esencia de la comunidad en cuanto unidad de lo diferente: de un lado (hacia arriba), porque, se hace demasiado grande la fuerza jurídica propia y, por lo tanto, resulta indiferente y sin valor la vinculación con el conjunto; de otro (hacia abajo) porque la propia se hace demasiado pequeña y la vinculación resulta irreal y sin valor. Pero cuanto menos se hallan unidos entre sí con respecto a una misma comunidad los hombres que están o se ponen en contacto, tanto más se contraponen con el carácter de sujetos libres de su querer y poder. Y esta libertad es tanto mayor cuanto menos dependiente es o se siente de su propia voluntad previamente determinada y, por lo tanto, cuanto menos lo es o se siente ésta de cualquier voluntad comunal. En efecto, para la índole y formación de toda costumbre y mentalidad individual es factor el más importante, además de las fuerzas e impulsos heredados por procreación, algún tipo cualquiera de voluntad comunal con carácter de educativa y rectora; de un modo especial, el espíritu de familia; pero también todo espíritu semejante al espíritu de la familia y que actúe de un modo análogo a él.

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La inclinación recíproco-común, unitiva, en cuanto voluntad propia de una comunidad, es lo que entendemos por consenso. Es la fuerza y simpa­tía social especial que mantiene unidos a los hombres como miembros del conjunto. Y porque todo lo instintivo del hombre va unido a razón y presupone la posesión del lenguaje, puede entenderse también como el sentido y la razón de semejante relación. En consecuencia, entre el procreador y su hijo, por ejemplo, existe sólo en la medida en que el hijo se conciba dotado de lenguaje y voluntad racional. Pero también puede decirse igualmente: todo cuanto tiene sentido en una relación comunal y para ella, de acuerdo con el sentido de esa relación comunal, es su derecho; es decir, se considera como la genuina y esencial voluntad de la pluralidad de los unidos. Por lo tanto: siempre que corresponda a su verdadera naturaleza y a sus fuerzas que el goce y el trabajo sean distintos, y, sobre todo, que de una parte caiga la dirección y de otro la obediencia, es esto un derecho natural, a modo de ordenación de la convivencia, que asigna a cada voluntad su esfera o su función: un compendio de deberes y facultades. El consenso descansa, pues, en el mutuo conocimiento íntimo, en cuanto éste está deter­minado por la participación directa de un ser en la vida de otro, por la inclinación a compartir sus penas y alegrías, sentimientos que, a su vez, exigen ese conocimiento. De ahí que resulte tanto más probable cuanto mayor sea la semejanza de constitución y experiencia o cuanto más igual o coincidente sean su natural, su carácter y su modo de pensar. El verdadero órgano del consenso, en el que éste despliega y desarrolla su esencia, es el lenguaje mismo, expresión comunicada y recibida, en gestos y sonidos, de dolor y placer, temor y deseo, y todos los demás sentimientos y estímulos emocionales. Como es sabido, el lenguaje no se inventó ni estipuló a títu­lo de medio e instrumento para entenderse, sino que él mismo es consenso vivo, y a la vez su contenido y su forma. Como todos los demás movimientos expresivos conscientes, su manifestación es consecuencia involuntaria de profundos sentimientos, ideas dominantes, y no se supedita a la intención de hacerse entender, como si fuera un medio artificial que tuviera como base un no-entender natural, a pesar de que entre los que se entienden puede emplearse el lenguaje como mero sistema de signos, al igual que otros signos convenientes. Y, sin embargo, todas esas manifestaciones pueden presentarse lo mismo como fenómenos de sentimientos hostiles que como fenómenos de sentimientos amistosos. Esto es tan cierto que provoca la tentación de formular el siguiente principio general: las inclinaciones y sentimientos amistosos y hostiles están sometidos a iguales o muy análogas condiciones. Pero en este caso, la hostilidad procedente de la ruptura o relajación de vínculos naturales y existentes, debe distinguirse totalmente de aquel otro tipo que se basa en el desconocimiento, la falta de entendimiento y la desconfianza. Los dos son instintivos, pero la primera es esencialmente enojo, odio, indignación, y la segunda, esencialmente, temor, horror y repugnancia; aquélla es aguda, ésta crónica. Con toda se­guridad el lenguaje, lo mismo que otras comunicaciones de las almas, no procede de uno ni otro de esos dos tipos de hostilidad -como tal, en aquel caso es sólo un estaado extraordinario y patológico-,sino de confianza, intimidad y amor; y sobre todo, del profundo entendimiento entre madre e hijo tiene que nacer el modo más fácil y vivo el lenguaje materno. En cambio, en aquella franca y declarada hostilidad, puede concebirse que detrás hay siempre alguna amistad y coincidencia. De hecho es sólo en la afinidad y mezcla de sangre donde se representa el modo más directo la unidad y, en consecuencia, la posibilidad de comunidad, de voluntades humanas: por consiguiente, en la proximidad en el espacio, y, por último, para los hombres, también la proximidad espiritual. Por consiguiente hay que buscar en esta gradación las raíces de todos los consensos. Y de esta suerte formulamos las grandes leyes principales de la comunidad: 1) Parientes y cónyuges se aman o se acostumbran fácilmente entre sí: hablan y piensan entre sí a menudo y con gusto. Del mismo modo, comparativamente, los vecinos y otros amigos. 2) Entre los que se aman, etc. hay consenso. 3) Los que se aman y se entienden conviven y permanecen juntos y ordenan su vida común. Califico de concordia o espíritu de familia (unión y coincidencia cordial) una forma total de voluntad determinante de comunidad, que ha pasado a ser tan natural como el lenguaje mismo, y que, por consiguiente, abarca una pluralidad de consensos, cuya medida da por medio de sus normas. Consenso y concordia son también una misma cosa: voluntad comunal en sus formas elementales; como consenso en cada una de sus relaciones y efectos, como concordia en su fuerza y naturaleza total.

