martes, 1 de marzo de 2011

Cara y Sello de los Partidos Políticos


Artículos de Metapolítica Retomo la publicación del blog y lo hago con un texto de un colega y amigo chileno cientista político y realista schmittiano para más señas

Por Luis R. Oro Tapia
E-Mail: luis_oro29@hotmail.com
www.caip.cl


En la actualidad nos resulta difícil imaginar el quehacer público sin la presencia gravitante de los partidos políticos. Pero ni su existencia ni su rol han sido siempre aceptados y menos aún considerado como algo obvio. Solamente en los últimos doscientos años se ha afianzado la idea de partido político; no obstante, cada cierto tiempo sus prácticas son declaradas como nocivas para el orden político y su existencia suscita antipatías e incluso hostilidad. Tal rechazo está más allá del eje izquierda derecha. Así, por ejemplo, Carl Schmitt (1888-1985) y Hannah Arendt (1906-1975), a pesar de que ocupaban posiciones diametralmente opuestas en el espectro ideológico, coinciden en fustigar la idea de partido político; en efecto, ambos son hostiles a los partidos, aunque por diversas razones. Pero dicha reticencia no es nueva. De hecho, la idea de partido ha sido aceptada tardíamente tanto por la teoría política como por el derecho público.
La reflexión sistemática sobre los partidos políticos data solamente de mediados del siglo XIX. Pero ello no implica en modo alguno que con anterioridad a la referida centuria no se haya escrito y discutido sobre el particular. De hecho, en el siglo XVIII hubo filósofos y políticos de oficio que abordaron el tema de manera tangencial y, exceptuando a Edmund Burke, no siempre de manera benevolente.
La idea de partido en principio era incompatible con la idea de concordia y también con la noción de Bien Común. Es más, el partido era concebido como la negación de ambos conceptos. Para superar el aludido antagonismo era menester establecer una distinción entre las nociones de facción y partido. Tarea difícil, puesto que ambos vocablos denotaban prácticamente lo mismo. Así por ejemplo, un político inglés del siglo de las luces afirmó que "los partidos son un mal político y las facciones son el peor de todos los males políticos". No obstante, es en la aludida centuria cuando facción y partido comienzan, progresivamente, a perfilarse como entidades diferentes. Uno de los precursores de tal distingo fue Bolingbroke. Este político inglés, en 1733, establecía la siguiente distinción: los partidos dividen al pueblo en función de ciertos principios; en cambio, las facciones se constituyen a partir de intereses exclusivamente personales. Dicho de otro modo: el eje en torno al cual se articulan los partidos son las ideas o los valores como diríamos en lenguaje contemporáneo. Éstos contribuyen a otorgarle cierto matiz de “idealismo”; es decir, de desinterés personal y, por añadidura, de “altruismo”. Tal distinción contribuyó a evacuar de manera parcial del vocablo partido las connotaciones negativas que la tradición le había atribuido. Inversamente, los móviles que constituyen a las facciones son los intereses exclusivamente personales, en cuanto éstos remiten a fines egoístas, los que naturalmente —en esta lógica de razonamiento— están en oposición a los fines comunitarios que persiguen los partidos.
Pero la distinción entre ambas entidades no logró disipar el temor a los partidos, puesto que continuó persistiendo la creencia que los partidos surgían cuando la comunidad política estaba dividida, porque había perdido la concordia y su unidad estaba erosionada o colapsada. Desde esta perspectiva los partidos surgen cuando la sociedad está partida y su existencia constituye un síntoma inequívoco de que en ella impera la discordia.
El concepto de partido va a ser configurado con cierta nitidez por Edmund Burke en 1770. Burke lo define como "un cuerpo de hombres unidos para promover, mediante una labor conjunta, el interés nacional sobre la base de algún principio particular acerca del cual todos están de acuerdo". En tal concepción, a mi juicio, se deben destacar dos ideas. Primera, la expresión "interés nacional". Ésta denota que el partido persigue el Bien Común, en el sentido que desea el beneficio del todo y no de una de sus partes. Mas si existen diferentes maneras de concebir el interés nacional es plausible suponer que existirán tantas concepciones de éste como partidos existen. Si ello ocurre así en la práctica, precisa Burke, se debe a que los hombres "que piensan libremente pensarán en determinadas circunstancias de manera diferente". Segunda idea: la expresión "principio particular" denota que el partido se debe articular en torno a puntos de vista e ideales que estén orientados a potenciar los intereses de la colectividad. Por otra parte, en lo que respecta a las facciones las concibe como entidades que se caracterizan por la incesante lucha mezquina, cuyo principal propósito es "obtener puestos y emolumentos". En consecuencia, "la consecución de prebendas es el objetivo característico de los facciosos".
No obstante la radicalidad del contraste entre partido y facción, es imperativo enfatizar dos ideas. Primera, las facciones son concebidas como entidades corruptas que tienen por objetivo profitar de las instituciones del Estado. Segunda, los móviles egoístas y mezquinos de los facciosos van en perjuicio del interés público.
En lo que a la vida política práctica concierne es pertinente recordar que tanto las facciones como los partidos no fueron aceptados durante todo el siglo XVIII, ni siquiera durante el torbellino de la Revolución Francesa. Al respecto es ilustrativo el juicio de Robespierre, uno de los próceres más conspicuos de la Revolución, al señalar que siempre que "advertía ambición, intriga, astucia y maquiavelismo, reconocía a una facción, y que correspondía a la naturaleza de todas las facciones sacrificar el interés general". Otro protagonista de la Revolución, Saint-Just, afirmaba que "todo partido es criminal, por eso toda facción es criminal; toda facción trata de socavar la soberanía del pueblo". Más aún, sostuvo que "al dividir al pueblo, las facciones sustituyen la libertad por la furia del partidismo". Nótese que los revolucionarios franceses, por una parte, no aceptaban la idea de partido y, por otra, todavía no establecen la distinción entre facción y partido que el "conservador" Burke había delineado veinte años antes en Inglaterra.
Los partidos comenzaron a ser aceptados tanto en la teoría como en la práctica a mediados del siglo XIX. Su aceptación en medida no menor está asociada al ascenso de la cosmovisión liberal. La doctrina liberal propicia la tolerancia y el pluralismo, lo que por ende implica la aceptación del otro en cuanto es diferente. De hecho, los partidos fueron aceptados al comprenderse que la diversidad y el disentimiento no necesariamente generaban la discordia en la comunidad política. Dicho de otro modo, se comprendió que la existencia de partidos no suscitaba por sí misma el desorden político.