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Consenso es, de esta suerte, la expresión más simple de la esencia in­terna y la verdad de toda convivencia, cohabitación y acción conjunta genuinas, y de ahí, en su significado primero y más general: de la vida do­méstica, y como el núcleo de ésta está formado por la unión y unidad de varón y hembra para la procreación y educación de descendientes, el matrimonio especialmente tiene este sentido natural a título de relación duradera. El acuerdo tácito, o como quiera que se llame, acerca de deberes y facultades, acerca de lo bueno y lo malo, puede compararse a una estipulación, a un contrato; pero sólo para hacer resaltar en seguida y con tanta mayor energía su contraste. En efecto, de esta suerte cabe decir también que el sentido de las palabras es igual al signo convenido y convencional; y que es igualmente lo contrario. Estipulación y contrato es coincidencia que se hace, que se concierta; promesa cambiada, que presupone también el lenguaje, y mutua comprensión y aceptación de actos futuros ofrecidos, susceptibles de expresarse en conceptos claros. Esta estipulación puede dejar de hacerse cuando se da por entendida como si efectivamente se hubiese llevado a cabo ya, si su efecto ha de ser de ese tipo; per accidens puede ser también tácita. Pero por esencia es silencioso el consenso; porque su contenido es indecible, infinito, incomprensible. Al igual que el lenguaje no puede ser estipulado, aun cuando por medio del lenguaje se adopten para los conceptos numerosos sistemas de signos, tampoco puede concertarse la concordia aunque sí muchos tipos de acuerdos. Consenso y concordia crecen y florecen, cuando se dan las condiciones favorables, a base de gérmenes preexistentes. Como la planta de la planta, así procede una casa (en cuanto familia) de otra casa, y así surge el matrimonio de la concordia y de la costumbre. Siempre los precede, condicionándolos y provocándolos, no sólo una cosa más general afín a ellos, sino también una cosa más general en ellos contenida, y la forma de su manifestación. También existe luego en grupos mayores esta unidad de la voluntad, como expresión psicológica del vínculo del parentesco de sangre, aunque sólo sea de un modo oscuro y aunque sólo en la ordenación orgánica se comunique a los individuos. Al igual que, como posibilidad real de entender lo hablado, la generalidad del lenguaje común aproxima y enlaza a los espíritus humanos, hay también un sentido común, y más aún sus formas de manifestación más elevadas: uso común y creencia común, que penetran hasta todos los miembros de un pueblo, significando, aunque en modo alguno garantizando, la unidad y la paz de su vida; que en ese sentido y partiendo de él, llenan con intensidad creciente las ramas y proliferaciones de un tronco; del modo más perfecto, por último, las casas emparentadas en aquella temprana e importante formación de vida anterior a la familia, donde tiene una realidad igual a ella. Pero de estos grupos, y por encima de ello, se elevan, a modo de modificaciones suyas determinadas por el suelo y la tierra, complejos que en gradación general distinguiremos como A) la tierra, B) el cantón o la comarca, y -la formación más estrecha de este tipo-- C) la aldea. Pero, en parte procedente de la aldea y en parte extendiéndose a su lado, se desarrolla la ciudad, cuya unión perfecta se mantiene no tanto por los objetos naturales comunes como por el espíritu común; por su existencia externa, no es más que una gran aldea, una pluralidad de aldeas vecinas o una aldea rodeada de murallas; pero luego, en cuanto conjunto que impera sobre el territorio circundante, y constituyendo en unión con éste una nueva organización del cantón y, en proporciones mayores, del país: transformación o re-formación de una tribu, de un pueblo. Pero dentro de la ciudad, a su vez aparecen como productos o frutos peculiares suyos: la hermandad de trabajo, guilda o gremio; y la hermandad de culto, la cofradía, la comunidad religiosa; esta es a la vez la última y más alta expresión de que es capaz la idea de la comunidad. Pero de esta suerte, también la ciudad toda, también una aldea, pueblo, tribu o linaje, y finalmente una familia, puede representarse y comprenderse, de igual modo, como clase especial de guilda o de comunidad religiosa. Y viceversa: en la idea de la familia, como expresión la más general de la realidad de la comunidad, están contenidas todas estas múltiples formaciones y de ella salen.

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Vida comunal es posesión y goce mutuos, y es posesión y goce de bienes comunes. La voluntad de poseer y gozar es voluntad de proteger y defender. Bienes comunes, y males comunes; amigos comunes, y enemigos comunes. Males y enemigos no son objeto de posesión y goce; no son objeto de la voluntad positiva sino de la negativa, de la indignación y del odio, es decir de la voluntad común de aniquilamiento. Los objetos del deseo, de la apetencia, no son lo hostil, sino que se encuentran en la posesión y goce ideados, aun cuando su obtención esté supeditada a una actividad hostil. Posesión es, en sí y de por sí, voluntad de conservación; y la posesión es el mismo goce, es decir, satisfacción y cumplimiento de la voluntad, como la inspiración del aire de la atmósfera. Así ocurre con la posesión y participación que mutuamente se tienen los seres humanos. Pero en cuanto el goce se distingue de la posesión por actos especiales de uso, puede en todo caso estar supeditado a una destrucción, como cuando se sacrifica un animal para su consumo.
El cazador y el pescador no tanto quieren poseer como sólo gozar sus respectivos botines, aunque parte de su goce pueda ser también de carácter duradero y por lo tanto tomar la forma de posesión, como el uso de pieles y cualesquiera otros objetos destinados a servir de provisión. Pero como actividad que se repite, la caza misma está condicionada por la posesión, aunque sea indeterminada, de un coto, y puede concebirse como goce de éste. La condición general y su contenido tienen que ser conservados y hasta ensanchados por el ser racional, considerándolos como sustancia del árbol cuyos frutos se cosechan, o del suelo que produce tallos utilizables. La misma esencia corresponde igualmente al animal domesticado, nutrido y cuidado, tanto si se lo quiere emplear como servidor ayudante como para gozar de partes vivas y renovables de su cuerpo. En este sentido se crían animales y, en consecuencia, la clase o rebaño tiene con respecto al individuo el carácter de cosa permanente y conservada, y por ende de posesión, de la que se obtiene goce a base de la destrucción de ejemplares a ella pertenecientes. Y la conservación de rebaños significa, a su vez, una relación especial con la tierra, con el terreno de pastos, que da su alimento al ganado. Pero en territorios libres, se puede cambiar de cotos de caza y pastizales, cuando éstos se agotan, y entonces los hombres abandonan sus moradas en busca de otras mejores, llevándose consigo sus bienes y haberes y al propio tiempo sus animales. Sólo el campo roturado, en el que con su trabajo el hombre encierra semillas de plantas futuras, fruto de otras pasadas, ata sus pies, se convierte en posesión de generaciones sucesivas, y, en unión con las jóvenes fuerzas humanas incesantemente renovadas, se presenta como tesoro inagotable, aunque sólo adquiera ese carácter de un modo paulatino a medida que se tiene mayor experiencia y con ella es posible tratar mar racionalmente, aprovechar y cuidar ese tesoro. Y con el campo se asienta también la casa: de mueble, como los hombres, los animales y las cosas, se convierte en inmueble, como el suelo y la tierra. El hombre queda afincado por doble concepto: por el campo cultivado y a la vez por la casa habitada, en consecuencia: por sus propias obras.