La diversidad de partidos, que es expresión de la pluralidad de opiniones e intereses, no implica en modo alguno la negación de la unidad. Porque la diversidad supone la existencia de un fondo común que incluye y trasciende la especificidad de las partes. La diversidad sería algo así como la especie y la unidad el género. Tal argumento fue clave, porque contribuyó a disipar el temor a la discordia, la fragmentación y el caos.
En consecuencia, el pluralismo acepta y patrocina el disenso, pero solamente en la medida que supone un consenso en lo sustancial. Consenso que, en el campo, político implica necesariamente el acatamiento unánime de las reglas del juego. Al respecto son ilustrativas las palabras de Lord Balfour cuando afirma que "la maquinaria política inglesa presupone un pueblo tan unido en lo fundamental que puede permitirse reñir sin problemas".
La coexistencia del consenso y del disenso es posible cuando existe acuerdo sobre las normas que regulan la contienda política. La aceptación de las reglas del juego suscita en el comportamiento de los antagonistas ciertas autolimitaciones que permiten que la pugna entre ellos se manifieste como conflicto pautado y no como una pugna virulenta o una confrontación violenta. Si no existiera tal consenso, como señala F. G. Bailey, "la política dejaría de ser competencia y se transformaría en lucha".
En suma, para que una asociación política pueda subsistir se requiere de un consenso normativo mínimo. Por cierto, es indispensable que exista un núcleo de valores aceptado unánimemente, de tal manera que éstos constituyan un punto de referencia obligado que opere como pivote, como un faro orientador, en los incesantes vaivenes que suscita la competencia electoral, especialmente cuando los partidos persiguen fines que son divergentes y antagónicos.
Pero el funcionamiento de los partidos políticos en la realidad dista de los argumentos normativos anteriormente expuestos. Desde el punto de vista fáctico los partidos son, primordialmente, agrupaciones de interesados cuyo reclutamiento es formalmente libre, en cuanto nadie está obligado a ingresar a ellos, y tienen por principal propósito acceder al Estado para patrocinar o proteger desde él sus intereses.
En efecto, es el interés el que lleva a los individuos a formar partidos o a ingresar en ellos con la finalidad práctica de llevar a cabo sus objetivos, sean éstos de la índole que sean. La finalidad primordial de tales agrupaciones es conquistar el poder político supremo, es decir, los puestos de conducción política del Estado. Y en el supuesto que no ganen las elecciones tienen la expectativa de influir sobre él.
Ello implica que los partidos políticos independientemente del éxito que tengan en los comicios mantienen invariable su objetivo práctico inmediato, que es instalar a sus líderes en las instancias productoras de decisiones públicas, para que desde ellas gestionen los intereses de sus asociados. Así, la finalidad de tales grupos es proporcionar poder a los líderes del partido, para que ellos puedan otorgar a sus miembros activos determinadas probabilidades de éxito en la consecución de sus fines individuales. Tal práctica es antiquísima. De hecho, Tucídides de Atenas, en el siglo quinto antes de Cristo, constataba que “los jefes de los partidos, en las distintas ciudades, recurriendo a la seducción de las bellas palabras, se granjean beneficios para sí mismos so pretexto de que estar sirviendo al interés público”.
Los partidos, para tener éxito en la consecución de sufragios, prometen dar satisfacción a ciertas necesidades del electorado. Pero en la práctica, cuando los partidos acceden al poder político, proceden a beneficiar preferentemente a sus respectivas clientelas, otorgándoles, por ejemplo, cargos en el aparato público. Pero ello debe hacerse con decoro para que la política no pierda su encanto; por tal motivo el partido nunca debe presentar sus intereses de manera desnuda, es decir, como intereses propiamente tales. Por el contrario, éstos deben ir recubiertos por la retórica del Bien Común, con consignas y frases que sean moralmente irreprochables y también, por supuesto, invocando valores sublimes. En época de elecciones tales estrategias tienen por finalidad ganar simpatizantes, captar adherentes y sufragios para que los electores contribuyan con su voto a que el partido logre uno de sus objetivos primordiales: acceder temporalmente a la titularidad del poder político.
Los intereses que realmente importan al partido son los de sus dirigentes y militantes más influyentes. Los intereses del electorado sólo tienen cabida cuando el marketing político del partido no ha sido exitoso y ello lo pone en riesgo de perder las elecciones. Más claro aún, los partidos no atienden los intereses del electorado porque tengan una especial deferencia y consideración por los ciudadanos, sino porque estos últimos controlan un medio (el sufragio) que es indispensable para que el partido logre su fin que es acceder al poder político supremo.
Desde este punto de vista se puede afirmar que los partidos visualizan a los electores como un medio para alcanzar un fin. Y para alcanzar tal fin los partidos se ven en la necesidad de halagar interesadamente a los votantes con el propósito de obtener de parte de ellos el sufragio que les permitirá ganar las elecciones y así hacerse con el poder político o, por lo menos, influir sobre él. En suma, entre electores y partidos existe una relación de medios y fines. Los electores al darse cuenta de ello toman distancia de los partidos y se suscita así la apatía, el desencanto y el desprestigio no de la política, sino que de los partidos.
Si la política es una lucha por el poder ¿en qué espacios tiene lugar esa contienda? La lucha político-partidista tiene por escenarios dos planos diferentes: uno horizontal y otro vertical. El primero concierne a la lucha entre partidos y tiene como espacio propio al eje izquierda derecha. El segundo, o sea el vertical, tiene como escenario el interior de cada uno de los partidos, por tanto, se trata de una pugna entre camaradas. Éstos compiten por acceder a la cúpula del partido. ¿De qué manera se reparte el poder al interior de un partido? Cada partido está constituido por una elite que tiene en sus manos las funciones directivas. Ella fija el rumbo de la colectividad y selecciona los candidatos que se van a presentar a las elecciones. En torno a ella giran los notables del partido que tienen un rol menos protagónico, pero influyente. Por último están los militantes que son quienes hacen operativas las políticas que diseña la cúpula partidista.
Así, no sería del todo aventurado afirmar que en épocas propensas a los discursos ideológicos la política partidista es, básicamente, un conflicto de intereses que se disfraza como lucha de principios y en otras suele consistir en el manejo encubiertos de los intereses públicos en beneficio privado.