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La vida comunal se desarrolla en relación constante con el campo y la casa. Ello se explica únicamente por sí solo, pues su germen, y también su realidad, cualquiera que sea la intensidad de ésta, es la naturaleza de las cosas. Comunidad en general la hay entre todos los seres orgánicos; comunidad racional humana, entre los hombres. Se distingue entre animales que viven juntos y animales que viven separados -sociales e insociables-. No hay inconveniente: Pero se olvida que en este caso tenemos sólo grados y clases distintas de convivencia, pues la de las aves de paso es distinta de las de rapiña. Y se olvida que el permanecer juntos está en la naturaleza de las cosas; a la separación le corresponde, por decirlo así, la carga de la prueba. Esto quiere decir: causas especiales provocan tarde o temprano una separación, una división de grupos mayores en grupos menores; pero el grupo mayor es anterior al menor, al igual que el crecimiento lo es a la propagación (que se comprende a modo de crecimiento supraindividual). Y cada grupo, a pesar de su división, tiene una tendencia y una posibilidad de permanecer en los fragmentos separados como en sus miembros; a seguir ejerciendo efectos, a presentarse en miembros representativos. De ahí, que si concebimos un esquema de la evolución como emitiendo líneas desde un centro en direcciones distintas, el centro mismo significa la unidad del conjunto, y hasta donde el conjunto se refiera a sí mismo con voluntad semejante. Pero en los radios se desarrollan puntos hasta convertirse en nuevos centros y cuanta más energía necesiten para ensancharse en su periferia y conservarse al propio tiempo, tanto más se sustraen al centro anterior, que ahora, no pudiendo referirse ya de igual modo a un centro originario, forzosamente resultará más débil e incapaz de ejercer efectos en otros lados. Sin embargo, imaginemos que la unidad y unión se conservan y se mantiene la fuerza y tendencia, como un ser y conjunto se expresan en las relaciones del centro principal con los centros secundarios derivados de él directamente. Todo centro es representado por un ipsum, calificado de principal con respecto a sus miembros. Pero como principal no es el todo, y se va pareciendo más a éste cuando reúne a su alrededor los centros a él subordinados en las figuras de sus principales. Idealmente, están siempre en el centro del que se derivan: de ahí que realicen su misión natural cuando se aproximan materialmente a él, reuniéndose con él en un sitio. Y esto es necesario cuando las circunstancias requieren una acción común y de mutuo auxilio, sea hacia dentro, sea hacia afuera. Y también se apoya en esto una fuerza y autoridad que, como quiera que se comunique, se extiende al cuerpo y a la vida de todos. Y asimismo, la posesión de todos los bienes está principalmente en el todo y en su centro, en cuanto se le comprende como tal todo. De él derivan la suya los centros inferiores, y la sostienen de modo más positivo por el uso y el goce; a su vez, otros con respecto a otros por debajo de ellos. Y así este examen desciende hasta la última unidad de la familia de la casa, y hasta su posesión, uso y goce comunes; en ella, la autoridad ejercida luego en último lugar es la que afecta directamente a los individuos ipsistas, y sólo éstos pueden todavía derivar para sí, como últimas unidades, libertad y propiedad procedentes de aquélla. Todo conjunto mayor es como una casa que se hubiese disuelto; y aunque ésta hubiese venido a ser algo menos perfecto, hay que pensar que en ella existen los inicios de todos los órganos y funciones que contiene la perfecta. El estudio de la casa es el estudio de la comunidad, como el estudio de la célula orgánica es el estudio de la vida.

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Ya indicamos algunos rasgos esenciales de la vida doméstica, que volvemos a encontrar ahora reunidos con otros nuevos. La casa consta de tres estratos o esferas, que se mueven como alrededor del mismo centro. El estrato interior es al propio tiempo el más antiguo: el dueño y la mujer o mujeres, cuando conviven en el mismo nivel de dignidad. Siguen los descendientes; y éstos, aún habiendo contraído matrimonio, pueden seguir permaneciendo en esta esfera. El estrato exterior está formado por los miem­bros servidores: criados y criadas, que se comportan a modo de estrato el más reciente, siendo excrecencias de materia más o menos afín, que sólo cuando son asimilados por el espíritu y voluntad comunes y se adaptan por su propia voluntad a él y se sienten en él satisfechos, pertenecen a la comunidad con otro carácter que el de objetos y obligadamente. Análoga es la situación de las mujeres conquistadas, raptadas, en el exterior, con respecto a sus maridos; y al igual que entre ellos surgen los hijos como procreados, los hijos, en cuanto descendientes y dependientes, forman una categoría y clase intermedia entre el dominio y servidumbre. De estos elementos integrantes el último es, desde luego, el menos imprescindible; pero es al propio tiempo la forma necesario que han de adoptar enemigos o extraños para poder participar en la vida de una casa; a no ser que como huéspedes se admita a extraños a participar en un goce que por su naturaleza no es duradero, pero que de momento se aproxima tanto más a una participación en el dominio cuanto mayor es la veneración y amor con que se recibe al huésped; cuanto menos se lo considera, tanto más se asemeja su condición a la servidumbre. El estado de servidumbre puede resultar se­mejante al de la infancia, pero, por otra parte, pasar al concepto de esclavo, cuando en el modo de tratar se hace caso omiso de la dignidad del hombre. Un prejuicio tan arraigado como infundado declara que la servidumbre es en sí y de por sí indigna como contraria a la igualdad de la especie humana. En realidad, un hombre puede conducirse espontáneamente como esclavo en las más diversas situaciones, bien por temor, adquirido por há­bito o superstición, bien por fría consideración de su interés y por cálculo, y entonces se coloca con respecto a otros hombre en una situación de hu­millación análoga a la que la arrogancia y brutalidad de un dueño tiránico o ávido determinan para las personas colocadas bajo su dependencia aun­que formalmente se hallen con respecto a él en relaciones contractuales li­bres, sin que por ello se abstenga de oprimirlas y torturarlas. En ninguno de estos casos existe una relación necesaria con la condición del siervo, aunque sea muy probable. Si por su condición moral son esclavos tanto la persona objeto de malos tratos como el rastacuero, no así el siervo que comparte las penas y alegrías de la familia, que presta a su dueño la veneración propia de un hijo adulto, y goza de la confianza de un auxiliar y hasta de un consejero; éste es por su condición moral un hombre libre aunque no lo sea por su estatuto jurídico. Pero el estado jurídico de esclavitud es por esencia contrario a derecho, porque el derecho quiere y debe ser algo conforme a la razón, y por lo tanto, exige que se haga una distinción entre personas y cosas, y en todo caso que el ser racional sea reconocido como persona.

[Ferdinand Tönnies (1947): Comunidad y sociedad. Losada, Buenos Aires, pp. 25-48.]
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2 comentarios:

Guillermo Quijano dijo...

Todo discurso político es siempre, de alguna manera, incorrecto. Recordamos lo que decía el Maestro, de que todo concepto político tiene un sentido polémico.
Como Estudiante de Ciencia Política me siento profundamente inspirado por haber encontrado una correspondencia en cierta línea de pensamiento que hago mía, tan cerca... Aún cuando la distancia me haga imposible hacer el seminario que difundís.
De cualquier forma, estoy muy contento de encontrar este Blog. Me he sucripto por RSS.

eduardo hernando nieto dijo...

Hola, gracias por tu comentario y espero que en algun momento puedas venir por aqui y ya estare metiendo mas textos "polemicos"
un abrazo
eduardo