4 comentarios:

luis quintana dijo...

estimado hernando nieto

ha fallecido el sacerdote jesuita vicente santuc... que opinion tiene usted de su pensamiento filosofico y politico?

Eduardo Hernando Nieto dijo...

hola, bueno lo conoci personalmente en un evento sobre pensamiento politico que organice hace varios años atras. Mostro cierto interes por Leo Strauss, me parecio simpatico pero no he leido ninguno de sus textos para ser honesto quiza por ciertos prejuicios frente a sus claras orientaciones liberales igualitarias que no son de mis simpatias y que son dominantes en la Universidad que fundo.
saludos
eduardo

luis quintana dijo...

gracias profesor por su respuesta.

tengo pensando estudiar filosofia pero me interesa dos ramas de la filosofia: filosfia de la religion y filosofia politica. estoy en duda si en estudiar en la facultad de teologia pontificia de lima o en la universidad jesuita antonio ruiz de montoya. cual me recomienda? en cual de las dos puedo aprender mejor filosofia politica? no se que linea tienen las dos.

luis quintana dijo...

gracias profesor por su respuesta.

tengo pensando estudiar filosofia pero me interesa dos ramas de la filosofia: filosfia de la religion y filosofia politica. estoy en duda si en estudiar en la facultad de teologia pontificia de lima o en la universidad jesuita antonio ruiz de montoya. cual me recomienda? en cual de las dos puedo aprender mejor filosofia politica? no se que linea tienen las dos.